EL CINE EN CIEN PELÍCULAS (XLI)


“Sé quién es Judas, un hombre al que admiraba hasta que traicionó sus estrellas”



SIETE DÍAS DE MAYO (Seven days in May). USA, 1964. Dir : John Frankenheimer con Burt Lancaster, Kirk Douglas, Ava Gardner, Frederic March, Edmond O´Brian, Martin Balsam (120 min).


Los sesenta son una década extraña para el cine norteamericano, un periodo que habría de servir de transición entre la época dorada de las películas y el llamado Neo Hollywood que surgirá más adelante y del que ya hay muestras a finales del propio decenio con las primeros trabajos de Francis Ford Coppola, Brian De Palma o Woody Allen. A partir de la primera mitad de los cincuenta se produce un hecho que lo cambia todo y que provoca una grave crisis en el mundo del cine; ese hecho no es otro que la llegada de la televisión cuyo uso se generaliza en los hogares estadounidenses durante estos años. Y es que el público que antaño acudía a las salas ya no tiene necesidad de hacerlo porque tiene el entretenimiento en casa. El fenómeno se desarrolla en paralelo a la decadencia de los estudios y del llamado “starsystem”, agudizado además con la desaparición de las viejas estrellas y de los antiguos mandamases de la industria.

Son años también de transformaciones y convulsión en el terreno social y político. Con el levantamiento del Muro de Berlín se intensifica el proceso de la Guerra Fría, el enfrentamiento entre el bloque del Este y el Oeste que tiene gran influencia en el cine de la época. Y si el inicio de la era Kennedy con la llegada a la Casa Blanca del presidente demócrata supuso un cambio notable en la mentalidad del americano medio, no fue menor el impacto de su final escenificando esa especie de pérdida de la inocencia colectiva que se acentuaría posteriormente con hechos puntuales como la entrada de Estados Unidos en la Guerra de Vietnam.

El comienzo de la Guerra Fría se sitúa a mediados de los cuarenta y se extenderá por espacio de cuatro décadas más, llegando a su máximo apogeo en los años de los que estamos hablando.  Para Hollywood, una de las consecuencias inmediatas del estallido de la Guerra Fría es el inicio de la famosa caza de brujas del senador McCarthy que cristaliza en la creación del denominado Comité de Actividades Antiamericanas (HUAC). El macartismo promueve una implacable persecución contra el comunismo que sirvió entre otras cosas para arruinar las carreras de numerosos profesionales que trabajaban en la industria, y generar un clima enrarecido dentro de la misma. Durante los años cincuenta el cine se hace eco de la situación de una manera muy sutil y metafórica con ejemplos en el cine de terror,en la serie B o en la ciencia ficción (La invasión de los ladrones de cuerpos, Don Siegel, 1956).  Y por supuesto también en las películas de intriga y espionaje en las que el “malo” siempre suele ser un soviético o alguien procedente de un país del Este. El escenario se normaliza en la década siguiente cuando llegan películas de corte más realista que fluctúan entre el drama y la comedia. Entre las ligadas al primer género nos encontramos con obras maestras como Tempestad sobre Washington(Otto Preminger, 1962) o el film del que hablamos hoy.  Por su parte, las comedias que abordan la cuestión se meten de lleno en el terreno de la sátira, caso de Uno, dos, tres (Billy Wilder, 1961) o Teléfono rojo ¿volamos hacia Moscú?  (Stanley Kubrick, 1964).

En este contexto, directores provenientes de la etapa clásica como Billy Wilder, John Ford o Alfred Hitchcock siguen rodando sus películas, aunque han de adaptarse a los nuevos tiempos. Wilder rueda la ya citada Uno, dos, tres en la que no deja títere con cabeza, mientras Hitchcock sitúa sus tramas de espionaje a uno y a otro lado del Telón de Acero con personajes que amagan con cambiarse de bando (Cortina rasgada, Topaz).  El mago del suspense ya era también por entonces un rostro imprescindible de la televisión gracias a su mítica serie Alfred Hitchcock presenta cuya primera emisión data de 1955. La televisión lo condiciona todo, desde el modo de rodar y producir películas hasta la manera de verlas. Y mientras muchos miran por el rabillo del ojo la revolución que en paralelo está viviendo el cine europeo con la llegada de movimientos como la “nouvelle vague” o el free cinema inglés.

