EL CINE EN CIEN PELÍCULAS (LIV)


Siento que no estoy sola (…) Durante toda mi vida he tenido la impresión de que estoy aquí y lejos.


La doble vida de Verónica (La double vie de Veronique) Francia- Polonia, 1991. Dir: Kzrysztof Kieslowski con Irene Jacob, Philpe Voltier (96 min).


En opinión de muchos Krzysztof Kieslowski es el último gran maestro europeo que nos deja el cine del siglo XX. El polaco es el principal heredero de una tradición que arranca en la década de los sesenta con las propuestas más radicales del cine de autor para, en la línea de directores como Tarkovsky, Bergman o Antonioni, replantear en su obra los viejos códigos de las películas de arte y ensayo. Su irrupción tardía en el cine de los ochenta y los noventa sorprende a los críticos y divide como nunca a la comunidad cinéfila. Stanley Kubrick dirá que el talento de Kieslowski y el de su guionista habitual Piesiewicz reside en la capacidad para escenificar ideas en lugar de verbalizarlas.

La trayectoria de Kieslowski arranca justo en los años en los que hace furor este tipo de cine. Es la época de esplendor de las filmotecas y los cineclubs, y en la que los directores más avezados intentan plasmar a la pantalla sus propias inquietudes intelectuales, contando para ello con la aceptación de un público mayoritariamente joven que huye del cine más comercial. Kieslowski había nacido en 1941 en el seno de una familia humilde y, a pesar de prepararse inicialmente para ser bombero, pronto descubrirá la vocación artística empezando a estudiar en 1957 en la Escuela de Cine y Teatro de Lodz,. El polaco es uno de esos nuevos cines que renuevan el panorama europeo de autor a partir de la segunda mitad de los cincuenta.  Pese a la férrea censura que ejercen las autoridades comunistas, sobre las obras de los nuevos creadores se crea en un país una industria cinematográfica bastante interesante.  La escuela de Lodz será el germen de toda esta industria, y de ahí surgirán cineastas como Jerry Kalawerowicz (Faraón, 1966), Andrzej Wajda o, por supuesto, Roman Polanski. Ya en los setenta, irrumpe con fuerza la generación de Kieslowski a la que también pertenecen Andrezj Zulawski o Agnieszka Holland que desarrollarían el grueso de su carrera posterior en el extranjero (el primero en el cine francés y la segunda incluso en Hollywood). El gran continuador de esta importante tradición del cine polaco en nuestros días atiende al nombre de Pawel Paulikowski, y es autor de dos de las mayores exquisiteces que nos ha dado el cine europeo en lo que llevamos de siglo XXI como son Ida (2013) y Cold War (2018).

Pero volvamos a Kieslwoski y a sus orígenes que tienen más que ver con el cine documental que con las propuestas simbólicas y alegóricas que después le harán famosos. Sus primeras producciones son pequeñas piezas que abordan la vida cotidiana de los soldados o los trabajadores de su país o que critican de forma abierta la burocracia de su administración. Algo de todo ello se observa también en La cicatriz (1976), primer largometraje del cineasta que tiene como protagonista a un empresario forzado por el régimen a volver a su pueblo natal. Kieslowski dibuja el ambiente sociopolítico de la época subrayando el creciente distanciamiento entre los estratos dominantes y las clases populares, deteniéndose también en el análisis de la crisis de identidad personal que vive el protagonista.

En El aficionado (1979) encontramos también un retrato intimista de su personaje central, un obrero que, para filmar el nacimiento de su primer hijo compra una cámara super 8 de la que desde ese instante no se podrá separar. A partir de entonces, su vida familiar, social y laboral se desmorona. Kesloskwi comienza a peguntarse desde sus películas si el cine puede ser un arma para cambiar el mundo y la realidad.

La dicotomía entre individuo y sociedad vuelve a estar presente en el siguiente trabajo del director, Sin fin (1985), drama localizado en los tiempos del gobierno del general Jaruzelsky y las luchas por sacar adelante el sindicato Solidaridad desde los astilleros de Gdansk.  En El azar (1987), Kieslowski añade a la crítica política el componente filosófico al reflexionar sobre el destino y la libertad personales, habla del determinismo y la fatalidad que supone haber nacido en un sitio y no en otro, una de las constantes en su obra, y en concreto, en la película que hoy analizamos. Al régimen el mensaje de la película no le gustó nada, claro.

Y llegamos a una de las cumbres en la filmografía del cineasta. El Decálogo surge a finales de los ochenta como un proyecto televisivo, concebido originalmente para ser emitido en formato de serie de diez capítulos, basado cada uno de ellos en un mandamiento de la ley divina. Aparece aquí el Kieslowski más místico que a partir de la religión profundiza en las contradicciones morales de los hombres. Solo dos de esos capítulos, que apenas tenían una hora de duración, se desarrollarán después como un largometraje; se trata de No amarás y No matarás, producidas ambas en 1988. Esta última, además conquista la primera edición de los premios del cine europeo, aunque Kieslowki no puede ganar el premio al mejor director que va a parar a manos de Wim Wenders por El cielo sobre Berlín (en aquella primera – y espectacular – edición también compiten Adiós, muchachos de Louis Malle o Pelle el conquistador de Billie August).

