EL CINE EN CIEN PELÍCULAS (XXXIX)


Capítulo primero. Él adoraba Nueva York. La idolatraba de un modo desproporcionado... no, no, mejor así... Él la sentimentalizaba desmesuradamente... eso es... para él, sin importar la época del año, aquella seguía siendo una ciudad en blanco y negro que latía a los acordes de las melodías de George Gershwin... eh, no, volvamos a empezar... Capítulo primero. Él sentía demasiado románticamente Manhattan. Vibraba con la agitación de las multitudes y del tráfico. Para él, Nueva York era bellas mujeres y hombres que estaban de vuelta de todo... no, tópico, demasiado tópico y superficial. Algo más profundo, a ver... Capítulo primero. Él adoraba Nueva York. Para él, era una metáfora de la decadencia de la cultura contemporánea. La misma falta de integridad que empuja a buscar las salidas fáciles convertía la ciudad de sus sueños en... no, no, no, suena a sermón. Quiero decir que, en fin, tengo que reconocerlo, quiero vender libros... Capítulo primero. Adoraba Nueva York, aunque para él era una metáfora de la decadencia de la cultura contemporánea. Qué difícil era sobrevivir en... uhm, no, demasiado amargo, no quiero serlo... Capítulo primero. Él era tan duro y romántico como la ciudad a la que amaba. Tras sus gafas de montura negra se agazapaba el vibrante poder sexual de un jaguar... je, esto me encanta... Nueva York era su ciudad y siempre lo sería.



MANHATTAN (1979) Dir Woody Allen. Int Woody Allen, Diane Keaton, Mariel Hemingway, Michael Murphy, Meryl Streep (96 min)


A principios de los años setenta, y desde la portada de un histórico libro, Woody Allen se preguntaba aquello de cómo acabar de una vez con todas con la cultura. Quién le iba a decir al pobre Woody que, casi medio siglo después, sería la “cultura” la que acabase de forma definitiva con él y con su carrera. La “cultura” de lo políticamente correcto, de la postverdad y los juicios paralelos que genera, o de lo que quiera que demonios sea esto nos ha llevado tristemente hasta aquí y ha convertido a Allen en víctima de esa remozada caza de brujas llamada #me too que tiene mucho de lo que tenía aquella otra original organizada por McArthur y sus huestes. Mucho de obsesión delirante y de paranoia, donde unos veían comunistas de hasta debajo de las piedras otros ven abusos y corrupción moral. Y disparando antes de preguntar. Al parecer, además de con la cultura también hemos acabado con la imagen de la presunción de inocencia.

No quisiera convertir este gus de hoy en un panegírico ni tampoco escudarme en un victimismo que podría ser mal interpretado. Este no tendría en absoluto que haber sido capítulo primero de un gus dedicado a Woody Allen. A estas alturas no es ningún secreto la admiración que siento por un hombre que me ha hecho feliz tantas y tantas veces desde una pantalla. Me cuesta creer muchas cosas de las que se dicen cuando encima la mayoría de las sentencias en firme parecen darme la razón

Por primera vez desde 1981, en este pasado 2018 nos hemos quedado sin nuestra cita anual con el maestro que no encuentra quien le distribuya su última película ya rodada (A rainny day in Nueva York) ni quien le financie futuros proyectos (justo en el momento de escribir estas líneas aparece en prensa la noticia de la demanda contra Amazon). Ya os he dicho muchas veces que para mí ir a ver el estreno anual de la nueva de Woody es como el regalo de Reyes que los niños reciben por Navidad, que unos años te gusta más y otros años te decepciona porque no es lo que has pedido, pero siempre es un regalo. Este año me he quedado sin él.

En fin, ahora sí, capítulo primero; él adoraba Nueva York, la ciudad que le vio nacer el 1 de diciembre de 1935. Nacido Allan Stewart Köninsberg, Woody es originario del barrio de Brooklyn y pertenece a una familia de origen judío, más concretamente de ascendencia ruso- austriaca. Nueva York y el judaísmo, y a mucha honra, dos constantes en un autor cuya obra se nutre constantemente de elementos autobiográficos.  Basta ver el prólogo de Annie Hall para darse cuenta de ello; Allen pasa de la escuela hebrea a la Midwood High School donde comienza clases de violín y se forja su imagen de chaval solitario e introvertido.  Su primera película como espectador es Blancanieves y los siete enanitos, y el personaje de la madrastra es el primero que le obsesiona y le provoca pesadillas.

