EL CINE EN CIEN PELÍCULAS (LV)
Si se mueven, mátalos
GRUPO
SALVAJE (The
Wild Bunch). USA 1969. Dir: Sam Peckinpah con Willian Holden, Ernest Borgnine,
Robert Ryan, Warren Oates, Emilio Fernández (145 min)
Hollywood ve nacer a lo largo de la década de los sesenta un
nuevo subgénero cinematográfico. El llamado western crepuscular responde a la
necesidad de renovar un género que conoció tiempos mejores y que con el paso de
los años parece haber caído en desgracia. Las películas del Oeste ya no serán a
partir de ahora ese canto al vaquero solitario ni exaltarán valores de antaño
como la solidaridad o el heroísmo. Y si lo hacen, lo harán a su manera. Ni
siquiera el espacio ni el tiempo elegidos serán los mismos. Hay quien dice que El
hombre que mató a Liberty Valance es ya un western crepuscular, pero allí
Ford no renuncia del todo al lirismo típico de la época dorada. Y sí hay que
hablar del cineasta que representa mejor que nadie esta regeneración del
western ese desde luego no es el tuerto irlandés sino nuestro protagonista de
hoy, el gran Sam Peckinpah.
En el fondo, quien marca la evolución del cine en general y
del western en particular durante este periodo es la propia sociedad estadounidense
que en diez años pasa de vivir el fugaz sueño americano que supuso la era JFK
al desencanto más absoluto que traen consigo la guerra de Vietnam o los
asesinatos de Martin Luther King y Bobby Kennedy. Además, la desaparición
definitiva del hasta entonces temido código Hayes en 1967 allana el camino para
la llegada del “neo Hollywood”, y el levantamiento de la censura supone un
alivio para los directores más jóvenes. En consecuencia, las películas
comienzan a abordar de forma más explícita cuestiones como el sexo o la
violencia. Este es el ambiente que se respira cuando Peckinpah, con 44 años,
rueda y estrena Grupo salvaje, considerado casi de forma unánime el
paradigma del llamado western crepuscular.
A Peckinpah la imagen de maldito e indomable (habría que
añadir también el calificativo “autodestructivo”) le acompañó toda la vida.
Había nacido en Fresno, California el 21 de febrero de 1925 en el seno de una
familia acomodaba, y ya de crío andaba siempre metido en riñas y peleas con
chavales de su edad. Para inculcarle un poco de disciplina, sus padres
decidieron que estudiara en la escuela militar, y el joven acabó enrolándose en
el cuerpo de marines del ejército. Sirvió en la Segunda Guerra Mundial en un
batallón desplazado a China cuya misión consistía en desarmar a los soldados
japoneses, pero en un año de servicio no participó ni contemplo ningún combate.
Al volver a casa, su pretensión es comenzar Derecho, pero se enamora de una
estudiante de teatro que más tarde convertirá en su esposa, y cambia de planes.
Estudia teatro en Fresno y Los Ángeles y empieza a trabajar de tramoyista para
más tarde pasar a la CBS. Don Siegel le da su primera oportunidad, y le ofrece
un papel secundario en la mítica La invasión de los ladrones de cuerpos
(1956). Sin embargo, el sueño de Peckinpah es escribir guiones y dirigir.
Ese sueño se hará realidad en 1961 cuando el cineasta dirija
su primer largometraje, Compañeros mortales. Antes se ha puesto al
frente de algún piloto para televisión, y la experiencia, además de para coger
tablas, le ha servido para hacer algún amigo como el actor Warren Oates que con
el tiempo se convertirá también en uno de los habituales de sus películas. La ópera prima de Peckinpah, un western con
Maureen O ´Hara como protagonista, pasa desapercibido tanto para el público
como para la crítica; lo cierto es que, visto hoy, no pasa de ser un producto
mucho más que discreto.
No cabe decir lo mismo de su siguiente trabajo, Duelo en
la alta sierra (1962), una de sus películas más notables que anticipa las
claves de la futura evolución del western y demuestra que algo en el género
está empezando a cambiar. La acción tiene lugar en el ocaso del viejo Oeste y
presenta a dos personajes también en el declive de sus vidas y de sus carreras.