Al contrario que sus colegas franceses o británicos, los jóvenes que comienzan a dirigir sus primeras películas en Hollywood durante esta etapa no se agrupan en torno a ningún manifiesto ni tienen voluntad por crear una corriente artística o marcar tendencia alguna. A este grupo de cineastas se les conoció la primera generación de la televisión, por ser precisamente la primera hornada de realizadores que tienen ya cierta experiencia audiovisual cuando debutan en el cine. Historias como Martyo Doce hombres sin piedad han podido verse además en la pequeña pantalla antes de convertirse en largometrajes que triunfan en las salas. Entre los miembros destacados de esta generación podemos citar a Delbert Mann, SidneyLumet, Martin Ritt, Arthur Penn, Robert Mulligan o el director en cuya obra nos detenemos hoy, John Frankenheimer.

Frankenheimer nace en Nueva York en febrero de 1930 en el seno de una familia humilde de raíces judías por parte de padre y católicas por parte de madre. Abraza esta segunda confesión, aunque no tardará en abandonarla. Tras completar sus estudios, la guerra de Corea le sorprende cumpliendo el servicio militar y es llamado a filas, integrándose en la Fuerza Aérea con el grado de teniente.  Allí se produce su primer contacto con una cámara, Frankenheimer rueda desde el mismo campo de batalla una serie de documentales que dan fe del devenir del conflicto, siguiendo los pasos de maestros como John Ford o Frank Capra que habían acometido esa misma labor durante la II Guerra Mundial.

Ya de vuelta en su país, John comienza su carrera en la televisión donde dirige varios programas en vivo y series. Precisamente en el episodio de una de ellas, Climax¡(1954) está el germen de su debut cinematográfico, The Young stranger (1957), drama sobre un adolescente rebelde con más o menos causa. De temática y título similar es Los jóvenes salvajes (1961), su el segundo de sus films que adapta una novela de Evan Hunter, autor de varias obras llevadas al cine con éxito como Semilla de maldad (Richard Brooks, 1955) o Un extraño en mi vida (Richard Quinne, 1960) y responsable del guión de Los pájaros (Alfred Hitchcock, 1963). El protagonista de la cinta es Burt Lancaster que a partir de entonces inicia una sólida relación no sólo profesional sino también personal con el realizador.

Es precisamente Lancaster quien insiste para que su amigo dirija su siguiente proyecto. El actor ha comprado los derechos del guión de El hombre de Alcatraz para protagonizar y producir la película que recrea el caso real de Robert Stroud, más conocido como “el pajarero de Alcatraz”.  Acusado entre otros delitos de asesinato y proxenetismo, Stroud descubrió su pasión por la ornitología durante su estancia en la famosa cárcel y vio como la pena que le condenaba a morir en la horca era conmutada en el último momento y sustituida por la cadena perpetua. La película se estrenó en 1962, un año antes del fallecimiento del preso, y se convirtió en un éxito de crítica y de público. Burt Lancaster se hizo con la Copa Volpi de la Mostra de Venecia y fue candidato a un Oscar que aquel año se pagaba caro; además del ganador, Gregory Peck por Matar a un ruiseñor (Robert Mulligan), ahí estaban también Jack Lemmon por Días de vino y rosas (Blake Edwards), Peter O´Toole por Lawrence de Arabia y Marcello Mastroiani por Divorcio a la italiana (Pietro Germi), casi nada. En cualquier caso, el protagonista nos regaló una interpretación memorable que convierte la película en un emotivo alegato contra la pena de muerte y en un canto a la libertad del ser humano. Además de la nominación de Lancaster, la cinta optó al Oscar en las categorías de interpretación secundaria (Thelma Ritter y Telly Savalas) y en la de fotografía.