Desde sus años mozos Allen se siente atraído por el mundo del espectáculo y manifiesta un especial talento para el humor y los juegos de palabras. Mientras empieza a enviar sus primeros chistes a periódicos y revistas, comienza también a llamar la atención como monologuistay miembro destacado de la llamada stand up comed y actuando en pequeños clubs. Woody se confiesa un admirador impenitente del maestro del género Lenny Bruce, otra víctima de otra caza de brujas organizada por otros supuestos guardianes de la moral. Bruce fue objeto de un magnífico biopic a cargo de Bob Fosse y Dustin Hoffman en 1973, y Allen fue incluso uno de los testigos llamados a declarar en el juicio contra el cómico a finales de los setenta cuando este fue condenado por la corte estadounidense debido al presunto carácter obsceno de sus shows.

Woody ingresa en la Escuela de Artes de la Universidad de Nueva York en 1953, pero más que por las clases se muestra interesado por las películas que se proyectan como complemento a las diferentes asignaturas. Ante las malas calificaciones obtenidas durante su primer curso, y por consejo de uno de sus profesores, comenzará a visitar a un psiquiatra, al tiempo que empezará a mostrar interés por esta rama y estos profesionales de la medicina. Como se sabe, pocas son las películas de la filmografía alleniana en las que no aparezca, al menos por alusiones,la figura de un psiquiatra.

En esa misma época Woody descubre dos nuevas pasiones; el clarinete, instrumento que no ha dejado de tocar hasta hoy incluso de manera profesional, y el jazz, el estilo musical que más suele ir asociado a su cine y a sus películas. 1960 es un año importante en el despegue de la carrera cinematográfica de Allen, pues conoce a Jack Rollins y Charles Joffe que con el tiempo se convertirán en los productores habituales de sus films. Se trata de dos figuras clave en la obra del artista que confían plenamente en su talento creativo; gracias a esa confianza Woody irá perdiendo poco a poco su timidez y su patológica inseguridad sobre los escenarios. Ya mediada la década, se le ofrece la posibilidad de entrar en proyectos cinematográficos de envergadura, y de escribir, por ejemplo, el guión de What ´s new Pussycat (CliveDonner,1965) que él mismo protagonizará al lado de Peter O Toole. Un año más tarde, escribirá para el cine Lily, la tigresa, película en cuyos créditos aparecerá también como co-director junto al japonés Senchiki Taniguri; en ella, Allen parte de la manipulación del doblaje y los diálogos de una vieja cinta de espionaje nipona, para crear una comedia delirante e inclasificable al más puro estilo James Bond.

No obstante, el verdadero debut de Allen como director, ya en solitario, tiene lugar en 1969 con Toma el dinero y corre. Woody plantea la cinta a la manera de un falso documental en el que, ayudado por la opinión de varios testigos, el protagonista, a quien él mismo interpreta, cuenta al espectador su infancia y sus inicios en el mundo de la delincuencia y el robo. Divertidísima de principio al fin, la película sienta las bases de lo que serán las obras de esta primera etapa de la carrera del cineasta con comedias que homenajean al slaspstick y al humor absurdo, y que simultanean el gag visual con el ingenio verbal propio de la stand up aderezadocon el inevitable toque judío.

En 1970, Allen firma un contrato con la United Artists para rodar tres películas, y los estudios le dan carta blanca para hacer lo que quiera, convirtiendo al director en un auténtico privilegiado de la industria (ni siquiera Scorsese o Coppola gozaron de tanta libertad en sus comienzos). Las películas que llegan son Bananas (1970), Todo lo que quiso saber sobre el mundo del sexo y nunca se atrevió a preguntar (1972) y El dormilón (1973), esperpénticas sátiras todas ellas en las que su autor deja pinceladas de su creatividad como guionista y en las que se atisba un autor con inquietudes intelectuales y con obsesiones propias. El último de los films citados supone la primera colaboración del cineasta con Diane Keaton, su pareja de aquellos tiempos. La United distribuye en 1975 también La última noche de Boris Grushenko ((Love and death en el original), parodia ambientada en las guerras napoleónicas y para mí la mejor película de esta primera época de Allen.

Woody sigue escribiendo chistes para publicaciones varias, ensayos y obras de teatro durante estos años, y comienza a desarrollar en paralelo una carrera como actor, interviniendo bien en sus propias películas o en las de otros.  Será, por ejemplo, el tímido cinéfilo que recibe consejos para ligar del mismísimo Bogart enSueños de un seductor (1972), que dirigirá Herbert Ross a partir de la pieza teatral del neoyorkino. Años más tarde trabajará a las órdenes de Martin Ritt en La tapadera. Su presencia en el reparto de una película que denuncia los tiempos oscuros de la caza de brujas ha de verse como toda una declaración de intenciones. Otras interpretaciones destacables en las que el director ha trabajado como actor en películas de otros han sido posteriormente las de Escenas en una galería (Paul Mazursky, 1991) o Aprendiz de gigoló (John Turturro, 2013).

