EL CINE EN CIEN PELÍCULAS (XLIV)
A los hijos les
exigimos demasiado. Esa es la verdad. Los tiempos han cambiado. Y aunque no nos
guste, debemos aceptarlo.
CUENTOS DE TOKIO (Tokio Monogatari)
Japón, 1953. Dir Yasujiro Ozu con Chishu Riu, Chieco Higashimaya, Setsuko Hara
(137 min)
Occidente tardó mucho más tiempo en apreciar la obra de Yasujiro
Ozu que la de otros directores japoneses contemporáneos suyos como Akira Kurosawa
o Kenji Mizoguchi. Se tiene la creencia de que de los tres grandes maestros del
cine clásico nipón, Ozu es el menos accesible a los ojos del público de estas
latitudes, aunque no debemos inferir de ello ni mucho menos que sea un autor
críptico ni difícil. A pesar de crear un cine en apariencia sencillo, Ozu despliega
un estilo personal que exige poner la máxima atención en cada plano. Es un cine
austero, que desprecia el ruido y lo accesorio para hacer universal lo íntimo y
lo cotidiano. En este sentido, el cine de Ozu es un milagro. Pero es
precisamente esa parsimonia, esa cadencia la que puede agotar la paciencia del
espectador menos avezado, o simplemente del que está acostumbrado a otro tipo
de ritmo o de tempo cinematográfico.
Lo cierto es que Yasujiro Ozu fue un cinéfilo precoz, y lo
fue precisamente gracias al cine que llegaba a su país procedente de Estados
Unidos. Durante su adolescencia se quedó impactado tras ver Civilización (Thomas H. Ince, 1916),
drama bélico con tintes religiosos en el que incluso aparecía el personaje de
Jesucristo; posteriormente, reconocerá su admiración por los primeros films
mudos de John Ford o Ernst Lubitsch. Sin embargo, reconocía con sorna las
diferencias entre su propio estilo y los maestros de Hollywood. “Naturalmente
son americanos, y ponen directamente la mantequilla para freír la comida,
mientras nosotros preparamos primero un caldo con escamas de atún seco: “Naturalmente
son americanos, -decia- y ponen directamente la mantequilla para freír la
comida, mientras nosotros preparamos primero un caldo con escamas de atún seco”.
Ozu había nacido en Tokio, el 12 de diciembre de 1903,
aunque muy pronto se trasladó con su familia a vivir a la prefectura de Me,
pues el padre, gerente de un negocio de fertilizantes, creía que el aire sano
del campo era lo mejor para sus hijos. Tras terminar sus estudios en la escuela
local, y ejercer como docente durante un año, regresa a Tokio para trabajar a
los estudios Shochiku de la capital gracias a la recomendación de un tío suyo.
Allí se estrena como asistente de fotografía para pasar en poco tiempo a
desempeñar labores de ayudante de director.
Su debut en la realización se produce en 1927 con La espada de la penitencia, el único
drama de época de su filmografía. Durante estos primeros años de carrera, la
actividad de Ozu es frenética, tanta que llegará a dirigir veintiséis películas
(casi la mitad de su obra) en tan solo cinco años. En estos primeros films –
muchos de ellos no se conservan en la actualidad- el cineasta suele centrarse
en temas como la infancia, la juventud o la vida estudiantil. Entre los títulos
destacados de esta primera etapa nos encontramos con ¿Dónde están los sueños de mi juventud (1932), He nacido… pero (1932) o Historia
de una hierba errante (1934) - estos
dos últimos serán objeto posterior de un remake rodado por el propio Ozu.
El hijo único
(1936) supone un punto de inflexión en la trayectoria del cineasta al tratarse
de su primera película sonora. El director se había mostrado hasta entonces reticente
a trabajar con el sonido - ¿para qué buscar el ruido cuando reina el silencio?
decía- pero con este film fue capaz de traicionar sus principios. La película,
una auténtica obra maestra, ya introduce el tema de la familia y el de la
relación entre padres e hijos, dos constantes en la filmografía del autor. Se
trata de la historia de una campesina que con mucho esfuerzo logra una
educación para su hijo que finalmente consigue un trabajo en Tokio. Pasado un
tiempo, cuando la mujer va a visitarle descubre que vive en una situación de
miseria. Un esquema que el director empleará una y otra vez en sus futuros
films, incluido por supuesto Cuentos de
Tokio.