Randolh Scott y Joel McCrea, dos tipos de vuelta de todo que se reencuentran y
ponen rumbo a su última misión, una imagen que se convertirá en un tópico del
western crepuscular en general y en la filmografía de Peckinpah en particular.
El director se detiene en el dibujo del perfil psicológico de sus dos
protagonistas en una película con personalidad propia que añade importantes
matices a la figura iconográfica del viejo pistolero. Solo por su antológica secuencia final, este
western ya merece figurar con letras de oro en la historia del género.
La fama de director conflictivo de Peckinpah adquiere rango
de mito durante el rodaje de Mayor Dundee (1964), una historia
ambientada en la Guerra de Secesión en la que un oficial insurrecto del
ejército se lanza al rescate de unos niños secuestrados por un apache que
saqueó previamente su Fuerte. Los problemas comenzaron durante la propia
filmación cuando Peckinpah se enfrentó tanto a los miembros del equipo como a
los jefes de la Columbia, productora del film. Charlton Heston, protagonista de
la película, tuvo que plantarse ante estos últimos para evitar que la cosa no
fuese a mayores. Sin embargo, la cosa no mejoró en la postproducción, y los
estudios masacraron el montaje a base de tijeretazos. Aún así , el resultado
final es puro Peckinpah, una película en la que ya se empieza a observar la
afición del director por las escenas violentas. Como medida de castigo por su
comportamiento, el realizador fue apartado del que iba a ser su próximo
proyecto esta vez para la Metro, la película El rey del juego que
acabaría firmando finalmente Norman Jewison.
Con un argumento que presenta conexiones con la cinta
anterior, Peckinpah codirige junto a Arnold Laven Gloriosos camaradas (1965),
otra del Oeste que quizá tenga como principal aliciente el poder disfrutar por
primera vez en pantalla de la presencia de James Caan. Tras Grupo Salvaje,
el director inicia los setenta con La balada de Cable Hogue (1970),
western nostálgico y paródico al servicio de un excelso Jason Robards, y que le
supone de nuevo un enfrentamiento con los productores de turno a costa del
montaje final.
Una de las cimas del cine de Peckinpah tiene lugar un año
después y curiosamente fuera del western. Según la novela homónima de Gordon
Williams, Perros de paja (1971) constituye uno de los más acertados
estudios sobre la violencia que se han rodado nunca. Al director ya le han
acusado por entonces de hacer apología de esa misma violencia en sus películas,
cuando en realidad no hace más que reformular los viejos códigos del cine y
adaptarlos a los nuevos tiempos. Dustin Hoffman es un astrofísico norteamericano
que se traslada a la costa británica junto a su esposa para trabajar en un
ambiente tranquilo. La hostilidad con la que le reciben sus vecinos hará que
finalmente el científico se revuelva contra ellos con sus mismas armas. En el
fondo, todos somos Dustin Hoffman. Los efectos que produce la película, que
supongo que Michael Haneke habrá visto más de una vez, no pueden ser más
perturbadores. En 2011, un tal Rod Lurie se atrevió a rodar un remake de este
clásico, por supuesto muy inferior al original.
En 1972, Peckinpah estrena dos nuevas películas, y las dos
con Steve McQueen en lo alto del cartel. Tras su frustrada colaboración
conjunta unos años antes, el rubio intérprete, que había sido el “rey del
juego” para otro, sería ahora El rey del rodeo a las órdenes del
californiano. La cinta, sólido y desesperanzado retrato del perdedor, nos
presenta al Peckimpah más moderado, evocando con nostalgia el pasado glorioso y
prescindiendo de la habitual dosis de violencia de su cine. Tal vez por ello,
la acogida por parte de la crítica y la aceptación en la taquilla fue tibia. El
tándem McQueen – Peckinpah repetiría en La huida que de nuevo nos
traslada a la frontera mexicana para contarnos otra historia de atracos y
persecuciones, aunque esta vez en la época contemporánea. Fue la película en la
que McQueen conoció y se ligó a Ali Macgraw hasta entonces pareja del
todopoderoso productor Robert Evans que al parecer no se lo tomó muy bien (se
encargaría personalmente de que la carrera de la actriz no despegase todo lo
que auguraban sus prometedores inicios). El film conoció otra versión en los
noventa – mucho más impersonal- que corrió a cargo de Roger Donaldson y estuvo
protagonizada por Alec Baldwin y Kim Basinger cuando estos también eran pareja.
