GUS MORNINS 14/4/20
“Como
ocurre en todas las demás profesiones, actuar es terriblemente decepcionante.
Es tremendamente aburrido y tremendamente mediocre. Lo que es divertido es el
teatro. Esos premios que te dan mientras estás vivo…el placer de palpar la
reacción del público, el aplauso, la publicidad, los homenajes que te dan y los
que dicen que te van a dar. Mucho más de lo que, probablemente, mereces” John Gielgud
Hoy vamos a homenajear
a esta auténtica leyenda del teatro inglés que también ha paseado su sabiduría
por el cine, dando siempre un toque de distinción a todo lo que hacía. Hubiera
cumplido los ciento dieciséis años y, en un caso único en la historia de la
escena, ha trabajado durante ocho décadas. Nunca se retiró y no quiso hacerlo,
ni siquiera, cuando tuvo oportunidad.
De ascendencia noble,
John fue el tercero de los cuatro hijos de los condes de Gielgud, de rancio
abolengo lituano. Con ocho años, John ingresó en la escuela preparatoria de
Hillside, en Surrey, llegando a ser un as en el criquet y en el rugby. En
clase, sin embargo, odiaba las matemáticas, se defendía en lengua clásica y era
un fenómeno en inglés y teología. Sin embargo, la escuela de Hillside tenía un
buen grupo de teatro y John, inmediatamente, se sintió atraído por la
disciplina. Más que nada porque todos sus tíos se habían dedicado al teatro.
Allí, en Hillside, ya interpretó a Marco Antonio en Julio César y a Shylock en El
mercader de Venecia.
Sin embargo, como sus
notas no fueron suficientemente buenas, John no pudo ser enviado a una de las
prestigiosas escuelas reservadas para nobles. Fue enviado como interno a la
Westminster School que, aunque era de una categoría netamente inferior a lo que
estaba acostumbrada su familia, tenía una programación teatral de primer orden,
trayendo a la escuela espectáculos de primera categoría con profesionales de
alto nivel. Allí, John vio actuar a Sarah Bernhardt, a las grandes estrellas
del music hall y a grandes coros de abadía. En esa época, John demostró una
valía muy destacable en el dibujo, lo que hizo que, durante algún tiempo,
pensara en dedicarse a la escenografía.
En 1921, cuando John
salió graduado de Westminster, persuadió a sus padres con un trato. Le daría
tiempo hasta que él cumpliera los veinticinco años, en 1929, para abrirse
camino en el mundo del teatro. Si no lo hubiera conseguido en esa fecha,
iniciaría estudios de arquitectura aprovechando su talento para el bosquejo.
Ese mismo año, entró en
la escuela de interpretación de Constance Benson. Causó muy mala impresión.
John era alto, no sabía moverse y apenas tenía noción de cómo colocarse en una
escena. En noviembre de aquel mismo año, ya consiguió un papel sin diálogo en
una obra del West End. Y, al año siguiente, intervino en un montaje del Enrique V interpretando al heraldo.
A raíz de una gira que
inició con la compañía de su prima con la obra La rueda, de J. B. Fagan, obtuvo una recomendación para ingresar en
la Real Escuela de Arte Dramático de Londres y se le concedió una beca para
estudiar. Uno de sus profesores fue Claude Rains.
Un director de la
época, Nigel Playfair, le vio actuando en un montaje de la escuela de El admirable Crichton, de J. M. Barrie.
Quedó admirado con la dicción de Gielgud, aunque aún le quedaba por aprender.
Le contrató para su propia compañía y estuvo desempeñando varios pequeños
papeles durante dos años, hasta que Playfair le dio la oportunidad de
interpretar a Trofimov en El jardín de
los cerezos, de Anton Chejov. Fue el primer éxito de John Gielgud.
De ahí, pasó a
interpretar a Romeo en el West End, aunque no fue un gran éxito, y su voz,
extraordinariamente modulada, llamó lo suficiente la atención para que la radio
le ofreciera un contrato. En teatro, Gielgud prosiguió su camino triunfal con
los autores rusos. Obtuvo aplausos resonantes con un montaje de La gaviota, de Chejov, y, sobre todo,
con Las tres hermanas, otra obra de
Chejov que nunca había sido representada en el Reino Unido.
En 1926 todo el West
End se rindió a sus pies cuando sustituyó a Noel Coward, que cayó presa de un
colapso nervioso a las tres semanas de su estreno, en La ninfa constante, de Margaret Kennedy permaneciendo dos años en
cartel.
