EL CINE EN CIEN PELÍCULAS (LV)


Si se mueven, mátalos



GRUPO SALVAJE (The Wild Bunch). USA 1969. Dir: Sam Peckinpah con Willian Holden, Ernest Borgnine, Robert Ryan, Warren Oates, Emilio Fernández (145 min)

Hollywood ve nacer a lo largo de la década de los sesenta un nuevo subgénero cinematográfico. El llamado western crepuscular responde a la necesidad de renovar un género que conoció tiempos mejores y que con el paso de los años parece haber caído en desgracia. Las películas del Oeste ya no serán a partir de ahora ese canto al vaquero solitario ni exaltarán valores de antaño como la solidaridad o el heroísmo. Y si lo hacen, lo harán a su manera. Ni siquiera el espacio ni el tiempo elegidos serán los mismos. Hay quien dice que El hombre que mató a Liberty Valance es ya un western crepuscular, pero allí Ford no renuncia del todo al lirismo típico de la época dorada. Y sí hay que hablar del cineasta que representa mejor que nadie esta regeneración del western ese desde luego no es el tuerto irlandés sino nuestro protagonista de hoy, el gran Sam Peckinpah.

En el fondo, quien marca la evolución del cine en general y del western en particular durante este periodo es la propia sociedad estadounidense que en diez años pasa de vivir el fugaz sueño americano que supuso la era JFK al desencanto más absoluto que traen consigo la guerra de Vietnam o los asesinatos de Martin Luther King y Bobby Kennedy. Además, la desaparición definitiva del hasta entonces temido código Hayes en 1967 allana el camino para la llegada del “neo Hollywood”, y el levantamiento de la censura supone un alivio para los directores más jóvenes. En consecuencia, las películas comienzan a abordar de forma más explícita cuestiones como el sexo o la violencia. Este es el ambiente que se respira cuando Peckinpah, con 44 años, rueda y estrena Grupo salvaje, considerado casi de forma unánime el paradigma del llamado western crepuscular.

A Peckinpah la imagen de maldito e indomable (habría que añadir también el calificativo “autodestructivo”) le acompañó toda la vida. Había nacido en Fresno, California el 21 de febrero de 1925 en el seno de una familia acomodaba, y ya de crío andaba siempre metido en riñas y peleas con chavales de su edad. Para inculcarle un poco de disciplina, sus padres decidieron que estudiara en la escuela militar, y el joven acabó enrolándose en el cuerpo de marines del ejército. Sirvió en la Segunda Guerra Mundial en un batallón desplazado a China cuya misión consistía en desarmar a los soldados japoneses, pero en un año de servicio no participó ni contemplo ningún combate. Al volver a casa, su pretensión es comenzar Derecho, pero se enamora de una estudiante de teatro que más tarde convertirá en su esposa, y cambia de planes. Estudia teatro en Fresno y Los Ángeles y empieza a trabajar de tramoyista para más tarde pasar a la CBS. Don Siegel le da su primera oportunidad, y le ofrece un papel secundario en la mítica La invasión de los ladrones de cuerpos (1956). Sin embargo, el sueño de Peckinpah es escribir guiones y dirigir.

Ese sueño se hará realidad en 1961 cuando el cineasta dirija su primer largometraje, Compañeros mortales. Antes se ha puesto al frente de algún piloto para televisión, y la experiencia, además de para coger tablas, le ha servido para hacer algún amigo como el actor Warren Oates que con el tiempo se convertirá también en uno de los habituales de sus películas.  La ópera prima de Peckinpah, un western con Maureen O ´Hara como protagonista, pasa desapercibido tanto para el público como para la crítica; lo cierto es que, visto hoy, no pasa de ser un producto mucho más que discreto.