Peckimpah vuelve al western retomando la leyenda de Pat
Garret y Billy the Kid (1973) para hacer de su capa un sayo y entregarnos
una película memorable. Los últimos días en la vida de Billy el niño nos hablan
también del final de una época y de una transformación en los comportamientos y
en los códigos de honor. La película cuenta con un reparto excepcional que encabezan James Coburn y los cantantes
Kris Krisfoferson y Bob Dylan, que aporta además al film su inolvidable tema
central. Mientras se rodaba el film, una
mañana de finales de agosto, un miembro del equipo se presentó en el set
anunciando que John Ford había muerto; Peckinpah ordenó suspender la jornada
laboral en señal de duelo.
Otra de las cimas en la filmografía de nuestro director
llega al año siguiente con además uno de los títulos más divertidos y
originales de la historia del cine. Con una estética singular que se acerca más
al spaghetti que a otra cosa, Quiero la cabeza de Alfredo García (1974) es otro moderno western fronterizo en
torno a la venganza, y en la que a través del uso de la violencia su
responsable se permite descargar toda su rabia. Otra película “sucia”, con
sangre, sudor y moscas, muchas moscas.. Warren Oates está realmente colosal en el
film, y se merece todos los premios del mundo mundial por su trabajo.
La última etapa de la trayectoria del director arranca con
un thriller que en opinión de casi todo el mundo no está a la altura de su
leyenda. Los aristócratas del crimen (1975) parece una mala parodia del
cine de acción y artes marciales, tan en boga en la época, y sufre los efectos
de un guión que en más de una ocasión se revela como incongruente. Ni la
presencia de dos distinguidos Corleone como Robert Duvall y James Caan hace que
la película se salve de la quema. Habría que remontarse a su debut con Compañeros
mortales para descubrir una película tan fallida en la filmografía
peckinpahiana. El cineasta parece
remontar el vuelo con La cruz de hierro (1977), su única incursión en el
cine bélico, y sin duda su última gran película. Veinte años antes de Salvar
al soldado Ryan, la cámara Peckinpah sobrecoge mostrándonos toda la crudeza
y brutalidad del frente de batalla, apoyándose además en un plantel de actores
extraordinario. Orson Welles dijo de La cruz de hierro que era la mejor película
de guerra que se había hecho.
Ya en plena decadencia, Peckinpah acepta dirigir, al parecer
por motivos exclusivamente económicos, Convoy (1978), un western con
camiones en lugar de caballos basado en una canción country de Bill Fries que a
su vez daba pie a un guión que tiene bastante de estúpido. El de Fresno había
ya entrado en una imparable espiral de autodestrucción, alcohol y drogas.
Cuenta la leyenda que todas las mañanas se presentaba en el rodaje
completamente borracho y colocado hasta las trancas, y que a tal efecto se
había llevado hasta el set a su amigo James Coburn para que diese la cara ante
los productores, y evitase días de retraso en la filmación. Tras esta delirante
experiencia, Peckinpah cierra su carrera en 1983 con Clave Omega, un
efectivo y entretenido thriller de espionaje, pero en el que apenas se
vislumbran ya las señas de identidad de un cine y un cineasta que un día fueron
grandes.
Peckinpah moriría al año siguiente de un paro cardiaco en Inglewood
cuando todavía no había cumplido los sesenta. Su carácter difícil y
autodestructivo, que se materializo en su adicción a las peleas, al alcohol y a
las drogas, contrastaba con una integridad artística fuera de toda duda. Se le
llamó el poeta de la violencia que contribuyó a estilizar de un modo que ha
sido copiado hasta la saciedad desde entonces. No se trata de un uso
indiscriminado de la violencia, detrás se esconde toda una reflexión moral, no
exenta de contradicciones. Gonzalo Suárez que llegó a conocerle personalmente y
publicó varios artículos en torno a su figura y a su obra lo definió muy bien
en una ocasión: “Un ex marine que nunca entró en combate, salvo con él
mismo”.