El Decálogo supone también el despegue internacional de la carrera de Kieslowski , instalado a partir de comienzos de los noventa en Francia, país en el que rueda el resto de su filmografía. En 1993, nos encontramos con otro de los hitos en la trayectoria del polaco, la famosa “trilogía de los colores” que el director dedica a cada una de las franjas que dividen la bandera gala. El tríptico también gira en torno a los tres ideales revolucionarios franceses que inspiraron el lema de la posterior república. Así Azul se ocuparía de la libertad, Blanco de la igualdad y Rojo de la solidaridad. Hay, no obstante, quien opina malévolamente que la trilogía de los colores no tiene nada que ver con estos principios, y en realidad era una estratagema urdida por Kievslowski para regalar el oído a los franceses, y obtener financiación gala para sus films.

La primera de las películas en aparecer es Tres colores: Azul (1993). Se trata de un drama en torno a una mujer que pierde en un accidente de coche a su familia, y debe hacerse cargo de completar a partir de entonces una sinfonía que su marido, compositor de profesión, ha dejado inacabada. La película ayudó a consolidar la carrera de la actriz Juliette Binoche, una de las grandes del último cine francés a la que ya habíamos visto en los ochenta en películas como Je vous salue, Marie (Jean Luc Godard, 1984) y La insoportable levedad del ser (Philiph Kaufman, 1987)

Tres colores: Blanco (1993) es sin duda la película menos valorada del conjunto, y aunque es cierto que puede que no llegue a la grandeza de sus dos compañeras de tríada, sí es una película que tiene notables puntos de interés. Kieslowski se maneja en registros de comedia negra, negrísima a veces, para contarnos una historia de ida y vuelta que le lleva a rodar eventualmente en su país natal. Historia de política y de venganza, Blanco no es una película sobre la igualdad, sino más bien de la desigualdad, y la constatación por parte de Kieslowski de que el sueño de la unidad europea nació ya herido de muerte, y estuvo desde el principio condenado al fracaso.

Un año después Tres colores: Rojo (1994) constituye el cierre perfecto a la trilogía, y no sólo porque el guión acabe incorporando a la trama a las protagonistas de las dos películas anteriores en un recordado y eficaz giro final. El film nos habla de la solidaridad a través de la singular relación que se establece entre los dos personajes centrales, Valentina, una joven y atractiva modelo, y Joseph, un juez ya jubilado con una extraña obsesión por espiar las conversaciones telefónicas de sus vecinos.  Por su trabajo, Kieslowski consigue una doble nominación al Oscar en calidad de director y guionista. El reconocimiento se une a los conseguidos por las anteriores películas de la trilogía, León de Oro en Venecia (por Azul) y Oso de Plata en la Berlinale (por Tres colores:Blanco).

El siguiente proyecto de Kieslowski es otra trilogía, en esta ocasión basada en La divina comedia de Dante, con tres películas que habrían de llevar los títulos de Paraiso, Purgatorio e Infierno. Sin embargo, la muerte sorprende al director en su Varsovia natal el 13 de marzo de 1996. Tenía 54 años, en la década anterior Truffaut y Tarkovski habían muerto a la misma edad. Resulta impagable lo que hicieron estos tres maestros por el cine europeo de autor; es imposible calcular todo lo que les quedó por hacer al dejarnos tan pronto.




Nos encontramos en Polonia a pocas horas de la celebración de la Nochebuena. Una niña recibe la orden de su madre de mirar al cielo para encontrar la estrella que ha de dar comienzo la Navidad, y a continuación le señala la Vía Láctea a la que define como un conjunto infinito de estrellas. A continuación, en Francia, vemos a una niña de facciones idénticas a la anterior recibiendo de sus mayores la primera hora de la primavera. Ellas son las dos niñas de nuestro relato, Werónica y Veronique, dos niñas nacidas el mismo día y bajo la misma estrella, pero separadas por un signo diferente; la primera tendrá un destino trágico mientras la segunda no.

Ya en la edad adulta, Weronica es una atractiva joven con un talento innato para la música dotada de una voz prodigiosa, y unas increíbles cualidades para el canto. Vive con su padre, dedicado a la ilustración de libros y está empezando a salir con un chico que la ama, Antek. Su sueño era convertirse en concertista de piano, pero un torpe accidente al pillarse la mano con la puerta de un coche, se lo impidió.

