GUS MORNINS 19/3/19

“Viéndola andar de un lado para otro esta noche, he sentido como si conociera esas piernas de toda la vida”                                Paul Newman en “El premio”
Aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid y que hoy es el día del Padre (felicidades a todos los que son papás y se sienten como tales), vamos a conmemorar los ciento tres años que hubiera cumplido el escritor Irving Wallace. A pesar de haber sido un enorme novelista con sus dieciséis libros de ficción publicados, no fue un autor demasiado adaptado al cine y, cuando se ha hecho, tampoco ha gozado de demasiada fortuna. Sin embargo, en una ocasión la película sí que merecía la pena y ahí es donde aparece El premio, de Mark Robson, con Paul Newman, Elke Sommer, Diane Baker y Edward G. Robinson en los principales papeles.
Antes de meternos con la película en sí, diremos que he tenido el placer de leer muchos de sus libros y su estilo absorbente siempre me ha llevado a enormes horas de disfrute. Ahí están sus novelas Fan Club, en donde una pandilla de fanáticos secuestra a su estrella favorita y la hacen de todo, aunque no todo es lo que parece; La segunda dama, en la que los rusos planean la sustitución de la Primera dama de los Estados Unidos por una agente soviético de idéntico físico; El documento R y El complot, en las que pone en juego sendas conspiraciones de distinto corte contra el gobierno; Invitada de honor, con una atractiva dirigente de un país asiático atrapada en una red de espionaje; El proyecto Paloma, con un científico corriendo como un descosido intentando guardar una fórmula revolucionaria que retrasa el envejecimiento y, sobre todo y ante todo, tres novelones que, en gran parte, son culpables de mi afición a la lectura y a no menospreciar la literatura de best-seller. El primero que cayó en mis manos fue El hombre, en la que Wallace se inventaba la posibilidad del primer presidente negro de los Estados Unidos en plena época de los derechos civiles por un desgraciado accidente de aviación del que no sobrevive ningún miembro del gabinete. El individuo, de nombre Douglas Dillman, es el Presidente del Congreso y, por orden de autoridades, es el encargado de asumir la presidencia. Esto hoy, ya con la elección de Obama, nos puede parecer trasnochado, pero el atractivo reside en la época en la que Wallace sitúa la historia. Además, con una virtud incuestionable, huye de los maniqueísmos y no hace que los blancos sean malos y los negros, buenos. Hay de todo en ambos bandos, luchando por intereses que siempre están relacionados con el poder. Un libro extraordinario que fue objeto de una adaptación televisiva con James Earl Jones de protagonista. El segundo, aún más apasionante, fue La palabra, en la que Wallace nos ponía en la tesitura del descubrimiento de un quinto evangelio, el evangelio según Santiago, y, no sólo eso, sino que ése quinto libro que, inmediatamente, va a formar parte de las Sagradas Escrituras, contiene revelaciones sorprendentes como que Jesús no muere en la cruz, se le baja aún vivo y sigue predicando la palabra de Dios hasta los cincuenta años, fecha en la que muere, esta vez sí, crucificado de nuevo en Roma. El publicista encargado de dar a conocer el manuscrito, Steven Randall, comienza a ver el mar de intereses que se mueve, principalmente por parte de las iglesias católicas, protestantes y ortodoxas, para que se publique el evangelio sin más dilación, sin embargo, Randall comienza a reunir pruebas de que ese milagroso hallazgo es más falso que una moneda de tres euros. El último, y para mí el mejor, es un libro llamado Los siete minutos y trata sobre el proceso a un simple librero de un estado del Sur que tiene a la venta en su escaparate un libro de contenido pornográfico y prohibido por el estado en cuestión (creo que es Georgia). El abogado defensor, Mike Barrett, investiga y prepara a conciencia el caso y los descubrimientos se van sucediendo, a cada cual más interesante. Una novela que, la primera vez que la leí, me enganchó tanto que, de la mitad hacia el final, me la ventilé en una tarde. Y es un libraco. Se pasó al cine, pero la versión es infecta, dirigida por aquel apóstol del cine softporno que se llamaba Russ Meyer.
El caso es que a principios de los sesenta, Irving Wallace publica El premio Nobel, un novelón sobre los entresijos de la entrega de premios más importante del mundo. El éxito de la novela hace que Hollywood se fije inmediatamente en ella (ya se había adaptado anteriormente una novela de Wallace, El informe Chapman, que en España se tituló Confidencias de mujer, dirigida por George Cukor y que, debido a problemas con la censura, fue un auténtico fiasco –trataba sobre las costumbres sexuales de la mujer media americana-) y realice El premio con Paul Newman de protagonista encarnando al afortunado ganador del Premio en Literatura, Andrew Craig, en realidad un bebedor empedernido, sumido en una crisis creativa importante que le lleva a escribir con pseudónimo una serie de novelas baratas de intriga. La película fue todo un éxito y comenzó a propagar el nombre de Wallace por todo el mundo.
Como ya conocéis de sobra la película, os diré que Mark Robson, en su adaptación, prefirió fijarse más en la trama criminal y de espionaje del libro (también muy importante) hasta tal punto que parece una película de Alfred Hitchcock de cabo a rabo. Incluso la escena en la que Paul Newman está envuelto en una toalla y trata de escapar del club de nudistas es calcada a la treta que realiza Cary Grant en la subasta de Con la muerte en los talones. Newman, además, intentó que, en todo momento, la película fuera una comedia con su personaje de borrachín cínico, que no deja de soltar sus frasecillas irónicas durante todo el metraje. Por si fuera poco, también tenemos a la rubia de turno, quizá menos enigmática de lo habitual, como Elke Sommer (os confieso que Diane Baker siempre me ha parecido muchísimo más atractiva) y Edward G. Robinson está enorme en ese doble papel del científico que va a recibir el Premio de Física y es secuestrado para ser sustituido por un actor que anunciará en directo su pase al otro lado del telón de acero.
Quiero dejaros, además, un extracto de Los siete minutos. Se trata de la lectura de un testamento que el abogado protagonista consigue para inspirar su defensa. Merece mucho la pena, dice así:
“Yo, Charles Lounsbury, en pleno uso de mis facultades mentales, hago y publico mi última voluntad y testamento para distribuir, con la mayor equidad posible, mis intereses en el mundo y entre los hombres que me sucedan…En primer lugar, les doy a todos los buenos padres y madres, en depósito para sus hijos, todas las buenas palabras de elogio y todos los graciosos diminutivos, y los responsabilizo para que los utilicen con justicia y generosidad de acuerdo con las necesidades de sus hijos.
Les dejo a los niños exclusivamente, pero sólo para la vida de su infancia, todos y cada uno de los amargones de los campos y también las margaritas, con derecho a jugar libremente entre ellos según la costumbre de los niños, previniéndoles, al mismo tiempo, contra los abrojos. Y les ofrezco a los niños las playas amarillas de las calas y las doradas arenas junto a las aguas, con las libélulas que rozan la superficie y el aroma de los sauces que se inclinan y las blancas nubes que flotan suavemente por encima de los bosques de árboles gigantes.
Y les dejo a los niños largos, largos días de alegría de mil clases, y la noche y la Luna y la maravilla del tren de la Vía Láctea, sujeta también no a los derechos de los amantes que más abajo se especifican, y le otorgo a cada niño el derecho a escoger su propia estrella.
A los amantes les entrego un mundo imaginario, con todo lo que puedan desear, como las estrellas del cielo, las rosas rojas junto a un muro, la nieve del páramo, los dulces acordes de la música y todo lo que puedan necesitar para describirse mutuamente la duración y la belleza de su amor.
Y a los que no son niños, ni jóvenes, ni amantes, les dejo el recuerdo.”
Para mí, muy emocionante.
Así que como vídeo os dejo la suite de El premio, la potente música compuesta por Jerry Goldsmith para la banda sonora, aderezada convenientemente por unas cuentas escenas de la propia película.