Nos encontramos en los primeros años del siglo XX en un
punto del Sur de Estados Unidos cercano a la frontera del país con México. A
lomos de sus caballos y disfrazados de soldados, un grupo de forajidos se
adentra en el pequeño pueblo de San Rafael dispuesto a atracar el banco local
perteneciente a la compañía del ferrocarril. El líder de los forajidos es Pike
Bishop un veterano pistolero con un historial escrito en sangre a sus espaldas
que sueña con dar un último gran golpe antes de retirarse. Previendo el asalto de los hombres de Bishop,
Pat Harrington, directivo de la compañía ferroviaria ha contratado a un grupo
de cazarrecompensas para prepararles una trampa y capturarles in fraganti.
Entre ellos figura Deke Thorton, antiguo miembro de la banda de Bishop que fue
arrestado años atrás durante una emboscada, y al que Harrington ha prometido
liberar si es capaz de atrapar y poner a buen recaudo a sus excompañeros en
menos de treinta días. De no cumplir su misión en ese plazo, Thorton volverá a
prisión.
Bishop y los suyos asaltan el banco, ajenos a la
circunstancia de que en el exterior una decena de rifles aguarda paciente su
salida. Harrington ha apostado a un puñado de francotiradores en los tejados de
alrededor y les ha impuesto la orden de disparar en cuanto los criminales abandonen
el lugar y emprendan la huida. A pocos metros de allí se celebra una
concentración de la liga antialcohólica y un enfervorizado pastor se dirige a
la concurrencia alertándoles de los peligros de la bebida. Terminado el
discurso, la comitiva comienza un desfile por las calles del pueblo acompañados
de una banda de música. Paralelamente, al intentar salir del banco, los
ladrones advierten la presencia de los francotiradores, e intentan aprovechar
la llegada de la procesión para huir escabulléndose entre la multitud. No obstante, la estrategia no da resultado, ya
que los hombres que se escondían en las alturas comienzan a abrir fuego de
forma indiscriminado. La masacre deja numerosos heridos y muertos, entre ellos
el miembro más joven de la banda de Bishop, el impetuoso Clarence Lee, apodado
por todos el “loco”. Durante el tiroteo, Pyke cree reconocer a Thorton desde
uno de los tejados.
La mayoría de los cuatreros sin embargo logra huir. Al
llegar a su refugio se reencuentran con Tector
Gorch, tío de Lee, y descubren que en realidad les habían tendido una trampa Las
sacas del botín del banco de San Rafael no contenían monedas ni billetes, sino
tan solo un puñado de oxidadas arandelas. Durante la noche, Bishop confiesa a Dutch,
lugarteniente suyo con quien mantiene desde hace años una estrecha amistad, que
siempre añoró una vida más tranquila y al lado de la lye. Conscientes de que
Harrignton y Thorton van tras ellos, a
la mañana siguiente deciden cruzar la frontera a Mexico y refugiarse en el
pueblo de Ángel, que tras la muerte de Lee ha pasado a ser el más joven del
grupo. La villa ha sido saqueada por una facción de los federales dirigida por
el autoproclamado capitán Mapache, un hombre sin demasiados escrúpulos.
Dispuesto a aniquilar cualquier brote de rebelión revolucionaria, Mapache, del
que se cuenta sufrió una derrota anterior ante las tropas de Villa, lo arrasa
todo a su paso. Ángel recibe con pesar que incluso Teresa, su antigua novia, se
fue con el militar.
Tras una emotiva despedida por parte de todo el pueblo de
Ángel, el grupo enfila sus pasos hacia Agua Viva, el lugar donde Mapache ha
instalado su cuartel general. Allí se produce el encuentro entre Ángel y
Teresa; él le reprocha haberse ido con los federales y ella le responde que es
feliz para a continuación acudir a la mesa donde esta Mapache para servirle y
recibir de este unos cuantos arrumacos. Cegado por la rabia, Ángel que
contempla de lejos la escena desenfunda su revólver y mata a la mujer al tiempo
que la acusa de haber traicionado a su gente.