Weronica recibe un día una llamada de Cracovia pidiéndole que se desplace a la ciudad para cuidar de su tía que está muy enferma. La joven se despide de su padre, no sin antes decirle que siente que no está sola en el mundo y que percibe la presencia de una especie de alma gemela. Al llegar a Cracovia, Weronica descubre que su tía no está tan enferma como le dijeron, aunque pasa las noches en vela jugando a las cartas y bebiendo. Una tarde acompaña a una amiga que canta en un coro a sus clases. Llevada por el entusiasmo comienza ella misma a cantar y a seguir las voces, llamando la atención de la profesora del grupo y de un viejo director de orquesta que se encontraba allí en esos momentos. La profesora le dice que le gustaría oír de nuevo su “extraña” voz, e incluso hacerle unas pruebas para participar en un concierto.

Al volver a casa de su tía atraviesa una plaza atestada de jóvenes que se dirigen a una manifestación. En ese mismo lugar, a pocos metros, aparece un autobús de turistas, y Werónica queda impresionada al ver subirse en él a una chica que físicamente es igual a ella. Tras reanudar la marcha, un fuerte dolor en el pecho la obliga a sentarse en un banco para recuperarse

La prueba de canto fue un éxito y Weronica, pese a no tener experiencia previa, es admitida en la coral. Antek se desplaza a Cracovia para verla llevándole un regalo, recibiendo las disculpas de su amiga por no haberse despedido de él en persona. Esa noche, la joven canta en el teatro ante un gran auditorio, pero en mitad de la actuación sufre un desvanecimiento y cae al suelo inconsciente. Un médico presente en la sala le toma el pulso y certifica su muerte.


Al mismo tiempo, en Francia, Veronique hace el amor apasionadamente con su novio. De repente, la muchacha se reincorpora en la cama y afirma sentir un profundo dolor interior que no sabe a qué corresponde. También sin motivo, la joven acude al apartamento de su profesor de canto para decirle que no encuentra sentido en seguir recibiendo clase y que por tanto decide suspenderlas. El hombre se encara con ella y le reprocha que está desperdiciando su gran talento.

Veronique trabaja en un colegio como profesora de música para niños. La pequeña orquesta ensaya unos días una pequeña pieza del compositor holandés Van den Budenmayer, justo la cantata que Weronica estaba interpretando en el momento de su muerte. Un día, en el colegio tiene lugar una representación de títeres. Los niños presencian ensimismados el espectáculo, la historia de una bailarina que muere para convertirse en una mariposa, pero su profesora no puede dejar de mirar al hombre que mueve los hilos de las marionetas.

De madrugada, Veronique recibe una llamada de teléfono pero no oye nada al otro lado de la línea, solo la respiración de un hombre y la pieza de Van den Bundenmayer sonando a lo lejos. A la mañana siguiente, la chica visita a su padre y le confiesa que está enamorada de alguien a quien todavía no conoce. Le habla también de que se siente triste, como si hubiese perdido a alguien muy cercano.

Veronique comienza a recibir regalos misteriosos de remitente desconocido como un pequeño cordón que al principio tira al cubo de la basura, pero que después recoge y lava para guardarlo. Al tiempo, comienza a preguntar a sus conocidos por la identidad de marionetista para descubrir que se llama Alexandre y que además es escritor de cuentos para niños (entre ellos uno que gira en torno a un cordón mágico).  Entre los nuevos regalos que recibe se encuentra una cinta de cassete que reproduce en casa sola y en la que sólo se oyen ruidos y sonidos sin conexión alguna.

Pero esta vez el paquete sí lleva el matasellos de la estación Saint Lazare, y Veronique se dirige al lugar para ver si puede encontrar alguna pista. En efecto, en una cafetería de la estación encuentra a Alexandre y descubre que ha sido él quien le ha enviado la cinta, porque está tratando de escribir una novela para adultos, y quería saber cuál sería la reacción de una mujer al recibir obsequios por parte de un desconocido.

Sintiéndose utilizada, Veronique abandona furiosa el local.  Alexandre termina encontrándola y le propone ir a un hotel aunque él se queda dormido nada más llegar a la habitación. A la mañana siguiente tienen relaciones sexuales, y al terminar el acto, ella le dice que siempre tuvo la sensación de estar en dos sitios a la vez y que igualmente siente también que alguien le guía en todo momento sobre lo que debe o no debe hacer.

Una noche, en el apartamento del marionetista, Alexandre enseña a su novia, sus dos nuevas creaciones, dos marionetas que representan dos mujeres de aspecto idéntico y que a ella le recuerdan a sí misma. Luego también le habla de una obra que está preparando y que tendrá como protagonistas a dos jóvenes nacidas el mismo día pero que viven en ciudades e incluso continentes diferentes, pero con una conexión interior muy fuerte entre las dos. Su título, “La doble vida de Verónica”.