Además del film dedicado a Robert Stroud, Frankenheimer rueda en 1962 otras dos historias más para la pantalla grande. La primera es Su propio infierno, drama romántico que cuenta la historia de amor en un atractivo joven y una mujer madura, interpretados respectivamente por Warren Beatty y Eve Marie Saint, sobre una novela del autor de Picnic o Bus Stop, William Inge.  Con El mensajero del miedo, el director realiza su primera incursión en el thriller político mezclando elementos del cine de suspense y de drama psicológico con el trasfondo del lavado de cerebro al que fueron sometidos los veteranos de la guerra de Corea. El fin del rodaje del film, protagonizado entre otros por Frank Sinatra, Laurence Harvey y AngelaLansbury, tuvo lugar en las fechas previas al asesinato de John Fitzgerald Kennedy en Dallas. Al parecer, el estreno de la película se retasó porque no lo aconsejaban las semejanzas que presentaba el argumento del film con las hipótesis que tras el magnicidioapuntaron a un complot para acabar con la vida del presidente demócrata. Frankenheimer se encargó siempre dejar claro que las causas del retraso se debieron a problemas con la distribución, aunque quién es capaz de creerlo. En 2004 la película fue objeto de un remake a cargo de Johnattan Demme que, a pesar de la presencia en su reparto de Denzel Washington y Meryl Streep, no alcanzaba la calidad del original.

De nuevo, Burt Lancaster se cruza en la trayectoria del realizador. En 1964, el intérprete se dispone a protagonizar a las órdenes de Arthur Penn y bajo el auspicio de la United Artists.El tren, drama ambientado en la Francia ocupada en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial.  Frank Davis y Franklin Coen recrean en un guion soberbio la peripecia de varios miembros de la resistencia gala en su intento por impedir el expolio de un cargamento de obras de arte que los nazis pretender poner rumbo a Berlín ante la inminente llegada de los aliados. Las desavenencias entre Penn y Lancaster son continuas durante los primeros días del rodaje, así que el segundo, en calidad de productor asociado de la cinta, no tiene más remedio que poner al primero de patitas en la calle. Frankenheimer se incorpora al proyecto que contó con el apoyo oficial del servicio ferroviario francés así como de la guardia fronteriza del país. El resultado, una nueva obra maestra en la carrera del realizador que aúna entretenimiento y espectáculo con mensaje y compromiso.

Después de rodar Siete días de mayo en el mismo año que El tren, el realizador vuelve a la carga con otras dos películas. A pesar de ser considerado hoy un film de culto, Plan diabólico supuso en su estreno el mayor fracaso hasta entonces en la filmografía del cineasta. Se trata de un perturbador drama psicológico que introduce elementos del cine fantástico y de terror e incluso el thriller y que contiene una de las mejores interpretaciones en la carrera de Rock Hudson. Mucho más comercial es la apuesta de Grand Prix, ambientada en el mundo de las carreras de Fórmula 1 y filmada enteramente en Cinerama, un revolucionario sistema de filmación que permitía rodar con tres cámaras sincronizadas a la vez. Frankenheimer utilizó imágenes de archivo reales de la competición y varios pilotos punteros en la época realizaron pequeños cameos en el film. La cinta ganó tres Oscars, los dos correspondientes a las categorías de sonido y el de mejor montaje.