El mexicano es apresado por los hombres de Mapache que
posteriormente, a instancias de un asesor, propone a la banda de Bishop
participar en el robo de un cargamento de armas que vienen en ferrocarril procedente
de Estados Unidos a cambio de 10.000 dólares de recompensa. El grupo acepta el
encargo, y Mapache libera a su compañero que, no obstante, se muestra
reticente, pues las armas robadas sólo habrán de servir para sofocar la
revolución en la que está inmerso su pueblo.
Finalmente, se produce el asalto al tren y la banda se hace
con el armamento burlando tanto a los soldados encargados de transportarlo como
a los hombres de Thorton que, ante la posibilidad de que Bishop y los suyos
pudiesen lanzarse a la caza del suculento botín, han optado por infiltrarse en
el tren. Thorton sale en persecución de sus antiguos compañeros, pero justo
cuando los tiene acorralados y ha tiro, estos hacen detonar el puente sobre el
que él y sus hombres les están apuntando, logrando que los cazarrecompensas
caigan al agua y frustrando de este modo la captura.
A continuación, los jinetes se dirigen a entregar las armas
a los federales, pero antes dotan de unas pocas provisiones a un grupo de
campesinos a quien Ángel reconoce como vecinos suyos. Desconfiando de Mapache,
Bishop organiza el intercambio en cuatro fases de forma que en cada una de
ellas reciban dos mil quinientos dólares dosificando también la entrega de la
mercancía robada. En la última de las operaciones, Ángel es apresado por las
huestes del estrambótico general.
Al ver que el mexicano se retrasa, sus compañeros van en su
busca hasta los dominios de Mapache, con excepción de Freddie Sykes, el más
veterano. A su llegada al campamento federal, Bisoph lanza a Mapache una
desesperada oferta por Ángel, recibiendo un no rotundo por respuesta. En su
lugar, el militar les invita a pasar la noche entre alcohol y mujeres. Al
amanecer, Mapache y sus súbditos se divierten con Ángel al que han atado con
una cuerda a la trasera de un coche desde que el lo arrastran por el suelo
entre risas y bravuconadas. Bishop pide por segunda vez a Mapache que le
entregue a Ángel, pero cuando está a punto de hacerlo le degüella ante la
sorpresa de todos.
La suerte está echada para los miembros del grupo salvaje.
Con una rápida mirada entre ellos, sin mediar palabra alguna, saben lo que
tienen que hacer; tienen claro que no hay nada que hacer frente a doscientos
soldados armados y una ametralladora, pero su destino está marcado y no les
queda otra que morir matando. Bishop abre el fuego descerrajándole a Mapache un
disparo en el corazón. Comienza entonces una sangrienta carnicería en la que,
amén de un puñado de federales, los asaltantes del banco de San Rafael irán
cayendo uno a uno. Cuando Deke Throrton y sus hombres, solo encuentran un lugar
prácticamente reducido a escombros y poblado de decenas de cadáveres.
Thorton rechaza la oferta de los que hasta entonces han sido
sus compañeros de volver a San Rafael para cobrar la recompensa de Harrington y
del ferrocarril. Sentado en actitud reflexiva, los ve alojarse en el horizonte
mientras el atardecer cae sobre Aguas Vivas. Instantes después aparece la
silueta de un jinete que resulta ser Sykes, único superviviente de la banda de
Bishop al que acompaña un grupo de campesinos que le ayudaron a abatir a tiros
a los cazarrecompensas. Sykes invita a Thorton a sumarse a una nueva causa
justa, la revolución, y este finalmente, esta vez sí, acepta la propuesta.
Acaba de cumplirse – justo lo hizo la semana pasada- medio
siglo del estreno de esta película que, evidentemente, supuso un punto de
inflexión muy importante en la historia del cine y en la evolución del western.
Más que ningún otro, el género necesitaba reformularse y adaptarse a los tiempos,
así como a la nueva sensibilidad del público. Y más que una transformación en
la escala de valores y en los temas tratados que seguirán siendo los mismos de
siempre (el honor, la amistad, la redención), lo que se produce es un cambio en
la estética que a su vez supone la desaparición de la iconografía tradicional
que ya no sirve. El western crepuscular se localiza en una nueva época que, como
ya anunciaba Ford en la mentada El hombre que mató a Liberty Valance, se
caracteriza por la irrupción del imperio de la ley y la llegada del progreso
(representada primordialmente en la imagen del ferrocarril).