Aunque siempre guardó
una admirable discreción en sus relaciones personales, John Gielgud era
homosexual. De esta época data su primera relación seria, con un mediocre actor
llamado John Perry que, años después, obtuvo un gran éxito como escritor.
En 1928, Gielgud debutó
en Broadway con la obra El patriota,
de Alfred Neumann, manteniéndose solamente tres semanas en cartel cosechando un
fracaso de buenas proporciones, pero, sin embargo, Gielgud gustó a la crítica.
Era lo único que salvaban de la obra. Al año siguiente, el Old Vic le invita a
formar parte de su compañía.
En su primera
temporada, realizó una memorable creación en Ricardo II siendo reconocido como una de las mayores autoridades
teatrales de toda Inglaterra. En abril de 1930, se hizo cargo del papel
protagonista de Hamlet en un montaje
íntegro de cinco horas. El éxito fue absolutamente clamoroso. Londres se rindió
a sus pies. Nunca hubo un Hamlet mejor hasta esa fecha. En 1931, obtuvo otro
éxito multitudinario con La importancia
de llamarse Ernesto, de Oscar Wilde. Por
estos dos papeles, Gielgud fue conocido y saludado por las multitudes en la
calle que se dirigían a él como “Hamlet” o como “John”, personaje que
interpretaba en la obra de Wilde.
En la siguiente
temporada, en el West End, coincidió en el Old Vic con otro nuevo actor, Ralph
Richardson y la rivalidad entre ellos fue una constante en aquellos años. Richardson
aborrecía a Gielgud, le parecía un individuo excéntrico y egoísta. Todo acabó
cuando hubo que llevar a cabo un montaje de La
tempestad y Richardson tenía problemas con desarrollar su papel. Gielgud se
acercó y le ayudó a interiorizarlo. Desde entonces, nació una amistad que
duraría toda la vida.
Gielgud obtiene otro
éxito con El rey Lear, y se mantiene
un año en cartel con Las buenas compañías,
de J.B. Priestley. De vez en cuando, Gielgud hacía alguna incursión en el cine,
pero lo detestaba profundamente. En 1932 se inicia en la dirección teatral con
un montaje de Romeo y Julieta, con un
éxito moderado y protagoniza la obra Ricardo
de Burdeos, de Elizabeth MacKintosh, que lo mantiene en cartel durante tres
años. En 1934 monta en Broadway un Hamlet
dirigido y protagonizado por él mismo y obtiene un resonante éxito. Vuelve a
Londres y dirige de nuevo Romeo y Julieta
haciendo él el papel de Mercutio y dejando el de Romeo a un joven actor que
comenzaba a despuntar con el nombre de Laurence Olivier. Olivier nunca tuvo una
excesiva simpatía por Gielgud porque, a raíz de esta obra, los críticos
desarrollaron una comparación entre la dicción de uno y otro y Olivier siempre
perdía.
Nuevo éxito en 1936 con
otro montaje de La gaviota y su
primer éxito en el cine con El agente
secreto, de Alfred Hitchcock. Aunque la película tuvo un cierto éxito,
Gielgud no congenió en absoluto con el director y aborreció aún más el cine.
Vuelve a Broadway con Hamlet y
coincide en cartel con otra versión de la obra protagonizada por Leslie Howard.
Ganó Gielgud de largo.
Con el estallido de la
guerra, Gielgud fue rechazado por su profesión. Consideraron que los actores
harían un mejor servicio con su trabajo que combatiendo en el frente. En 1940
dirige La ópera de los mendigos con
Michael Redgrave de protagonista y fracasa estrepitosamente. Ralph Richardson
le propone que formen una compañía él, Olivier y Gielgud. Gielgud se niega. Le
dice que sería un desastre porque Richardson tendría que hacer de árbitro entre
Olivier y Gielgud.
Lo cierto es que en el
período de la guerra Olivier obtuvo un mayor éxito que Gielgud. Se recupera en
1946 con una adaptación de Crimen y
castigo, de Fiodor Dostoyevsky y con la dirección, en 1949, La dama no se va a quemar, con Richard
Burton y Claire Bloom en los papeles protagonistas.
En 1953 realiza su
primera aparición en una película norteamericana, concretamente en el Julio César, de Joe Mankiewicz. Brando y
Mason cayeron rendidos por su dominio sobre el texto y su forma de interpretar
a Casio.