Ningún botón más válido que La doble vida de Verónica para mostrar que el azar es uno de los temas y obsesiones recurrentes en el cine de Kieslowski. Estamos ante un guión perfectamente simétrico que profundiza en la idea de que todos estamos interconectados mediante hilos invisibles – o no tanto- que funcionan al margen del caos por el cual en apariencia se rige el universo. Ninguna ley ni ciencia puede aclarar esa simetría que quizá solo pueda ser “explicada” desde disciplinas como la música o la poesía.

No en vano, al autor polaco se le ha llegado a definir en más de una ocasión como el “poeta del azar”. Su poesía nace en realidad de la perfecta fusión entre los textos de Krzysztof Piesiewicz, la música de Zbigniew Preisner y la fotografía de Slawomir Idziak, tres de los habituales colaboradores en la obra del director. Kiesloswski concibe sus películas como sinfonías en las que todos instrumentos han de encajar con la precisión de un reloj suizo. Es lo que finalmente imprime a su cine un sello autoral tan identificable.

Kieslowski y Piesiewicz vienen trabajando juntos desde los tiempos de Sin fín, y La doble vida de Verónica constituye una de las cimas de su creatividad. La pareja bucea sobre el tópico del doble, recurrente en la literatura y cultivado por Stevenson y Allan Poe entre otros, pero parece ir más allá en su indagación al enlazar dicho tópico con el asunto del determinismo. Como ocurrirá posteriormente en Tres colores: Blanco, la dualidad entre Weronica y Veronique representa en el fondo la dualidad de Europa con lugares en los que los conceptos de justicia y oportunidades no son los mismos. Más allá del mensaje político, Kieslowski propone una película de personajes en torno al tema de la identidad. Él mismo la definió como una obra que” retrataba con compasión unos seres que se desvelaban infelices, incapaces de encontrar su propio sitio, de dominar la desgracia que les atormenta; unos personajes que sólo de vez en cuando aciertan a ver una luz que casi siempre es fugaz y huidiza" Para dar vida a esos personajes – que en realidad es uno solo- el polaco escogió a la francesa Irene Jacob, extraordinaria en su doble papel que le valió el premio de interpretación femenina en Cannes de 1991. Jacob sería posteriormente, junto a Juliette Binoche y Julie Delphy una de las musas de la “trilogía de los colores” al encabezar el reparto de Tres colores: Rojo.

La banda sonora de Zbigniew eleva la película hasta cotas extraordinarias; decir, como dijimos antes, que Kieslowski concibe sus obras como sinfonías no es en absoluto algo gratuito. Sin las notas majestuosas de Zbigniew, las películas de su colega serían algo muy distinto; en ellas flota parte del alma de un cine tan personal y sincero. Él hace que aquí cobre vida el ficticio Van Den Bundenmayer o será quien años más tarde guie la mano de Juliette Binoche por el pentagrama del Concierto de Europa que finalmente sonará en Azul.

Idziak había trabajado con Kiesloswki en algunas de las piezas del Decálogo, y seguiría trabajando con él hasta ser reclutado por Hollywood donde se revelaría todo un especialista en el uso de filtros en films como Gattaca o Black Hawk derribado. Aquí ofrece un trabajo visual impresionante con una fotografía en la que imperan los naranjas y verdes, renunciando al recurso fácil de utilizar tonalidades diferentes para cada una de las tramas. Su labor impecable, ayuda al director a materializar de forma visual ese enigma que en última instancia es la película y que a menudo refleja la realidad a través de espejos o reflejos, como si esta fuese un caleidoscopio de colores cambiantes.

Película clave en la filmografía de su autor al servir de transición entre su etapa polaca y su etapa francesa,  La doble vida de Verónica posee todos los elementos que hacen de Kieslowski un director único.  Ayudado tanto por su dominio de la técnica narrativa como por los recursos de la puesta en escena, el director crea una obra misteriosa llena de atmósferas y que sin embargo huye de los artefactos más truculentos que una película comercial con este mismo guión no hubiera dudado en utilizar. Creando de cada plano una pintura, fundiendo lo prosaico y lo poético, logrando una vez más hacer del cine un arte mayor, un arte con mayúsculas.




Comentarios

Anónimo ha dicho que…
El cine de Kieslowski, me parece delicado y poético. Sus personajes, eminentemente femeninos, nos llevan a lo más profundo del alma humana. Me parece un imprescindible y todos sabeis de mi debilidad por sus películas.

Delicado y poético también ha sido este Gus, aunque al maño le haya costado sangre, sudor y lágrimas con tanto nombre polaco.

Me encantó Cold War, esos amores tan desesperados.

Gran Gus.

Besos Polacowskis.

Albanta
INDI ha dicho que…
precioso gus dedicado a un director que cuida la delicadez de sus películas como nadie. Grande .

Abrazos llenos de sensibilidad

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