No cabe decir lo mismo de su siguiente trabajo, Duelo en la alta sierra (1962), una de sus películas más notables que anticipa las claves de la futura evolución del western y demuestra que algo en el género está empezando a cambiar. La acción tiene lugar en el ocaso del viejo Oeste y presenta a dos personajes también en el declive de sus vidas y de sus carreras. Randolh Scott y Joel McCrea, dos tipos de vuelta de todo que se reencuentran y ponen rumbo a su última misión, una imagen que se convertirá en un tópico del western crepuscular en general y en la filmografía de Peckinpah en particular. El director se detiene en el dibujo del perfil psicológico de sus dos protagonistas en una película con personalidad propia que añade importantes matices a la figura iconográfica del viejo pistolero.  Solo por su antológica secuencia final, este western ya merece figurar con letras de oro en la historia del género.

La fama de director conflictivo de Peckinpah adquiere rango de mito durante el rodaje de Mayor Dundee (1964), una historia ambientada en la Guerra de Secesión en la que un oficial insurrecto del ejército se lanza al rescate de unos niños secuestrados por un apache que saqueó previamente su Fuerte. Los problemas comenzaron durante la propia filmación cuando Peckinpah se enfrentó tanto a los miembros del equipo como a los jefes de la Columbia, productora del film. Charlton Heston, protagonista de la película, tuvo que plantarse ante estos últimos para evitar que la cosa no fuese a mayores. Sin embargo, la cosa no mejoró en la postproducción, y los estudios masacraron el montaje a base de tijeretazos. Aún así , el resultado final es puro Peckinpah, una película en la que ya se empieza a observar la afición del director por las escenas violentas. Como medida de castigo por su comportamiento, el realizador fue apartado del que iba a ser su próximo proyecto esta vez para la Metro, la película El rey del juego que acabaría firmando finalmente Norman Jewison.

Con un argumento que presenta conexiones con la cinta anterior, Peckinpah codirige junto a Arnold Laven Gloriosos camaradas (1965), otra del Oeste que quizá tenga como principal aliciente el poder disfrutar por primera vez en pantalla de la presencia de James Caan. Tras Grupo Salvaje, el director inicia los setenta con La balada de Cable Hogue (1970), western nostálgico y paródico al servicio de un excelso Jason Robards, y que le supone de nuevo un enfrentamiento con los productores de turno a costa del montaje final.

Una de las cimas del cine de Peckinpah tiene lugar un año después y curiosamente fuera del western. Según la novela homónima de Gordon Williams, Perros de paja (1971) constituye uno de los más acertados estudios sobre la violencia que se han rodado nunca. Al director ya le han acusado por entonces de hacer apología de esa misma violencia en sus películas, cuando en realidad no hace más que reformular los viejos códigos del cine y adaptarlos a los nuevos tiempos. Dustin Hoffman es un astrofísico norteamericano que se traslada a la costa británica junto a su esposa para trabajar en un ambiente tranquilo. La hostilidad con la que le reciben sus vecinos hará que finalmente el científico se revuelva contra ellos con sus mismas armas. En el fondo, todos somos Dustin Hoffman. Los efectos que produce la película, que supongo que Michael Haneke habrá visto más de una vez, no pueden ser más perturbadores. En 2011, un tal Rod Lurie se atrevió a rodar un remake de este clásico, por supuesto muy inferior al original.

En 1972, Peckinpah estrena dos nuevas películas, y las dos con Steve McQueen en lo alto del cartel. Tras su frustrada colaboración conjunta unos años antes, el rubio intérprete, que había sido el “rey del juego” para otro, sería ahora El rey del rodeo a las órdenes del californiano. La cinta, sólido y desesperanzado retrato del perdedor, nos presenta al Peckimpah más moderado, evocando con nostalgia el pasado glorioso y prescindiendo de la habitual dosis de violencia de su cine. Tal vez por ello, la acogida por parte de la crítica y la aceptación en la taquilla fue tibia. El tándem McQueen – Peckinpah repetiría en La huida que de nuevo nos traslada a la frontera mexicana para contarnos otra historia de atracos y persecuciones, aunque esta vez en la época contemporánea. Fue la película en la que McQueen conoció y se ligó a Ali Macgraw hasta entonces pareja del todopoderoso productor Robert Evans que al parecer no se lo tomó muy bien (se encargaría personalmente de que la carrera de la actriz no despegase todo lo que auguraban sus prometedores inicios). El film conoció otra versión en los noventa – mucho más impersonal- que corrió a cargo de Roger Donaldson y estuvo protagonizada por Alec Baldwin y Kim Basinger cuando estos también eran pareja.