El hombre de Kiev recupera en 1968 al Frankenheimer más comprometido al relatar la historia real recogida en una novela de Bernard Balamud sobre un campesino judío represaliado en tiempos de la Rusia zarista. Se trata de una película injustamente olvidada que cuenta con una sobresaliente interpretación de Alan Bates en el papel principal.  Los setenta se abren para el director con la garantía que ofrecen títulos como Yo vigilo el camino (1970) con un Gregory Peck estelar o la adaptación de la obra de Eugene O´NeilEl repartidor de hielo (1973). No obstante, la carrera del realizador se estanca cuando a mediados de la década comienza a tener problemas con el alcohol, lo que afecta de manera notable no solo a la calidad de sus trabajos sino también a la cantidad de su producción. A pesar de todo durante esa época a Frankenheimer se le confía hacerse cargo de la secuela de la oscarizada French connection que rueda en 1976 con buena parte del elenco del film original. Un año más tarde dirige Domingo negro, adaptación de la única novela de Thomas Harris que no tiene como protagonista al doctor Hannibal Lecter.

La trayectoria de Frankenheimer durante los ochenta está vinculada al cine más comercia, l con aportaciones a géneros como la acción o la intriga,  ydonde, eso sí, tiene la oportunidad de dirigir a grandes actores como el japonés ThosiroMifune con quien se reencuentra en El reto del samurái (1982) tras haber coincidido en el rodaje de Grand Prix o Michael Caine que protagoniza El pacto de Berlín, 1985. Tal vez el título más reconocible del realizador en estos años sea 52 vive o muere, adaptación de una novela de Elmore Leonard y todo un clásico de la era VHS y los videoclubs.

Dicen que hasta el mejor escribano tiene un borrón y el más sonoro que tuvo el autor de El trena lo largo de toda su carrera se produjo sin duda en el tramo final de la misma. El realizador estrena en 1996 una nefasta versión de la obra H. G Wells La isla del doctor Moreau vapuleada por los críticos y ninguneada en la taquilla. Y eso que por ahí andaba nada menos que Marlon Brando. Sin embargo, por aquello de que también dicen que el que tuvo retuvo, el director tiene una honrosa despedida del cine con dos thrillers que se dejan ver bastante bien como Ronin (1998) y Operación Reno (2000). El último trabajo de Frankenheimer es un telefilm sobre la figura del sucesor de Kennedy, Lyndon B Johnson titulado Camino a la guerra (2002). El director se encontraba a punto de firmar el contrato para rodar una precuela de El exorcista (que acabaría dirigiendo Reny Harlin) cuando le sobrevino repentinamente la muerte en el verano de 2002.  Con él se iba uno de los miembros destacados de esa generación puente que recogió el testigo de los maestros más clásicos y se encargó de abonar el terreno para la llegada del cine moderno.




La popularidad del presidente Jordan Lynman se resiente en las encuestas después de que el gobierno haya obtenido el apoyo del Congreso para firmar un tratado de paz con la Unión Soviética que llevará al desarme absoluto a las dos grandes potencias mundiales. No todo el mundo está de acuerdo con la medida, y a diario, a las puertas de la Casa Blanca se concentran manifestantes a favor y en contra del tratado, obligando a la policía a intervenir continuamente para abortar los disturbios. Tampoco en la plana mayor del ejército ven con buenos ojos la decisión presidencial. El general James Scott se presenta ante la comisión del Senado para exponerles su oposición a la firma del tratado y su recelo ante la posible reacción posterior de los soviéticos. Su subalterno, el coronel Martin "Jigs "Casey está con él en la reunión, y pronto tendrá motivos para sospechar que Scott lidera un complot secreto para derrocar a Lynman. Un amigo del coronel, Mutt Henderson le informa de la existencia de una misteriosa unidad llamada ECOMON ya que le han nombrado segundo de a bordo. Esa noche Casey acude a una fiesta con altos mandos y encuentra allí a Helen Holbrock, una antigua amiga suya y de Scott que, algo ebria, intenta coquetear con él. Cuando se ofrece a llevarla a casa, uno de los senadores presentes en la reunión de la tarde le pide que se posicione a favor o en contra de la firma del tratado de paz, y este se queda con la mosca detrás de la oreja. Despide de manera cortés a Holbrock, y a escondidas sigue con su coche al senador para descubrir que acude a una cita con un general del ejército