Antes de ser llamado a filas para participar en la Segunda
Guerra Mundial, un episodio que marca definitivamente su cine y su
personalidad, Ozu tiene tiempo de añadir otro título clave en su curriculum, Había un padre (1942) con otro de los
argumentos que después se volverá recurrente, la obsesión de los padres por obtener
un buen matrimonio para sus hijas. Al
regresar de la guerra – fue destinado a China y hecho prisionero en Singapur-
su cine se vuelve más comprometido y su mirada más ácida. Con el tiempo, Ozu
será reconocido como el director que mejor acierta a retratar la sociedad
japonesa de postguerra, sin renunciar además a su estilo intimista. En Una gallina al viento (1948), una de
sus películas más duras, asoma por vez primera el personaje del veterano de
guerra que ya no dejará de aparecer en el cine de Ozu. Es la historia de un
hombre que regresa de la guerra y descubre que, durante su ausencia, su esposa
ha tenido que prostituirse para sacar adelante al hijo de ambos.
Con Primavera tardía
(1948) se inicia la llamada “trilogía de Noriko” que se completará más tarde
con Principios de verano (1951) y
con la propia Cuentos de Tokio
(1953). Noriko es siempre Setsuko Hara, auténtica musa del director y una de
las intérpretes con las que más se suele asociar el cine de Ozu junto con
ChysuRiu. De amplia sonrisa y gesto amable, Noriko representa siempre valores
de bondad y generosidad, en contraste con los personajes que la rodean,
dominados por el egoísmo. Las hermanas
Munekata (1950) es otra joya que supone un acercamiento a la difícil
situación de la mujer en la sociedad japonesa a través de una historia de
traición y de celos.
A estas alturas, el estilo de Ozu es ya perfectamente
reconocible con una forma de rodar y concebir sus obras que resulta única; sus
films se configuran como variantes de una misma sinfonía que tiene como principal
leitmotiv el tema de la familia y las relaciones entre sus miembros. El paso
del tiempo, otro de los pilares básicos de la obra del director se manifiesta
en la sucesión de títulos como Primavera
precoz (1956), Crepúsculo en Tokio
(1957), Otoño tardío (1960) o El otoño de la familia Kohayagawa
(1961). Ozu se acerca a lo más turbio del melodrama y de las relaciones humanas
desde una mirada serena y sobria. Es también el momento de echar la vista atrás
y revisar el pasado en obras como La
hierba errante (1958) o la divertida Buenos
días (1559) que protagonizan dos de los críos más revoltosos de la historia
del cine.
Al mismo tiempo, en los últimos años de su vida, Ozu debe
lidiar con sus problemas con el alcohol y con el cuidado de una madre enferma
–nunca se casó- que morirá solo unos meses antes que él. Tras una larga
convalecencia, el director moriría víctima de un cáncer el 12 de diciembre de
1963, justo el día en el que cumplía sesenta años. En el epitafio que preside
su tumba, sita en el cementerio de Engaku- ji, se puede leer una simple palabra
“Mu” (que en japonés significa “nada”).
Sin embargo, el legado que Ozu dejó a la posteridad dista
mucho de ser “nada”. Más bien, al contrario, su figura se revalorizó tras su
muerte, y su obra fue reconocida como realmente merecía. Muchos directores de
las últimas décadas han reconocido la influencia que han tenido los films del
nipón en sus respectivas creaciones; es el caso de WimWenders, JimJarmusch o el
español Víctor Erice. Sin embargo, si hay un cineasta en la actualidad que
puede considerarse el gran heredero del cine de Ozu, ese es sin duda su
compatriota HirokatzuKoreeda que propone en sus películas una nueva mirada
hacia el mundo de la familia con especial atención al universo infantil. Obras
como Stillwalking (2008), De tal padre tal hijo (2013), Nuestra hermana pequeña (2015) o la
reciente Un asunto de familia
(2018), ultima Palma de Oro en Cannes confirman a Kore-eda como un más que
digno sucesor del maestro.