En aras de un mayor realismo, los nuevos guiones del western
desarrollan un mucho más pormenorizado estudio psicológico de los personajes, en
su mayoría seres renegados que se resisten a la llegada de ese progreso y que
no conocen otra ley que la del látigo y el revólver. Otro de los recursos de este tipo de películas
es el uso de la violencia, no solo física sino también verbal, que se
manifiesta de forma mucho más explícita que antes. Claro que el empleo de la
violencia en el cine nunca se ha entendido muy bien, cuando, en el caso concreto
de Peckinpah, está muy clara la línea que separa la apología del uso gratuito.
Por supuesto, la película tampoco se entendió en su estreno
como tampoco fue posible ver entonces su futura trascendencia dentro del género.
Peckinpah ya llevaba fama de director conflictivo en los rodajes cuando llegó a
ella, y acababa de ser despedido del proyecto de El rey del juego (al
parecer la sugerencia de un desnudo femenino pudo ser el desencadenante del
enfado de la productora). Después de un tiempo dedicado a la enseñanza recibió
una oferta de la Warner de la que posteriormente nacería Grupo Salvaje. El
director se puso en contacto con el productor Dick Hyman, artífice del film La
colina (Sidney Lumet, 1965) que al parecer le había fascinado. Hyman le
mando entonces dos guiones: uno, The diamond story, nunca llegó a
filmarse, y el otro dio origen a la película que hoy comentamos. Se trataba de una
historia de Walon Green a partir de una idea del actor y especialista Roy Sckiner
que posteriormente puliría Peckinpah como solía hacer siempre en todos sus trabajos.
Los tres aparecieron en los créditos, y los tres fueron nominados al Oscar en
la categoría. Curiosamente perderían la estatuilla ante William Goldman, autor del
libreto de Dos hombres y un destino (George Roy Hill, 1969), otro
western imprescindible que comparte con esta película que comentamos y con
Peckinpah no pocos puntos de conexión.
Y es que el público en 1969 ya se había familiarizado con el
western crepuscular, y directores como Aldrich, Broocks o Mann ya habían
aportado al subgénero su granito de arena antes de que Peckinpah dijese la
última palabra (la penúltima si contemplamos las futuras muestras que nos darán
Eastwood o Tarantino). Por supuesto, también habría que nombrar la sequedad de
los westerns del imprescindible Budd Boeticher o el éxito de la trilogía del
dólar de Leone que precisamente había convertido ya en una estrella al citado
Eastwood.
Pero sí, el golpe definitivo en la mesa lo da Peckinpah. Sus
personajes son antihéroes, marginados, hijos de puta de nacimiento que no
necesitan haberse hecho a sí mismos. Su destino está marcado, y aún así no se
resisten a él. Peckinpah retrata la violencia en toda su extensión y crudeza,
tal vez por que sabe que la naturaleza anida en el hombre y no quiere andarse
con subterfugios. Se ve muy bien en esa primera escena en la que aparecen unos
niños – proyecto de los hombres rudos y toscos que serán en el mañana- distrayéndose
con un escorpión al que arrojan encima un ejército de hormigas para que lo devoren
poco a poco. Lejos de ser una apología, Grupo Salvaje es una sublimación
de la crueldad. El recurso, repetido hasta la saciedad y no siempre con fortuna
de la cámara al ralentí sirve para acentuar la agonía de la muerte. Por cierto,
qué para simplificar se habla del empleo de la cámara lenta, aunque, en propiedad,
lo que hace Peckinpah es emplear varias cámaras desde distintas perspectivas y
a diferentes velocidades. El montaje resultante es espectacular. La versión
standard – la original se acercaba a las cuatro horas- emplea casi 4.000 planos,
cuando la media para un largometraje suele ser 700 u 800. Si como dijo Hitch,
cuantos más planos tenga un film, más emocionante es, no cabe duda de que
estamos ante una de las películas más emocionantes de todos los tiempos.