Al llegar a su casa, Jigs enciende el televisor y escucha un enfervorecido discurso de Scott defendiendo su patriótica postura. Acto seguido se persona en la Casa Blanca y pregunta al presidente si ha dado la orden de crear algo que lleve por nombre ECOMON, pero este no sabe de que le habla.  Jigs informa además a Lynman de la existencia de unas misteriosas apuestas en las carreras de caballos del siguiente domingo que todos los generales  están obligados a hacer, algo que tiene toda la pinta  de ser un mensaje en clave. El coronel ha llegado a la conclusión de que puede haber una unidad militar formándose y entrenándose para un posible ataque en una base en el desierto cercana a El Paso, y confirma en público que sospecha de que hay una operación en marcha con el objetivo de tumbar al gobierno.

Alertados por Casey, los hombres de confianza del presidente se ponen a trabajar para comprobar la veracidad de la conspiración. El senador Raymond Clark es enviado a El Paso para entrevistarse con Henderson, y al despedirse de Jigs en el aeropuerto le pide que intente sonsacarle a Ellen Holbrock algún trapo sucio sobre la vida anterior de Scott. Cualquier cosa vale con tal de defender al presidente.

Las investigaciones para desenmascarar el complot contra el gobierno van poco a poco dando sus frutos.  El senador Paul Girard, mano derecha del presidente consigue una declaración firmada por parte del capitán Barmswald, un almirante que ha decidido no participar en la trama y que por ello ha sido “desterrado” a navegar con su barco por las costas españolas. Casey va a casa de Helen y consigue que esta le muestre antiguas cartas que le escribió Scott en la época enla  que eran amantes. Cuando tras un descuido, la mujer descubre a Jigs intentando hacerse con ellas cree que ha sido el propio Scott quien le ha encargado que vaya a recogerlas por él y le afea el gesto propinándole una bofetada

La llegada de la correspondencia entre Ellen y Scott es recibida con alborozo por la delegación presidencial que ve en el pasado extramatrimonial del militar un filón inesperado para atacarle. Sin embargo, Jigs siente remordimientos pues siente que ha traicionado la confianza de Elen y quizá también su amistad con su jefe. De repente todo se vuelve en contra. El avión en el que Girard regresa a Washington desde Madrid se estrella y la información que viajaba con el senador nunca llegará a su destino.  Clark es retenido en El Paso, pero logra convencer a Henderson de que testifique contra Scott, pero una vez en suelo americano desaparece misteriosamente mientras el  senador telefonea a la Casa Blanca desde una cabina. El almirante que se reunió con Girard niega ahora que le entregara una declaración jurada. Lynman está dispuesto a tirar la toalla, pero su gabinete propone entonces usar las cartas de Ellen para destruir a su oponente.

Finalmente, el presidente toma la decisión de citar a Scott en el despacho oval para exigirle su dimisión y la de sus compañeros de rebelión. Este se niega y saca a pasear su arrogancia acusándole de débil y pusilánime; Lynman a su vez le pide que si quiere defender a  su país lo haga en los términos que dicta la Constitución y se presente a las elecciones al año siguiente. Pero el general  insinúa la legitimidad de la sublevación al decir que el pueblo siempre estará con él. Scott se niega a dimitir, y Lynman amaga con sacar del cajón las cartas de Ellen pero en el último momento se arrepiente.

A la mañana siguiente, domingo, el día previsto para el golpe, Lynman da una rueda de prensa ante los periodistas anunciando la dimisión de Scott y varios generales más. En ese momento aparece un emisario procedente de Madrid con la declaración de Barmswald que ha aparecido entre los restos del avión en el que viajaba Girard. Scott intenta un último golpe de efecto pero descubre que todo el mundo le ha abandonado. A la salida de la base se encuentra con su antiguo amigo Jigs y le recrimina su postura y su traición. Derrotado, se sienta en el asiento trasero de su coche y pide a su chófer que lo lleve a casa. Por su parte, Jigs se presenta en casa de Ellen para devolverle las cartas que le ha dado el presidente y que finalmente no han sido necesarias como munición para derribar la conspiración. Ambos se despiden con la promesa de darse quizá una nueva oportunidad.