Después de pasar toda una vida juntos y de haber formado su
propia familia, el matrimonio formado por Shukishi y Tomi puede por fin
disfrutar de una ancianidad tranquila y feliz en su pueblo natal de Onomichi,
pequeña localidad costera cerca de Hiroshima. Cuatro de los cinco hijos que
tuvo la pareja marcharon en su día a la gran ciudad para trabajar e intentar
hacerse un hueco en la vida, y solo la pequeña Kyoko se quedó en el pueblo para
cuidar a sus padres. Ahora, estos se disponen a emprender un viaje para visitar
a sus hijos; primero visitaran a Keyzo que vive en Osaka, y luego se
desplazarán hasta Tokio para ver al resto.
En la capital, los ancianos se quedarán en casa del hijo
mayor, Koichi, que ejerce cómo médico en uno de los barrios industriales de la
ciudad donde vive junto a su esposa Fumiko y sus hijos Minoru e Isamu. Koichi
acude a recogerles a la estación y les lleva a su casa donde les esperan su
familia y Shige, otra de las hijas de la pareja que se ha presentado en el
domicilio de su hermano para dar la bienvenida a sus padres. Poco después, se
une al grupo Noriko, viuda de Sojji, el único de los hijos del matrimonio al
que no podrán ver, ya que murió ocho años antes combatiendo en la Segunda
Guerra Mundial. Al acostarse, Shukishi confiesa a su esposa sentirse algo
decepcionado porque tiene la impresión de que la situación económica de su hijo
no es tan boyante como él creía.
A la mañana siguiente, Koichi se prepara para salir con sus
padres a enseñarles la ciudad, pero en el último momento le reclama
urgentemente uno de sus pacientes, y la excursión debe posponerse. Es entonces
cuando Tomi propone a sus nietos salir a dar un paseo por los alrededores de la
vivienda, pero solo el pequeño acepta mientras el mayor se muestra contrariado.
Ya con anterioridad, Minoru había expresado su malestar porque su madre le
había cambiado de sitio su mesa de estudio a fin de hacer un hueco para la
habitación de sus abuelos.
Pasados unos días, Shukishi y Tomi se instalan en la casa de
Shige que regenta un salón de peluquería en otro de los barrios de la ciudad.
Su marido, Zurazo se deshace en atenciones hacia los invitados, comprándoles
incluso unas galletas que su mujer considera demasiado caras. Shige está
ocupadísima con su trabajo, y llama a su cuñada para ver si se puede hacerse
cargo de los ancianos al día siguiente. Tras pedir a su jefe permiso para
tomarse el día libre Noriko acepta quedar con ellos y enseñarles la ciudad. Los
tres pasan una estupenda velada, y al final de la misma la joven invita a sus
suegros a pasarse por su casa para mostrársela. Allí toman sake y recuerdan a
Soji; salen a la luz los problemas que en su juventud Shukishi tuvo con el
alcohol, un vició que al parecer también heredó su hijo fallecido.
Mientras, Koichi y Sighe planean enviar a sus padres a una
residencia, ya que ellos no pueden dedicarles tiempo debido a sus trabajos, y
tampoco pueden depositar toda la carga en Noriko. El lugar elegido es Atami, un
balneario enclavado en un bonito lugar al lado de la costa, y que además
resulta bastante económico. Sin embargo, los ancianos no se sienten cómodos, ya
que el establecimiento está lleno de jóvenes que se pasan la noche de juerga,
sin parar de cantar y hacer ruido. Ambos deciden que volverán definitivamente
al pueblo, aunque primero pasarán por la ciudad para comunicárselo a sus hijos.
Durante su último día de estancia en Atami, Tomi sufre un pequeño mareo, pero ni
ella ni su marido le dan excesiva importancia.