Annie Hall(1977) supone claramente un antes y un después en la filmografía de Woody. En la películaes posible observar un cambio notable con respecto a su obra anterior con un mejor tratamiento del guión y de los personajes y de un mayor espero en la puesta en escena. Todo ello convirtió el film en todo un fenómeno aquel año, bendecido además por la Academia de Hollywood que le otorgó cuatro de sus principales Oscars de aquella edición, incluyendo Mejor Película y Mejor Director. Con la historia de los amores y desamores entre la protagonista y el neurótico Alvy Singer, Allen le da la vuelta al concepto clásico de comedia sentimental y le da un toque más intelectual y sofisticado. En Annie Hall encontramos el esqueleto de las historias que harán de Woody Allen un director único y genial.

Es la primera vez que nos topamos además con ese protagonista balbucenante e hipocondriaco que el actor/director parece llevar incorporado de serie al que hemos visto infinidad de veces en sus comedias desde entonces (en él o en sus famosos alter ego) y que pone tan de los nervios a muchos. Por su papel de Alvy Singer, Allen recibió además su primera - y única- nominación al Oscar como intérprete. Pero si de papeles memorables se trata tenemos que rendirnos ante Diane Keaton, que creó un personaje absolutamente icónico. Moderna, fuerte y liberada, Annie venía a representar los valores opuestos que tenía la frágil y sumisa Kay Corleone que la actriz había interpretado solo unos años antes en el díptico mafioso de Francis Ford Coppola.

De alguna manera, Annie Hall supone la mayoría de edad en el cine de Woody Allenque a partir de aquí se consagra como un autor “serio” o que al menos pretende serlo. Como primera medida para tomar distancia con el viejo Allen, el director sorprende con su primer drama puro, Interiores (1978), el primero en el que además no aparece también delante de la cámara, y en el que homenajea a su admirado maestro Ingmar Bergman. De hecho el film remite directamente a la magistral Gritos y susurros (1972) al contar también la historia de tres hermanas con problemas de comunicación entre ellas. Allen consigue una segunda nominación al Oscar como director y como guionista, pero esta vez no hay suerte (curiosamente, en la categoría de guión original compite con Bergman que ese año presenta Sonata de otoño).

Bergman es una influencia notable en la filmografía de Woody, como también lo es Fellini a quien rinde tributo en Recuerdos (1980), la película que rueda inmediatamente después de Manhattan de la que hablamos después. La referencia esta vez es la autobiográfica Fellini. ocho y medio, con el director que tiene que recurrir a sus musas para recobrar la inspiración perdida. Si en aquella ocasión era Mastroiaini quien llamaba a Claudia Cardinale o a Ainouk Aimée, ahora es el propio Allen quien suspira por que aparezcan Charlotte Rampling, Jessica Harper o una por entonces desconocidísima Sharon Stone.

Bergman de nuevo en el punto de mira en La comedia sexual de una noche de verano (1982) que juega con las palabras del título de una de las pocas muestras del género del maestro escandinavo, inspirado a su vez en Shakespeare. Con esta película, en la que además coincide por primera vez con Mia Farrow, la que posteriormente será su musa, su pareja y su tormento, Allen inagura la sana costumbre de venir a visitarnos cada año. Lo que sigue no está nada mal, Zelig (1983), un inspirado falso documental que permite a su autor reflexionar sobre algunos de sus temas favoritos como la identidad, la fama… o el psicoanálisis. Con Broadway Danny Rose (1984), recuerda sus gloriosos tiempos de monologuista regresando de nuevo a la comedia más disparatada.

Arranca entonces una de las etapas más fecundas en la trayectoria de nuestro homenajeado. Y hablando de homenajes, La rosa púrpura del Cairo (1985) constituye una de las cartas de amor al cine más emotivas jamás rodadas, una auténtica obra maestra merecedora además del BAFTA de la Academia británica a la mejor producción del año. Allen juega con la magia y los sueños en una película absolutamente encantadora que encadena con otra de sus cimas, Hannah y sus hermanas (1986). Con un guion prodigioso y un excelente manejo de las historias cruzadas, el neoyorkino se confirma como un gran director de actores manejando un reparto de ensueño. Michael Caine y Dianne West subieron a recoger su Oscar como mejores secundarios del año; también hubo hueco para que el bergmaniano Max Von Sidow interpretase un pequeño papel en la cinta.