Peckimpah vuelve al western retomando la leyenda de Pat Garret y Billy the Kid (1973) para hacer de su capa un sayo y entregarnos una película memorable. Los últimos días en la vida de Billy el niño nos hablan también del final de una época y de una transformación en los comportamientos y en los códigos de honor. La película cuenta con un reparto excepcional  que encabezan James Coburn y los cantantes Kris Krisfoferson y Bob Dylan, que aporta además al film su inolvidable tema central.  Mientras se rodaba el film, una mañana de finales de agosto, un miembro del equipo se presentó en el set anunciando que John Ford había muerto; Peckinpah ordenó suspender la jornada laboral en señal de duelo.

Otra de las cimas en la filmografía de nuestro director llega al año siguiente con además uno de los títulos más divertidos y originales de la historia del cine. Con una estética singular que se acerca más al spaghetti que a otra cosa, Quiero la cabeza de Alfredo García  (1974) es otro moderno western fronterizo en torno a la venganza, y en la que a través del uso de la violencia su responsable se permite descargar toda su rabia. Otra película “sucia”, con sangre, sudor y moscas, muchas moscas..  Warren Oates está realmente colosal en el film, y se merece todos los premios del mundo mundial por su trabajo.

La última etapa de la trayectoria del director arranca con un thriller que en opinión de casi todo el mundo no está a la altura de su leyenda. Los aristócratas del crimen (1975) parece una mala parodia del cine de acción y artes marciales, tan en boga en la época, y sufre los efectos de un guión que en más de una ocasión se revela como incongruente. Ni la presencia de dos distinguidos Corleone como Robert Duvall y James Caan hace que la película se salve de la quema. Habría que remontarse a su debut con Compañeros mortales para descubrir una película tan fallida en la filmografía peckinpahiana.  El cineasta parece remontar el vuelo con La cruz de hierro (1977), su única incursión en el cine bélico, y sin duda su última gran película. Veinte años antes de Salvar al soldado Ryan, la cámara Peckinpah sobrecoge mostrándonos toda la crudeza y brutalidad del frente de batalla, apoyándose además en un plantel de actores extraordinario. Orson Welles dijo de La cruz de hierro que era la mejor película de guerra que se había hecho.

Ya en plena decadencia, Peckinpah acepta dirigir, al parecer por motivos exclusivamente económicos, Convoy (1978), un western con camiones en lugar de caballos basado en una canción country de Bill Fries que a su vez daba pie a un guión que tiene bastante de estúpido. El de Fresno había ya entrado en una imparable espiral de autodestrucción, alcohol y drogas. Cuenta la leyenda que todas las mañanas se presentaba en el rodaje completamente borracho y colocado hasta las trancas, y que a tal efecto se había llevado hasta el set a su amigo James Coburn para que diese la cara ante los productores, y evitase días de retraso en la filmación. Tras esta delirante experiencia, Peckinpah cierra su carrera en 1983 con Clave Omega, un efectivo y entretenido thriller de espionaje, pero en el que apenas se vislumbran ya las señas de identidad de un cine y un cineasta que un día fueron grandes.

Peckinpah moriría al año siguiente de un paro cardiaco en Inglewood cuando todavía no había cumplido los sesenta. Su carácter difícil y autodestructivo, que se materializo en su adicción a las peleas, al alcohol y a las drogas, contrastaba con una integridad artística fuera de toda duda. Se le llamó el poeta de la violencia que contribuyó a estilizar de un modo que ha sido copiado hasta la saciedad desde entonces. No se trata de un uso indiscriminado de la violencia, detrás se esconde toda una reflexión moral, no exenta de contradicciones. Gonzalo Suárez que llegó a conocerle personalmente y publicó varios artículos en torno a su figura y a su obra lo definió muy bien en una ocasión: “Un ex marine que nunca entró en combate, salvo con él mismo”. 