Siete días de mayo es la adaptación de un conocido bestseller escrito por FletcherKnebel y Charles W. Bailey en 1962 que describía un hipotético golpe de estado militar en Estados Unidos en plena guerra fría. La obra permaneció varias semanas en el número uno de ventas tras su publicación y entre quienes compraron la obra y disfrutaron de su lectura figuraba el propio presidente Kennedy. Al parecer, la historia surgió después de que Knebel, también periodista, entrevistase al antiguo jefe de las fuerzas aéreas norteamericanas, el general Curtis LeMay quien había acusado en repetidas ocasiones a JFK de afrontar con cobardía la llamada crisis de los misiles con Cuba y haber gestionado mal el episodio de Bahía de Cochinos.

Hay que tener en cuenta muy presente pues el contexto histórico en el que surgen la novela primero y la película después, en un tiempo en el cual las relaciones entre la clase militar y el estamento civil no atravesaban su mejor momento tras la llegada al poder del nuevo presidente. Con la citada crisis de los misiles, la sociedad norteamericana vive instalada en la paranoia permanente, viviendo con la amenaza en la sombra de varias cabezas de misil apuntando sobre sus cabezas. Son muchas las películas que después han ilustrado este periodo de tensión e incertidumbre. Es el caso de la notable Trece días (Roger Donaldson, 2000) o de forma más ligera en comedias como Matinée (Joe Dante, 1997).

Estamos pues ante el escenario perfecto para el auge del denominado género de la política- ficción que se da tanto en el cine como en la literatura de best-seller. La trama de la novela de Knebel y Walley se situaba además en un futuro cercano (1974), lo cual servía para acentuar aún más su carácter de inquietante distopía. Cuenta la leyenda que fue el propio Kennedy quien sugirió el nombre de Frankenheimer para hacerse cargo de la dirección del film. Sea como fuere el impacto de El mensajero del miedo dos años antes había sido tremendo y convertía al bueno de John en el candidato ideal para llevar a la gran pantalla esta nueva historia.

Rod Sterling fue el autor del guion que se rodó en escenarios naturales de París, Arizona y Washington así como en los estudios de la Paramount en Hollywood. Sterling dividió el texto en los tres bloques clásicos y se encargó de suministrar al relato de una tensión in crescendo que es una de las mejores bazas del film. El encargado de generar esa tensión es ese reloj digital que preside el hall de la base donde transcurre el día a día de los protagonistas, marcando las horas y hasta los minutos y los segundos que faltan para que se produzca el supuesto golpe. Es un recurso muy utilizado por esta generación, muy propio de la producción televisiva, y que contribuye a desencadenar un suspense asfixiante; compárese por ejemplo con lo que sucede en Doce hombres sin piedad (Sidney Lumet, 1957).

Es una más de las características que unen a los cineastas de esta generación que, repetimos, no nace ni de un manifiesto ni de una vocación específica por crear una escuela. Directores como Frankenheimer llevan a la gran pantalla el modelo de producción con el que comenzaron sus primeros trabajos televisivos, y que en buena parte, viene determinado por el empleo de presupuestos más pequeños, con historias que transcurren en un pequeño número de escenarios y con un grupo reducido de personajes, y que conceden más importancia si cabe a los guiones y a las interpretaciones.  Los directores de este grupo miman la puesta en escena  y el acabado formal de sus obras. En este sentido, en Siete días de mayo destaca la interesante labor en la dirección de fotografía de de Ellison Fredricks aportando veracidad al conjunto y acercando en varias ocasiones la película a terrenos del documental  (circula el rumor de que se hicieron varias tomas con cámara oculta en el mismo Pentágono). La climática banda sonora compuesta por Jerry Goldsmith contribuye también a acentuar la atmósfera de tensión y suspense arriba mencionada.