En 1987 se produce un hecho inédito en la trayectoria de Allen que estrena dos películas en la misma temporada. Si en la maravillosa Días de radio rememora su infancia al más puro estilo de Fellini en Amarcord, Septiembre supone una nueva mirada al universo de Bergman. El Woody más intimista vuelve al año siguiente en Otra mujer y un guiño encubierto al cine de John Cassavettes al elegir a Gena Rowlands como protagonista del film. El director cierra la década participando junto a Scorsese y Coppola en la película de episodios Historias de NuevaYork, aportando, como no podía ser de otra forma, el más divertido de todos ellos, Edipo reprimido, y  dirigiendo en solitario la que para muchos es la mejor película de toda su filmografía.

En Delitos y faltas (1989), Woody Allen introduce nuevos temas que a partir de ese momento se van a convertir en recurrentes dentro de su cine. La trama, que recuerda de forma evidente a Crimen y castigo de Dostoievski, permite al cineasta elucubrar sobre la moral y sus límites. Por otro lado, el director comienza a desarrollar su teoría de los géneros, a reflexionar sobre la frágil frontera que separa la comedia y el drama. Fue en esta película donde se oyó por primera vez aquello de “comedia es igual a tragedia más tiempo”.

Los noventa comienzan y se desarrollan con homenajes a tutiplén: a la comedia sofisticada de los treinta (Alice, 1990), a Fritz Lang, Kafka y al cine europeo (Sombras y niebla,1991), a Hitchcock, Welles y al cine clásico estadounidense (Misterioso asesinato en Manhattan, 1993), al teatro (Balas sobre Broadway,1994 y Poderosa Afrodita, 1995) o al musical (Todos dicen I loveyou, 1996). Antes en 1992 había estallado el affaire Farrow, con Allen acusado de corruptor de menores por parte de quien hasta entonces había sido su pareja y su musa. Los seguidores del neoyorkino tienen la posibilidad de seguir el caso casi en directo pues la experiencia es inmortalizada en la magistral Maridos y mujeres, con claras referencias al cine de Bergman y a Secretos de un matrimonio.

Es otra de las épocas gloriosas del neoyorkino que incluso recupera guiones que llevaban tiempos guardando el sueño de los justos en un cajón como el de Misterioso asesinato en Manhattan, coescrito junto a Marsall Brickman en la época de Annie Hall. Por entonces, ¿cosas de la edad?, Woody comienza a echar mano de otros actores para interpretar al hipocondriaco que antaño solía encarnar él mismo. Son los famosos alter ego allenianos, y la primera elección no puede ser más acertada: el John Cusack de Balas sobre Broadway es el mejor sosias que ha tenido Mr. Allen en toda su carrera.  No estuvo mal tampoco, incluso llegó a optar al Oscar, Sean Penn protagonizando el homenaje al jazz y a la música de Django Reinhardt en Acordes y desacuerdos (1999), y sí desde luego fue desafortunada la elección de Kenneth Branagh para liderar un año antes el reparto en la fallida Celebrity(1998). No obstante, el mejor Woody siempre es el propio Woody como queda demostrado en la excepcional Desmontando a Harry (1997), una suerte de divertida parodia de la bergmaniana Fresas salvajes.

Los dosmiles están marcados por autoimpuesto exilio europeo del director cuya carrera ha estado siempre mejor valorada en el Viejo Continente que en su propio país. Antes nos hemos dejado engatusar por la picaresca y las divertidas intrigas de Granujas de medio pelo (2000)y La maldición del escorpión de jade(2001) o por las derivas sentimentales que viven los personajes de Todo lo demás (2003) y Melinda y Melinda (2004). No obstante, en el desenlace de Un final made in Hollywood – el título no puede ser más explícito- nuestro artista ya dejaba bien claro que lo que necesitabaera un cambio de aires.

El periplo de Woody por Europa arranca en Londres con Match point (2005), magistral combinación de tragedia griega, drama sentimental y thriller, un suculento manjar con el azar y la culpa como ingredientes principales. El tríptico inglés se completa con Scoop (2006), un divertimento a reivindicar y El sueño de Cassandra (2007), nueva mirada al mito del estudiante Raskolnikov. España recibe con los brazos abiertos a Woody que rueda entre nosotros Vicky Cristina Barcelona (2008), con la visión naturalista y mediterránea propia de las películas de Eric Rohmer.  Amaga con regresar definitivamente a Estados Unidos en 2009, el año de Si la cosa funciona (2009), un retorno a las esencias neoyorkinas de antaño y vuelve a Londres para rodar Conocerás al hombre de tus sueños (2010), elegante tragicomedia en la que las pastas y el té se entremezclan con el viagra.