Sin embargo, en octubre
de 1953 John Gielgud se vio implicado en un escándalo. Parece ser que se le
pilló intentando buscar plan homosexual en unos urinarios públicos y saltó a la
primera plana de la prensa. Gielgud se sintió hundido en medio de las
representaciones de Un día en el mar.
Por aquel entonces, las relaciones homosexuales estaban prohibidas en Gran
Bretaña. Creía que su carrera se iba a hundir, pero cuál fue su sorpresa
cuando, entrando en escena, el público interrumpió la obra y comenzó a
aplaudirle de pie. El público había dictado su sentencia. Gielgud era más
grande que todo eso.
A pesar del incidente y
que todo había salido bien, Gielgud jamás salió del armario. Él confesó que no
tuvo valor.
Para aplacar los
comentarios, se dedicó a dirigir durante dos años, en concreto La tía de Carlos, El jardín de los cerezos y
Noche de Reyes, con su odiado
Olivier. En la segunda mitad de los cincuenta, Gielgud cometió un grave error.
Se negó a representar ninguna obra procedente de los “jóvenes airados” mientras
que Olivier consiguió un éxito resonante con El animador, de John Osborne.
Sólo Shakespeare le salvó del aprieto. Gielgud elaboró unos monólogos
con textos del bardo de Stratford y los tituló Las edades del hombre. Tuvo tal éxito que los representó todas las
temporadas durante ocho años. Con ella, consiguió el Tony al mejor actor tras
su presentación en Broadway en 1959.
En los sesenta siguió
dirigiendo teatro, con un montaje exitoso de El sueño de una noche de verano y conoce, en 1962, a quien sería su
pareja definitiva, Martin Hensler, un diseñador de interiores de origen
húngaro. En 1964 Gielgud recibe su primera nominación al Oscar, al mejor actor
secundario, por su encarnación de Luis VII de Francia en Becket, de Peter Glenville. Monta de nuevo Hamlet con Richard Burton de protagonista y dirige una película
basándose en su propio montaje. A partir de este momento, Gielgud comienza a
tomar al cine más en serio e interviene en Campanadas
a medianoche, de Orson Welles. El propio Gielgud calificó su actuación en
esta película como la mejor que ha hecho nunca en el cine.
A finales de los
sesenta obtiene un gran éxito con el montaje de la obra de Alan Bennett Cuarenta años, en la que interpreta a un
pedante director teatral. En cine consigue una estupenda actuación en La última carga, de Tony Richardson y da
empaque a otras películas con su mera presencia, como en Las sandalias del pescador, de Michael Anderson.
Los setenta fueron una
década dulce para Gielgud. En teatro visita las mieles del éxito actuando con
Ralph Richardson en un montaje de Asilo,
una obra en la que los dos interpretan a dos ancianos que hablan en un jardín
de su asilo. Realiza una estupenda actuación en el Galileo, de Losey y Asesinato
en el Orient Express, de Sidney Lumet y como director teatral obtiene otro
éxito con el montaje de la obra de Noel Coward Vidas privadas. También trabaja a las órdenes de Alain Resnais en Providence que califica como la película
más emocionante que ha hecho. También rueda con Otto Preminger El factor humano.
En los ochenta aparece
en El hombre elefante, de David
Lynch, y en Gandhi, de Richard
Attenborough y gana el Oscar al mejor actor de reparto por su encarnación del
mayordomo Hobbs en Arthur, el soltero de
oro. También aparece en Carros de
fuego, de Hugh Hudson y en los noventa pasea su prestigio por el Hamlet, de Branagh, como el rígido e inflexible profesor de Shine y Elizabeth, de Shekhar Khapur en donde
obtiene una tercera nominación al secundario interpretando al Papa Pío V.
En 1999, fallece Martin
Hensler y John Gielgud entra en un declive físico y psicológico que le lleva a
la muerte al año siguiente.
Como curiosidades os
diré que aborrecía profundamente el modo de actuar de Ingrid Bergman, fue un
profesor de una rigidez inusual en la Real Academia de Arte Dramático de
Londres y fue la opción de la propia J.K. Rowling para interpretar al profesor
Albus Dumbledore en Harry Potter.
Como vídeo os dejo unas
cuantas escenas interpretadas por él en Arthur,
el soltero de oro, conmovedor y elegantísimo.
Y como mosaico, aquí os
lo dejo en una foto histórica. Se trata de una grabación para radio en el que
interpretaba a Sherlock Holmes, con Ralph Richardson como John Watson y Orson
Welles como Moriarty.
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