Pero claro, una de las bazas que juega el film de Frankenheimer es la de su glorioso reparto liderado por tres de las grandes estrellas del momento en Hollywood.  Burt Lancaster, habitual del cine del director, dota a su tiránico general  Scott de un magnetismo especial, mientras que a su lado, su antagonista, el personaje interpretado por Kirk Douglas parece una prolongación de aquel otro que interpretara para el maestro Kubrick en Senderos de gloria, y sin duda podría suscribir palabra por palabra la frase que inmortalizó: “El patriotismo es el último refugio de los canallas” La tercera en discordia es una Ava Gardner en el zénit de su talento y su madurez a la que le bastan solo un par de escenas para componer un personaje tan enigmático como atractivo. Pero si excelso es el plantel de los protagonistas de la cinta, no lo es menos el de los secundarios comenzando por un brillantísimo Edmond O Brian y siguiendo por el siempre efectivo Martin Balsam o Frederic March con dos o tres brillantes momentos de lucimiento en la piel del presidente norteamericano.

Siete días de mayo es una película que representa a la perfección esa época de cambios que se estaban produciendo en el cine y en la sociedad norteamericana de principios de los sesenta. El mundo estaba cambiando y el cine estaba obligado a cambiar con él. La forma de ver las películas ya no podía ser igual. Los temas tampoco podían ser los mismos y exigían igualmente una mirada distinta. Directores como Frankenheimer ayudaron a configurar esa nueva mirada,  una labor impagable y generosa por parte de una generación a la que tal vez nunca se le han agradecido lo suficiente los servicios prestados.






Comentarios

César Bardés ha dicho que…
Bueno, después de dos semanas de silencio, vuelvo a la palestra. Impagable el gus dedicado a "Cantando bajo la lluvia", poca cosa se puede decir de ella. Y me gusta especialmente éste que has dedicado a una película como "Siete días de mayo", una película que siempre me ha gustado muchísimo y que no siempre ha sido igual de reivindicada (aunque detecto que vuelve a estar en la boca de unos cuantos, lo cual es una buena noticia).
Primero, Frankenheimer. Me gustan mucho la solidez y contención con las que encara sus primeras apuestas en el cine. Por cierto, me parece un arranque de carrera espectacular con película como ésta, "El hombre de Alcatraz", "El mensajero del miedo" y, por supuesto, una de mis películas de cabecera: "El tren". Habría que decir que le dedico varias páginas del último capítulo de mi libro "El sueño americano" y en ellas incido que la verdadera vocación de Frankenheimer nunca fue el cine, sino el tenis y que iba para profesional (llegó a disputar algunos torneos con tarjeta de jugador invitado). Es cierto que pertenece a la primera generación de la televisión pero hay un elemento que le diferencia de todos ellos. Es el único que no pasó por el teatro antes de dar el salto entre la televisión y el cine. También es cierto que tuvo una estrecha amistad con los Kennedy hasta tal punto de que él conducía el coche que llevó a Bobby al hotel Ambassador donde iba a anunciar su candidatura a las primarias y donde, al finalizar el encuentro, fue asesinado. Frankenheimer vivió con cierto sentimiento de culpabilidad por aquello.
Por otro lado, la película así. Dos puntualizaciones: una, el presidente interpretado por Fredric March (por cierto, totalmente creíble como el máximo mandatario) se llama Jordan Lyman. Otra, la unidad que nadie tiene noticias de que exista realmente y, sin embargo, el senador interpretado por el maravilloso Edmond O´Brien ve con sus propios ojos, es el ECONCOM. Por lo demás, la película es de una solidez espléndida, con varios frentes abiertos, con interpretaciones extraordinariamente precisas (habría que decir que en papeles secundarios también andan por ahí Andrew Duggan, George McCarthy y John Houseman) y que resulta, en su elaboración y en su narración, totalmente creíble en tanto su desarrollo se ajusta a las reglas de un golpe de estado real. Una maravilla que el gran maño ha traído al gus.
Abrazos castrenses.

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