Nos encontramos en los primeros años del siglo XX en un punto del Sur de Estados Unidos cercano a la frontera del país con México. A lomos de sus caballos y disfrazados de soldados, un grupo de forajidos se adentra en el pequeño pueblo de San Rafael dispuesto a atracar el banco local perteneciente a la compañía del ferrocarril. El líder de los forajidos es Pike Bishop un veterano pistolero con un historial escrito en sangre a sus espaldas que sueña con dar un último gran golpe antes de retirarse.  Previendo el asalto de los hombres de Bishop, Pat Harrington, directivo de la compañía ferroviaria ha contratado a un grupo de cazarrecompensas para prepararles una trampa y capturarles in fraganti. Entre ellos figura Deke Thorton, antiguo miembro de la banda de Bishop que fue arrestado años atrás durante una emboscada, y al que Harrington ha prometido liberar si es capaz de atrapar y poner a buen recaudo a sus excompañeros en menos de treinta días. De no cumplir su misión en ese plazo, Thorton volverá a prisión.

Bishop y los suyos asaltan el banco, ajenos a la circunstancia de que en el exterior una decena de rifles aguarda paciente su salida. Harrington ha apostado a un puñado de francotiradores en los tejados de alrededor y les ha impuesto la orden de disparar en cuanto los criminales abandonen el lugar y emprendan la huida. A pocos metros de allí se celebra una concentración de la liga antialcohólica y un enfervorizado pastor se dirige a la concurrencia alertándoles de los peligros de la bebida. Terminado el discurso, la comitiva comienza un desfile por las calles del pueblo acompañados de una banda de música. Paralelamente, al intentar salir del banco, los ladrones advierten la presencia de los francotiradores, e intentan aprovechar la llegada de la procesión para huir escabulléndose entre la multitud.  No obstante, la estrategia no da resultado, ya que los hombres que se escondían en las alturas comienzan a abrir fuego de forma indiscriminado. La masacre deja numerosos heridos y muertos, entre ellos el miembro más joven de la banda de Bishop, el impetuoso Clarence Lee, apodado por todos el “loco”. Durante el tiroteo, Pyke cree reconocer a Thorton desde uno de los tejados.

La mayoría de los cuatreros sin embargo logra huir. Al llegar a su refugio se reencuentran con  Tector Gorch, tío de Lee, y descubren que en realidad les habían tendido una trampa Las sacas del botín del banco de San Rafael no contenían monedas ni billetes, sino tan solo un puñado de oxidadas arandelas.  Durante la noche, Bishop confiesa a Dutch, lugarteniente suyo con quien mantiene desde hace años una estrecha amistad, que siempre añoró una vida más tranquila y al lado de la lye. Conscientes de que Harrignton y Thorton van tras ellos,  a la mañana siguiente deciden cruzar la frontera a Mexico y refugiarse en el pueblo de Ángel, que tras la muerte de Lee ha pasado a ser el más joven del grupo. La villa ha sido saqueada por una facción de los federales dirigida por el autoproclamado capitán Mapache, un hombre sin demasiados escrúpulos. Dispuesto a aniquilar cualquier brote de rebelión revolucionaria, Mapache, del que se cuenta sufrió una derrota anterior ante las tropas de Villa, lo arrasa todo a su paso. Ángel recibe con pesar que incluso Teresa, su antigua novia, se fue con el militar.

Tras una emotiva despedida por parte de todo el pueblo de Ángel, el grupo enfila sus pasos hacia Agua Viva, el lugar donde Mapache ha instalado su cuartel general. Allí se produce el encuentro entre Ángel y Teresa; él le reprocha haberse ido con los federales y ella le responde que es feliz para a continuación acudir a la mesa donde esta Mapache para servirle y recibir de este unos cuantos arrumacos. Cegado por la rabia, Ángel que contempla de lejos la escena desenfunda su revólver y mata a la mujer al tiempo que la acusa de haber traicionado a su gente.

El mexicano es apresado por los hombres de Mapache que posteriormente, a instancias de un asesor, propone a la banda de Bishop participar en el robo de un cargamento de armas que vienen en ferrocarril procedente de Estados Unidos a cambio de 10.000 dólares de recompensa. El grupo acepta el encargo, y Mapache libera a su compañero que, no obstante, se muestra reticente, pues las armas robadas sólo habrán de servir para sofocar la revolución en la que está inmerso su pueblo.