Con el encanto y la magia propias de la Belle Epoque, Allen despacha en 2011, Midnight in Paris, la que quizá sea la última de las obras maestras de su filmografía. Sin embargo, al año siguiente da la de arena cerrando el ciclo europeo y homenajeando a la comedia italiana clásica con A Roma con amor.

A punto de convertirse en octogenario, Woody Allen llegó a declarar que seguir rodando películas era para él una forma de exorcizar a la muerte. En los últimos tiempos, el realizador no ha bajado su prolífico ritmo de producción, aunque sí digamos se ha acomodado a un tipo de comedia más ligera. En estos últimos títulos, ya de nuevo en Estados Unidos, Allen se ha dejado arrastrar por la nostalgia como ocurría en Café society (2016) o en Magia a la luz de la luna (2014), luminosas y entrañables ambas. Menos amables resultaban sin duda su enésima revisitación a Dostoievski que proponía en Irrationalman (2015) o sus tributos al teatro americano contemporáneo de Tenesse Williams o Eugene O´Neill con los conflictos que planteaban Blue Jasmine (2013) o Wonder Wheel (2017).

Como se ve cincuenta años de carrera dan mucho de sí, y más si hablamos de un autor tan prolífico que se obliga a despachar un estreno por año. Hay quien dice que no es para tanto, que quizá espaciando más esos estrenos, con menos cantidad, Woody hubiese sumando más calidad, por no hablar de quienes afirman sin despeinarse que el hombre lleva medio siglo haciendo siempre la misma película. Es cierto que los films que conforman la carrera de Allen no son compartimentos cerrados, vasos comunicantes que recorren de forma transversal una vida y una trayectoria. Ya hemos visto, por ejemplo, las conexiones entre La rosa púrpura del Cairo y Midnight in Paris. O la existencia de un agujero negro en un túnel del tiempo invisible que une Delitos y faltas con Match Point y El puente de Cassandra. Es lo que tiene ser una autor con unas creencias y unas obsesiones demasiado marcadas desde el principio.

La vida es una comedia con burbujas de tragedia. Es una de las ingeniosas frases con las que el genio apuntala su célebre teoría de los géneros. Lo trágico puede transformarse en cómico –tragedia más tiempo- en cuestión de segundos, quizá dependiendo del azar y la suerte. Basta fijarse, por ejemplo en el caso de Melinda y Melinda. O en Otra mujer que Woody comenzó a plantearse como una comedia y derivó en uno de los dramas más sólidos de la carrera.

He pasado tanto tiempo viendo pasar la vida a través de las películas de Woody Allen que me pregunto qué ocurrirá el día que deje de hacerlas. Lo mismo ese día ya ha llegado. Lo peor, como dijo el otro, no es que se acabe Woody Allen, es que se acaben las películas de Woody Allen. Y todo, porque un buen día, un jovencito de dieciséis o diecisiete años se acercó una tarde al cine sin mucha expectativa, solo porque le habían dicho que echaban “una buena”. Y de repente apareció un tío con gafas que se acercó a la pantalla y se puso a hablar con el público. Y yo notaba que en el fondo ese tío me hablaba solo a mí. Y me decía “Eh, tú, sí tú, tú eres de los míos, tú eres como yo”.




Isaac Davis es un neoyorkino de 42 años que trabaja escribiendo guiones para televisión, aunque su sueño es el poder llegar a publicar su primer libro. Está en ello, aunque sigue atascado en el capítulo primero. Tras una serie de fracasos sentimentales mantiene una relación con Tracy, una jovencita de 17 años aspirante a actriz. A pesar de estar bien juntos, tener gustos comunes y plena complicidad sexual, Isaac pretende romper con la chica, porque la diferencia de edad entre ambos le aterra. Otro de los quebraderos de cabeza de nuestro protagonista es el asunto de su ex – esposa que le abandonó para irse con otra mujer (a la que quiso asesinar atropellándola con su coche), y que ahora está dispuesto a contarlo todo sobre su vida en común en un libro cuya inminente publicación no le hace como es lógico ninguna gracia. A Isaac le preocupa además que su hijo, al cuidado de las dos mujeres, comience a desarrollar tendencias homosexuales.