Y como mosaico, Irving Wallace.




Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Durante muchos años estuve inscrita al Círculo de lectores. En aquella época leí varias novelas de Wallace, de esto hace muchos años. La que más recuerdo es La isla de las tres sirenas, me encantó hasta el punto que tiempo después volví a leerla. Es de esas novelas que te dejan huella.
Maravilla ese texto de Los siete minutos.

Beso

low
CARPET_WALLY ha dicho que…
No he leido nunca nada de Irving Wallace. No me gustan, en general, los Best Sellers aunque en alguno he caído, caso de Dan Brown y su "Código da Vinci" o Ken Follet y sus "Pilares de la tierra", incluso mucho antes León Uris con "Ëxodo" y "QB VII" (genial esta última adpatada a la televisión en los 70 con Ben Gazzara y un joven Anthony Hopkins), varios Stephen King y por supuesto Stieg Larsson...Bueno y si ya me pongo, el policiaco en general (Fred Vargas, Jo Nesbo, Agatha Crhistie, Conan Doyle, Mankell, Silva,...)

Habrá alguno más. Incluso, si se pueden considerar así, los Perez Reverte o "La sombra del viento" de Zafón.

Habría que definir claro está lo que consideramos best-seller aparte de lo obvio, que podríamos traducir como superventas y nos dejamos del anglicismo. Yo no creo que "Patria" o "Cien años de soledad" o "El nombre de la rosa". Entiendo entonces que debería considerarse así, no sólo al que más venda sino aquel que busca llegar a un público muy amplio con la atención puesta sobre todo en el entretenimiento y menos en la virtud literaria aunque algunos la tengan y muy destacable.

Pero a Wallace no, no he tenido el gusto, aunque si a ti te ha parecido apasionante no me importaría echarle un vistazo a alguna de sus obras. "El premio" desde luego es una película apasionante. No se si probar con "Los siete minutos" que has comentado, aunque dices que es un libraco...quizá sea mejor empezar por "La palabra" que también tiene buena pinta y a lo mejor es menos denso.

Le daremos una oportunidad.

Gran gus que nos descubre un nuevo horizonte.

Abrazos dobles, no con doble

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