Finalmente, se produce el asalto al tren y la banda se hace con el armamento burlando tanto a los soldados encargados de transportarlo como a los hombres de Thorton que, ante la posibilidad de que Bishop y los suyos pudiesen lanzarse a la caza del suculento botín, han optado por infiltrarse en el tren. Thorton sale en persecución de sus antiguos compañeros, pero justo cuando los tiene acorralados y ha tiro, estos hacen detonar el puente sobre el que él y sus hombres les están apuntando, logrando que los cazarrecompensas caigan al agua y frustrando de este modo la captura.

A continuación, los jinetes se dirigen a entregar las armas a los federales, pero antes dotan de unas pocas provisiones a un grupo de campesinos a quien Ángel reconoce como vecinos suyos. Desconfiando de Mapache, Bishop organiza el intercambio en cuatro fases de forma que en cada una de ellas reciban dos mil quinientos dólares dosificando también la entrega de la mercancía robada. En la última de las operaciones, Ángel es apresado por las huestes del estrambótico general.

Al ver que el mexicano se retrasa, sus compañeros van en su busca hasta los dominios de Mapache, con excepción de Freddie Sykes, el más veterano. A su llegada al campamento federal, Bisoph lanza a Mapache una desesperada oferta por Ángel, recibiendo un no rotundo por respuesta. En su lugar, el militar les invita a pasar la noche entre alcohol y mujeres. Al amanecer, Mapache y sus súbditos se divierten con Ángel al que han atado con una cuerda a la trasera de un coche desde que el lo arrastran por el suelo entre risas y bravuconadas. Bishop pide por segunda vez a Mapache que le entregue a Ángel, pero cuando está a punto de hacerlo le degüella ante la sorpresa de todos.

La suerte está echada para los miembros del grupo salvaje. Con una rápida mirada entre ellos, sin mediar palabra alguna, saben lo que tienen que hacer; tienen claro que no hay nada que hacer frente a doscientos soldados armados y una ametralladora, pero su destino está marcado y no les queda otra que morir matando. Bishop abre el fuego descerrajándole a Mapache un disparo en el corazón. Comienza entonces una sangrienta carnicería en la que, amén de un puñado de federales, los asaltantes del banco de San Rafael irán cayendo uno a uno. Cuando Deke Throrton y sus hombres, solo encuentran un lugar prácticamente reducido a escombros y poblado de decenas de cadáveres.

Thorton rechaza la oferta de los que hasta entonces han sido sus compañeros de volver a San Rafael para cobrar la recompensa de Harrington y del ferrocarril. Sentado en actitud reflexiva, los ve alojarse en el horizonte mientras el atardecer cae sobre Aguas Vivas. Instantes después aparece la silueta de un jinete que resulta ser Sykes, único superviviente de la banda de Bishop al que acompaña un grupo de campesinos que le ayudaron a abatir a tiros a los cazarrecompensas. Sykes invita a Thorton a sumarse a una nueva causa justa, la revolución, y este finalmente, esta vez sí, acepta la propuesta.



Acaba de cumplirse – justo lo hizo la semana pasada- medio siglo del estreno de esta película que, evidentemente, supuso un punto de inflexión muy importante en la historia del cine y en la evolución del western. Más que ningún otro, el género necesitaba reformularse y adaptarse a los tiempos, así como a la nueva sensibilidad del público. Y más que una transformación en la escala de valores y en los temas tratados que seguirán siendo los mismos de siempre (el honor, la amistad, la redención), lo que se produce es un cambio en la estética que a su vez supone la desaparición de la iconografía tradicional que ya no sirve. El western crepuscular se localiza en una nueva época que, como ya anunciaba Ford en la mentada El hombre que mató a Liberty Valance, se caracteriza por la irrupción del imperio de la ley y la llegada del progreso (representada primordialmente en la imagen del ferrocarril).