Isaac se muestra irresistible y presumiendo de chica la noche en la que invita a cenar a una pizzería a Yale, su mejor amigo, y a Emily, la esposa de este, para presentarles a Tracy. A la salida del restaurante, Yale le confiesa que está teniendo una aventura extramatrimonial con otra mujer con la que lleva saliendo unos meses. A los pocos días, Isaac y Tracy están visitando una exposición de arte contemporáneo cuando se encuentran de frente a la pareja. Yale les presenta a la mujer, Mary Wilkes una periodista de Filadelfia algo resabiada y bastante snob.  La primera impresión que se lleva el amigo de su amante no puede ser más negativa; sus gustos son totalmente opuestos a los de Mary, que incluso tiene su propio Museo de Aristas Sobrevalorados. En él figuran como miembros Gustav Mahler, Vincent Van Gogh – ella pronuncia Van Gaaag- o  ¡¡¡ Ingmar Bergman ¡¡¡, auténticos monstruos intocables y sagrados a juicio de Isaac.

Las asperezas entre Mary e Isaac se irán poco a poco limando. Una noche, ambos se encuentran durante una presentación en el Museo de Arte Moderno, y él se ofrece para acompañarla a casa en un taxi. En lugar de invitarle a subir a casa a tomar una última copa, Mary sugiere a Davis sacar a pasear juntos a su perro salchicha. La velada termina de madrugada con ellos dos, sentados en un banco, charlando sobre lo divino y lo humano frente al puente de Queensboro (uno de los planos más bellos de la Historia del Cine, dicho sea de paso).

Tras esta primera cita improvisada llegarán otras. Un domingo en el que se ha quedado sin plan porque su amante “disfruta” de un fin de semana con sus suegros, Mary recurre a Isaac y le propone salir a dar otro paseo, pero una terrible tormenta eléctrica les sorprende mientras caminan por Central Park. Obligados a refugiarse en el planetario y a filosofar sin cuento ni fin (sobre si es más importante la razón o los sentimientos), Isaac descubre que se ha enamorado de una mujer que además esconde su enorme inseguridad bajo una coraza de hierro.

Las visitas de Mary a la casa de su nuevo amigo se harán cada día más frecuentes. Y en todas ella acaba confesándole a Isaac su intención de cortar su relación con un hombre casado (al tiempo que él está cada vez más convencido que lo mejor sería romper a su vez con Tracy). Y tanto va el cántaro a la fuente que al final… Mary abandona a Yale, que, animará a su amigo a salir con la periodista porque mientras estaban juntos ella le dijo más de una vez que le admiraba y le consideraba muy atractivo. Por su parte, Tracy le da a su novio la noticia de que tiene la posibilidad de irse a Londres en los meses siguientes para completar su preparación. Isaac ve a su vez la oportunidad de que la chica se desenganche de él.

Mary e Isaac comienzan entonces un pequeño noviazgo, y este le rompe el corazón a Tracy al decirle que está enamorado de otra.  Yale se siente liberado y propone a su mujer invitar a un concierto de música clásica a sus dos amigos que ya viven juntos como pareja. La tensión comienza a palparse durante las presentaciones, y la situación será ya insostenible y allegre ma non tropo en el palco del teatro. A raíz de este encuentro, Mary y Yale retoman la relación, lo que provocará los celos del amigo de este último que le reprocha en el aula de anatomía del centro donde imparte clases. Y ya de paso, aprovechando la presencia de un esqueleto le habla de la fugacidad de la vida. Pero parece que lo de Yale y Mari va esta vez en serio y de manera definitiva;  él se lo ha contado todo a su mujer y le ha pedido el divorcio. Lo sabemos al ser testigos una posterior conversación entre Emily e Isaac.  Cuando ella le confiese que llegó a estar molesta con él por ser la persona que presentó a su marido y a su nuevo amor, a Isaac no le quedará más remedio que poner cara de circunstancias.

Será entonces cuando Isaac, que anteriormente se había despedido de su puesto en televisión, decida pasar página y volcarse en su trabajo y en su vocación literaria.  Tumbado en su diván, como si frente a su psicoanalista se encontrase, enciende su grabadora y comienza a improvisar en voz alta posibles ideas para un nuevo libro. Sin embargo, su soliloquio deriva en una lista en la Isaac enumera las cosas por las que, según él, la vida merece ser vivida. Y entre ellas se encuentran Groucho Marx, la ensalada que sirven en su restaurante favorito, las películas suecas, el Potato Head Blues de Louis Armstrong… y Tracy, la cara y la sonrisa de Tracy.