Shige recibe a sus padres con asombro pues no esperaba que
regresasen tan temprano del balneario. Está trabajando, y a la pregunta por
parte de una de sus clientas de quiénes son los recién llegados, responde que
se trata de unos conocidos del pueblo que están de visita. Shukishi y Tomi no
pueden quedarse esa noche en casa de su hija que tiene prevista una reunión; así
que ella tendrá que dormir en casa de Noriko, mientras él aprovechará para ir a
saludar a un viejo amigo de juventud que lleva años viviendo en Tokio. Noriko
se muestra encantada de tener a su suegra como huésped, y esta vez le pide que
rehaga su vida y vuelva a casarse, pues es todavía joven y sabe que no lo pasó
demasiado bien durante su matrimonio con Soji. Por su parte, Shukishi se reúne
a tomar sake en un bar con su amigo y ambos acaban filosofando sobre la
dificultad que supone educar a los hijos. Los dos regresan a casa completamente
borrachos ante la ira de Shige y la perplejidad de su marido.
Finalmente, los ancianos vuelven a Onomichi. A los pocos
días, sus hijos reciben un telegrama de Koyko que les informa de que Tomi está
gravemente enferma. Koichi, Shige y Noriko se presentan en el pueblo a tiempo
para despedirse de la anciana que muere poco después. A pesar de vivir más
cerca, Keyzo llegá el último encontrándose con que su madre ya ha muerto. El
propio Keyzo se ausenta durante el emotivo funeral sintiéndose deprimido por no
haber atendido a su madre en vida todo lo que hubiera merecido, y no haberle
demostrado suficientemente cuánto la quería. Durante la comida posterior a la
ceremonia, la familia recuerda a la fallecida contando algunas anécdotas de su
vida. Shige y Koichi anuncian que se marchan de inmediato, pero antes la
primera pide a su hermana pequeña que le busque un chal y un kimono que
pertenecían a su madre pues desea llevárselos.
Noriko se quedará unos días más. El día de su despedida,
Koyko elige su bondad frente al egoísmo demostrado por sus hermanos. Por su
parte, Shukishi le repite las palabras de su esposa y le pide que rehaga su
vida y vuelva a casarse, regalándole un reloj que perteneció a Tomi. Es
entonces cuando su nuera se derrumba y afirma que no es tan buena como creen.
Kioko y Shukishi quedan solos en la casa. Ella con su
trabajo de maestra, la vemos en una última imagen mirando por la ventana de su
clase mientras sus niños hacen la tarea, viendo pasar el tren en el que viaja
su cuñada. Shukishi acepta las condolencias de una vecina que se acerca a su
puerta, y le confiesa que a partir de ahora los días se harán más largos. Su
mirada se pierde en el horizonte, un barco se aleja desde la bahía.
Cuentos de Tokio
se estrena en 1953, ocho años después de la finalización de la II Guerra
Mundial. Tras la derrota en la contienda, el país ha iniciado una lenta
recuperación que le llevará en el plazo de pocos años a convertirse en una de
las grandes potencias del planeta, pero el proceso no será fácil. El período
coincide con la etapa de madurez del cine de Ozu, que como ya dijimos, pasará a
la historia como el cineasta que mejor sabe retratar la realidad de su país a
través de las películas. La sociedad nipona comienza a experimentar levemente
una transformación de sus valores y principios morales, un viraje hacia la
occidentalización que preocupa sobre todo a los más mayores y a los defensores
de las tradiciones. Las películas de Ozu siempre habían reflejado esa tensión
generacional entre lo viejo y lo nuevo (no en el sentido marxista que le da
Eisenstein), entre padres e hijos, y ahora esa tensión se manifiesta con más contundencia
que nunca.
Lo reseñable es que Ozu se erige en el gran retratista de
esa sociedad de postguerra sin renunciar a su estilo de siempre. Sigue rodando
en interiores – no le gustaban hacerlo en la calle-, componiendo retratos
íntimos y familiares de puertas para
dentro, colocando siempre la cámara en la misma posición, a ras de suelo y a la
altura de los ojos de sus personajes. Para lograrlo colocaba como trípode un
recipiente para cocer arroz. Sus planos continúan siendo alargados y en ellos
predomina el silencio (Ozu desprecia el melodrama, así que es difícil encontrar
en sus películas personajes dando voces o gritando). Al director no le importa
sostener en uno de sus planos durante cuatro o cinco segundos la imagen de una
habitación vacía para subrayar la idea de la muerte, o simplemente de la
ausencia. Ozu siempre defendió su particular estilo minimalista y sutil, aunque
paradójicamente se oponía a lo que se conocía como la dictadura de la gramática
en el cine. Decía que, al contrario que la literatura, el cine no podía estar
sujeto a tanta regla y a tanta norma. Por eso, en la recta final de su carrera
aplaudió la aparición de un movimiento como la “Nouvelle Vague”, que, a pesar
de estar en las antípodas de su estilo, defendía la anarquía en las películas.