Y qué decir de su insuperable reparto. Fiel a su costumbre,
Peckinpah se llevó mal durante el rodaje con casi todos sus actores – del elenco
principal, solo con Borgnine tuvo empatía- pero logró de ellos una
interpretación maravillosa. El propio Borgnine, que interpreta en la película a
Dutch, borda el mejor papel de su carrera junto al de Marty que le había
valido el Oscar casi tres lustros antes. Al parecer, el que peor lo llevó fue William
Holden, a quien su director no quería ver ni en pintura (y eso que el actor
había entrado también en su propia fase de autodestrucción y compartía en aquella
época con el cineasta su afición por el alcohol y las farras). Holden no era la
primera opción para dar vida a Bishop, sino Lee Marvin. El actor acababa de
ganar hacía unos años el Oscar por La ingenua explosiva (Elliot Silverstein,
1965) y había triunfado al año siguiente con Los profesionales (Richard
Broocks, 1966), dos papeles, según él, que se parecían bastante al que ahora le
ofrecía Peckinpah. Sin embargo, parece que la razón para que Marvin rechazase
el papel fue otra, el sustancioso sueldo que recibiría por interpretar al
hombre que nació bajo una estrella errante en La leyenda de la ciudad sin
nombre (Joshua Logan, 1969).
Junto a Holden y Borgnine, nos encontramos con un espléndido
Robert Ryan que al parecer también se
las tuvo tiesas con el bueno de Sam en el rodaje (es el único cuyo rostro no
aparece sobreimpresionado en los créditos iniciales junto a su nombre, y en su
lugar se nos muestran las ancas de unos caballos). Ya en papeles más
secundarios, Warren Oates, actor fetiche y compañero de fatigas del director, o
los mexicanos Jaime Sánchez y Emilio Fernández, que en su faceta de actor se convirtió en un imprescindible
del western fronterizo de la época y del cine de Peckinpah. También andan por
ahí, Ben Johnson y Edmond´O Brien, dos actores fordianos por excelencia. Como
se ve, Peckinpah no da puntada sin hilo.
Y así, Grupo salvaje se presenta como el perfecto
engarce entre dos épocas, dos maneras de ver el western, las dos perfectamente
válidas y maravillosas. Cineastas contemporáneos como Scorsese o Tarantino, que
beben constantemente del cine de su autor, se han rendido ante este western al
que califican como el mejor jamás rodado. Ciertamente, el que mejor define una
época y una forma de entender el Oeste, ese que siempre se conoció como el Salvaje
Oeste, y que nunca fue tan salvaje como en manos de Sam Peckinpah.
PD: Al parecer,. Mel Gibson estaría planeando un remake de esta película. Una vez más surge la pregunta: ¿Por qué?
Comentarios
Menudo gusazo. No sé si comentar algo de Peckimpah, esta y "La cruz de hierro" me parecen insuperables y que le brindan un puesto en el firmamento de los mejores. También me gusta mucho "La balada de Cable Hogue" o "Quiero la cabeza de Alfredo Garcia", aun conteniendo esta una de las escenas que más turbación me han producido en un visionado. En concreto cuando Oates e Isela Vega son atacados por un par de tipos, le atan a él y Kris Kristoferson se la lleva a ella para violarla, Benny (Oates) consigue librearse y cuando va a liberar a su chica descubre que ella está disfrutando mucho más de lo que podría pensarse. Una escena tremendamente incomoda para mi.
En cuanto a "Grupo Salvaje" me parece que tiene dos partes tremendas, la inicial del atraco y la balasera hasta que escapan y la final con otra traca fallera. El resto, todo el cuerpo central de la película, es un camino determinista hacia un final que es un sino, Son hombres que tienen el destino marcado y no pueden evadirse, van a acabar como acaban porque no puede haber otro modo. No hay escapatoria, ni se intuye, ni se plantea.
Y el reparto está de gloria, Holden, Oates, Borgnine, Ryan, Johnson, O´Brien...Un regalazo.
Para disfrutar a todas horas, incluso leyendo a primera hora de una mañana de lunes este gus.
Abrazos con ametralladora.
Como dice Car poco más se puede decir si es que la boca abierta por la impresión te lo permite.
Imprescindible Peckimpah, como el Gus del Lunes.
Besos admiradores.
Albanta