La sola evocación de la joven provoca que Isaac salte como un resorte de su sofá y corra despendolado por las calles de Nueva York en busca de su antiguo amor. Cuando llega al portal de Tracy la encuentra rodeada de maletas a punto de trasladarse al aeropuerto para viajar a Londres.  Él le pide que no coja el avión para retomar su relación, pero es demasiado tarde. Tracy volverá en seis meses, demasiado tiempo, tal vez, en ese tiempo conocerá a muchos otros chicos, muchachos jóvenes como ella que le harán olvidar. Isaac se ha dado cuenta tarde de que quizá Tracy haya sido la mujer de su vida, la que más le ha querido. Y probablemente la que más le querrá nunca. Y fue él quien le dijo que no le convenía enredarse con un hombre que le sacaba veinticinco años. El amor es así de extraño y tiene sus propias leyes y sus propias trampas. Y la de tonterías que somos capaces de hacer cuando aparece en nuestras vidas. Puede que la historia de Tracy e Isaac no tenga futuro, tal vez las posibilidades sean de una entre un millón – el plano final de un rayito de sol colándose entre dos rascacielos nos permite una pequeña esperanza- pero, en fin, siempre les quedará Manhattan.





Decía Billy Wilder que una película debería empezar siempre con un castillo de fuegos artificiales y a partir de ahí ir hacia arriba. Manhattan comienza literalmente con un castillo de fuegos artificiales que iluminan el cielo y el perfil de Nueva York, primorosamente fotografiados por la cámara de Gordon Willis y arropados por la música de George Gershwin. Y a partir de ahí va hacia arriba. La idea de rodar Manhattan surgió precisamente durante una cena entre Allen y Willis en la que el primero comentó que oír los viejos discos de Gershwin le había sugerido siempre la idea de una película en blanco y negro sobre su ciudad. Ciertamente los temas del compositor que se escuchan en la película, interpretados por la Filarmónica de Nueva York bajo la batuta de Zubin Metha, parecen haber sido escritos expresamente para ella. Las imágenes y los sonidos casan a la perfección. No cabe imaginar mejor banda sonora.

A Willis aquella idea le pareció estupenda. Ya había colaborado con Allen en Annie Hall e Interiores, y aún trabajaría posteriormente en unas cuantas películas más. Maestro de maestros, había revolucionado el mundo de la fotografía iluminado para Francis Ford Coppola las dos primeras partes de El padrino (también se encargaría de la tercera), dos trabajos absolutamente increíbles, aunque escandalosamente ninguno de ellos fuera nominado al Oscar. Willis hubo de esperar precisamente a Zelig para obtener su primera nominación, y a 2009 para recibir el premio de la academia, el honorífico, cinco años antes de morir. Y luego Bradley Cooper se queja de que no lo nominan a mejor director este año.

Allen decidió rodar la película no solo en blanco y negro sino además en 35 mm y en Panavisión, e impuso una cláusula para que siempre que el film se pasase por televisión lo hiciese en ese formato. El dato da muestras de hasta qué punto mima el acabado visual de sus obras el cineasta que siempre ha procurado rodearse de los mejores directores de fotografía; además de con Willis, ha trabajado en varias ocasiones con el sueco Sven Nykvist, habitual colaborador de Bergman, o más recientemente con el italiano Vittorio Storaro, responsable de los maravillosos atardeceres de Café Society o Wonder Wheel.  La lista incluye al español Javier Aguirresarobe que participó en Vicky Cristina Barcelona.

En efecto, Allen se ha preocupado siempre por dejar su sello de autor en todas y cada una de sus producciones. Y la cosa comienza con esos créditos tan característicos con letras blancas en formato Windsor sobre fondo negro yarropadas normalmente por viejos standars de jazz, esos mismos que te dejan una sonrisa de oreja a oreja en la cara nada más comenzar la función. No es la única seña de identidad en la obra de un artista reconocible por sus obsesiones y sus argumentos recurrentes.

Manhattan nace como una carta de amor que además nos habla de amor, ese loco sentimiento que nadie sabe definir con exactitud y que a todos nos supera. Amor por una ciudad, amor por una mujer, amor al arte en el sentido más literal de la palabra.  Palabras que no encuentra Alvy Singer para expresar el amor que siente por su ciudad, la adora, la sentimentaliza desmesuradamente, a pesar de que la considera una “metáfora de la decadencia de la cultura contemporánea” y de que piensa que está habitada por “una sociedad insensibilizada por la droga, la música estruendosa, la televisión, la delincuencia, la basura…Lo mismo pasa con Tracy, es joven, bella, tiene solo 17 años, es un amor imposible, y sin embargo…