El precedente más inmediato de Cuentos de Tokio hay que encontrarlo en la película norteamericana Dejad paso al mañana (Leo McCarey,
1937) que Ozu no conocía hasta que su guionista habitual Kogo Noda le invitó a
verla. Noda propuso al realizador adaptar el film estadounidense y este no se
lo pensó dos veces. Ambos se pusieron manos a la obra y en cosa de tres meses
el guión estaba listo.
Con respecto al original que lo inspira, casi sorprende que
Leo McCarey, director acostumbrado a lidiar con las excentricidades de los Marx
en Sopa de ganso (1933) o de ahondar
en el tema de la guerra de sexos en la maravillosa La pícara puritana (1397) se descolgase este último año con un
devastador melodrama sobre la vejez y el paso del tiempo; luego volvería al
género con Siguiendo mi camino
(1944) o las dos versiones de Tú y yo
que rodó en 1937 y 1957.
Dejad paso al mañana
relata la historia de un matrimonio de ancianos que reúne a sus hijos para
anunciarles que están arruinados y a punto de ser desahuciados de su vivienda.
Ante la noticia los jóvenes deciden repartirse a sus progenitores que pasaran a
rotar de casa en casa, lo cual supone un duro golpe para los dos miembros de la
pareja que nunca han vivido
separados. Las impresiones que
transmiten las películas de McCarey y Ozu son similares; hijos egoístas,
preocupados únicamente por sus vidas y sus trabajos, mayores sintiendo el
abandono y viéndose como “trastos viejos”.
El tema es eterno, atemporal y universal; el único matiz que diferencia
ambas películas es prácticamente su planteamiento estético.
Para dar forma a su obra maestra, Ozu se rodeó de su
habitual equipo de fieles colaboradores con los que prácticamente formaba una
familia. Ahí estaba el guionista Kogo Noda, el músico Takinori Saito o el
operador de cámara Yuuharu Atsuta. Y por supuesto, el grupo de actores con los
que Ozu llevaba años trabajando, encabezado por los mencionados Chishu Ryu y
Setsuko Hara, que suelen casi siempre interpretar los papeles de padre e hija o
suegro y nuera (como en el caso de Cuentos
de Toko).
Siempre he pensado que sentarse a ver una película de Yasujiro
Ozu es como sentarse a contemplar el mar en un día en calma. Ambas experiencias
te acaban dejando la misma sensación de paz y de sosiego. Ozu no revolucionó el
cine a base de grandilocuencia, se limitó a poner una cámara a ras de un tatami
para que captara lo que pasara ante ella. Algo tan sencillo, y tan complicado y
profundo a la vez. Porque lo que pasaba ante el objetivo de esa cámara era nada
menos que la vida.
Trenes que van y vienen, ropa blanca tendida secándose al
sol, el humo saliendo de las chimeneas de las fábricas, barcos que se alejan
por una bahía, la vida y nada más que la vida.
Comentarios
Igual que los guses de Dex.
Abrazos de rodillas.
A mi Ozu también me parece genial, pero soy de los que necesito menos calma y menos quietud, pura sensibilidad, no cabe duda, pero en alguno momento se me ha hecho muy costoso.
Y digo que necesito menos calma, cuando ahora es precisamente lo que me falta que llevo una temporada a la que ni Ozu hubiese podido poner freno, si el maestro nipón grabase mi vida parecería una peli antigua de Charlot con aceleración de las imágenes en todas las ocasiones.
Abrazos con la mantequilla directamente en la sartén.