En aras de un mayor realismo, los nuevos guiones del western desarrollan un mucho más pormenorizado estudio psicológico de los personajes, en su mayoría seres renegados que se resisten a la llegada de ese progreso y que no conocen otra ley que la del látigo y el revólver.  Otro de los recursos de este tipo de películas es el uso de la violencia, no solo física sino también verbal, que se manifiesta de forma mucho más explícita que antes. Claro que el empleo de la violencia en el cine nunca se ha entendido muy bien, cuando, en el caso concreto de Peckinpah, está muy clara la línea que separa la apología del uso gratuito.

Por supuesto, la película tampoco se entendió en su estreno como tampoco fue posible ver entonces su futura trascendencia dentro del género. Peckinpah ya llevaba fama de director conflictivo en los rodajes cuando llegó a ella, y acababa de ser despedido del proyecto de El rey del juego (al parecer la sugerencia de un desnudo femenino pudo ser el desencadenante del enfado de la productora). Después de un tiempo dedicado a la enseñanza recibió una oferta de la Warner de la que posteriormente nacería Grupo Salvaje. El director se puso en contacto con el productor Dick Hyman, artífice del film La colina (Sidney Lumet, 1965) que al parecer le había fascinado. Hyman le mando entonces dos guiones: uno, The diamond story, nunca llegó a filmarse, y el otro dio origen a la película que hoy comentamos. Se trataba de una historia de Walon Green a partir de una idea del actor y especialista Roy Sckiner que posteriormente puliría Peckinpah como solía hacer siempre en todos sus trabajos. Los tres aparecieron en los créditos, y los tres fueron nominados al Oscar en la categoría. Curiosamente perderían la estatuilla ante William Goldman, autor del libreto de Dos hombres y un destino (George Roy Hill, 1969), otro western imprescindible que comparte con esta película que comentamos y con Peckinpah no pocos puntos de conexión.

Y es que el público en 1969 ya se había familiarizado con el western crepuscular, y directores como Aldrich, Broocks o Mann ya habían aportado al subgénero su granito de arena antes de que Peckinpah dijese la última palabra (la penúltima si contemplamos las futuras muestras que nos darán Eastwood o Tarantino). Por supuesto, también habría que nombrar la sequedad de los westerns del imprescindible Budd Boeticher o el éxito de la trilogía del dólar de Leone que precisamente había convertido ya en una estrella al citado Eastwood.

Pero sí, el golpe definitivo en la mesa lo da Peckinpah. Sus personajes son antihéroes, marginados, hijos de puta de nacimiento que no necesitan haberse hecho a sí mismos. Su destino está marcado, y aún así no se resisten a él. Peckinpah retrata la violencia en toda su extensión y crudeza, tal vez por que sabe que la naturaleza anida en el hombre y no quiere andarse con subterfugios. Se ve muy bien en esa primera escena en la que aparecen unos niños – proyecto de los hombres rudos y toscos que serán en el mañana- distrayéndose con un escorpión al que arrojan encima un ejército de hormigas para que lo devoren poco a poco. Lejos de ser una apología, Grupo Salvaje es una sublimación de la crueldad. El recurso, repetido hasta la saciedad y no siempre con fortuna de la cámara al ralentí sirve para acentuar la agonía de la muerte. Por cierto, qué para simplificar se habla del empleo de la cámara lenta, aunque, en propiedad, lo que hace Peckinpah es emplear varias cámaras desde distintas perspectivas y a diferentes velocidades. El montaje resultante es espectacular. La versión standard – la original se acercaba a las cuatro horas- emplea casi 4.000 planos, cuando la media para un largometraje suele ser 700 u 800. Si como dijo Hitch, cuantos más planos tenga un film, más emocionante es, no cabe duda de que estamos ante una de las películas más emocionantes de todos los tiempos.