Como es habitual, en Manhattan Allen se confirma como un excelente director de actores. Ya dijimos que nadie como Woody puede interpretar a Woody, y está claro que no es precisamente Laurence Olivier, pero quién si no él puede interpretar a Alvy Singer o a Isaac. En cualquier caso, el director no tiene excesivos problemas a la hora de confeccionar sus repartos; los actores y actrices se dan de tortas por aparecer en sus films, e incluso rebajan su caché habitual para hacerlo. Solo dos de las consideradas grandes estrellas de Hollywood le han dicho no por problemas de agenda, Jack Nicholson y Dustin Hoffma, y dicen las malas lenguas que Woody no pareció llevar bien estos plantones. En Manhattan, Diane Keaton, su musa y pareja de esos años, su amiga más fiel le acompaña encarnando a la altiva Mary Wilkes. Por ahí aparece igualmente una joven Meryl Streep en un papel breve pero jugoso que da pie a algunos de los momentos más divertidos, y el reparto se completa con Michael Murphy, Anne Byrne y Mariel Hemingway. Por dar vida a la dulce Tracy, la nieta del autor de Fiesta o Por quién doblan las campanas obtuvo una de las dos nominaciones al Oscar que obtuvo la cine (la otra recayó en el guion original); no obstante, pese a este comienzo fulgurante y a apuntar alto desde el principio, su carrera como actriz se quedó en discreta.

En realidad, a través de sus historias cruzadas y su variado cóctel de personajes, la película pretende ser una crítica de la cultura urbana de los setenta, localizada en la cosmopolita Nueva York que ya entones había adquirido el rango de capital del mundo. Los intelectuales y los progres conviven con las drogas, la delincuencia y la basura. Allen carga contra el esnobismo de las clases liberales al exhibir una supuesta superioridad moral que en el fondo encubre la más absoluta de las fragilidades. La paradoja es que al propio Woody siempre se le ha reprochado ser un cultureta trasnochado.

Y no. El cerebro es uno de los órganos más sobrevalorados, nada que valga la pena merece ser absorbido por la mente, tienen que entrar por una abertura diferente, perdonad lo vulgar de la imagen. Y esta película lo demuestra porque esta maravillos apelícula, al igual que la mayoría que componen la filmografía de su creador, es una invitación a sentir,  a amar y a enamorarse, aunque el mundo se desmorone a nuestro alrededor Es el kilómetro cero de la educación sentimental para toda una generación y para quienes, por voluntad propia, nos adherimos a ella.  No esperemos, eso sí, encontrar las respuestas para todo aquello que siempre quisimos saber sobre el amor y nunca nos atrevimos a preguntar. No las hay, nadie las sabe. Pero siempre será un placer acompañar a Isaac, Mary o Tracy en sus paseos por su querida Nueva York, sentarse en un banco a la orilla del Hudson en una noche de luna llena, o recitar ante una grabadora una lista con las cosas que hacen que la pena ser vivida. En los primeros puestos de mi lista, no lo dudéis, siempre estaría Manhattan.




Comentarios

CARPET_WALLY ha dicho que…
Increíble, en una extraña forma de metagus, nos has montado un manhatan (sobre Woody y sobre la película) para contarnos "Manhattan". O lo que es lo mismo has trasladado el amor que Allen tiene a su ciudad y el amor de Isaac a Tracy a el amor de Dex por el cine de Allen y principalmente por esta película.

Quizá amigo te ha salido el gus más personal, el más interno, el más verdadero de toda la lista de maravillas que andas regalándonos todos los lunes. Y se agradece, hay mucho más que cariño en lo que nos has contado.

Ya dije hace un tiempo que a mi me costó llegar a "Manhattan", no porque no le pillase el punto o porque no me gustase inicialmente, es que tardé mucho en verla por primera vez entera. No sé cuales eran las circunstancias pero había visto muchos trozos sueltos y nunca la película de principio a fin. Eso si, cuando lo hice, cuando me senté en el sillón y me entregué al film comprendí todas las maravillas que había leído o escuchado. Todas esas y alguna más, porque el viejo Woody (siempre pienso en Allen como mayor, incluso cuando era joven) no sólo cuenta lo que Dex describe sino que, en esta película especialmente, te llega al corazón a traves del corazón del protagonista...el amor por la ciudad, el amor por el amor, el amor por la belleza...Isaac es una maquina de amar, es un hombre con un sentimiento desbordado que ama continuamente. Se parapeta en sus miedos e inseguridades, se esconde tras sus reflexiones conscientes, huye con sus argumentos racionales, pero al final el sentimiento le vence...No es pasión es algo mucho más arraigado y profundo.

Algo así como lo que Dex nos ha dejado ver hoy en este gus, desde ahora mismo mi preferido de toda la larga lista que lleva dedicándonos.

Enhorabuena amigo.

Abrazos escuchando "Rapshody in blue"

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