Y qué decir de su insuperable reparto. Fiel a su costumbre, Peckinpah se llevó mal durante el rodaje con casi todos sus actores – del elenco principal, solo con Borgnine tuvo empatía- pero logró de ellos una interpretación maravillosa. El propio Borgnine, que interpreta en la película a Dutch, borda el mejor papel de su carrera junto al de Marty que le había valido el Oscar casi tres lustros antes. Al parecer, el que peor lo llevó fue William Holden, a quien su director no quería ver ni en pintura (y eso que el actor había entrado también en su propia fase de autodestrucción y compartía en aquella época con el cineasta su afición por el alcohol y las farras). Holden no era la primera opción para dar vida a Bishop, sino Lee Marvin. El actor acababa de ganar hacía unos años el Oscar por La ingenua explosiva (Elliot Silverstein, 1965) y había triunfado al año siguiente con Los profesionales (Richard Broocks, 1966), dos papeles, según él, que se parecían bastante al que ahora le ofrecía Peckinpah. Sin embargo, parece que la razón para que Marvin rechazase el papel fue otra, el sustancioso sueldo que recibiría por interpretar al hombre que nació bajo una estrella errante en La leyenda de la ciudad sin nombre (Joshua Logan, 1969).

Junto a Holden y Borgnine, nos encontramos con un espléndido  Robert Ryan que al parecer también se las tuvo tiesas con el bueno de Sam en el rodaje (es el único cuyo rostro no aparece sobreimpresionado en los créditos iniciales junto a su nombre, y en su lugar se nos muestran las ancas de unos caballos). Ya en papeles más secundarios, Warren Oates, actor fetiche y compañero de fatigas del director, o los mexicanos Jaime Sánchez y Emilio Fernández, que en  su faceta de actor se convirtió en un imprescindible del western fronterizo de la época y del cine de Peckinpah. También andan por ahí, Ben Johnson y Edmond´O Brien, dos actores fordianos por excelencia. Como se ve, Peckinpah no da puntada sin hilo.

Y así, Grupo salvaje se presenta como el perfecto engarce entre dos épocas, dos maneras de ver el western, las dos perfectamente válidas y maravillosas. Cineastas contemporáneos como Scorsese o Tarantino, que beben constantemente del cine de su autor, se han rendido ante este western al que califican como el mejor jamás rodado. Ciertamente, el que mejor define una época y una forma de entender el Oeste, ese que siempre se conoció como el Salvaje Oeste, y que nunca fue tan salvaje como en manos de Sam Peckinpah.

PD: Al parecer,. Mel Gibson estaría planeando un remake de esta película. Una vez más surge la pregunta: ¿Por qué?





Comentarios

CARPET_WALLY ha dicho que…
Joder y ¿ahora que podemos decir?

Menudo gusazo. No sé si comentar algo de Peckimpah, esta y "La cruz de hierro" me parecen insuperables y que le brindan un puesto en el firmamento de los mejores. También me gusta mucho "La balada de Cable Hogue" o "Quiero la cabeza de Alfredo Garcia", aun conteniendo esta una de las escenas que más turbación me han producido en un visionado. En concreto cuando Oates e Isela Vega son atacados por un par de tipos, le atan a él y Kris Kristoferson se la lleva a ella para violarla, Benny (Oates) consigue librearse y cuando va a liberar a su chica descubre que ella está disfrutando mucho más de lo que podría pensarse. Una escena tremendamente incomoda para mi.

En cuanto a "Grupo Salvaje" me parece que tiene dos partes tremendas, la inicial del atraco y la balasera hasta que escapan y la final con otra traca fallera. El resto, todo el cuerpo central de la película, es un camino determinista hacia un final que es un sino, Son hombres que tienen el destino marcado y no pueden evadirse, van a acabar como acaban porque no puede haber otro modo. No hay escapatoria, ni se intuye, ni se plantea.

Y el reparto está de gloria, Holden, Oates, Borgnine, Ryan, Johnson, O´Brien...Un regalazo.

Para disfrutar a todas horas, incluso leyendo a primera hora de una mañana de lunes este gus.

Abrazos con ametralladora.

Anónimo ha dicho que…
Mira tu por donde dedicaron el último días de cine a esta obra maestra.

Como dice Car poco más se puede decir si es que la boca abierta por la impresión te lo permite.

Imprescindible Peckimpah, como el Gus del Lunes.

Besos admiradores.

Albanta

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