GUS MORNINS 16/1/18
“¡Señores!
¡Cuando un oficial pide voluntarios todos se ponen en pie! ¡Todos!”
Alférez Schuller, Ejército del
Aire
Ante la ausencia de
efemérides destacables en tal día como hoy, volveré a mirarme a mí mismo (que
tengo un ombligo del tamaño de Groenlandia) para conmemorar que hoy, hace
exactamente treinta y tres años, comencé mi servicio militar en el glorioso
Ejército del Aire.
No, no os preocupéis.
No os voy a abrumar con batallitas ni nada parecido. Sólo quiero contaros cómo
me sentía. El día anterior, en un alarde de burla e ironía hacia mí mismo, me
alquilé en el video club (por entonces se llevaba el VHS), Doce del patíbulo. Al día siguiente tenía que presentarme en el Grupo
de Automóviles de Getafe muy temprano, a las ocho de la mañana. Yo tenía
entonces diecinueve años. Por supuesto, tenía que suspender mi universidad para
poder ir al período de instrucción (lo que hice durante dos meses) aunque
luego, la verdad, salí bastante bien en mis estudios, suspendiendo solo una
asignatura (supongo que los profesores se apiadaron bastante de mí al verme
acudir a clase con el uniforme puesto en la mayoría de las ocasiones).
El caso es que, por
aquellas casualidades de la vida, formaba parte del mismo reemplazo que un
amigo del colegio, Carlos Aranda y quedamos para ir juntos con su padre, que
sabía perfectamente dónde estaba el dichoso Grupo de Automóviles porque Carlos
ya había tenido un hermano mayor en las mismas lides y con el mismo destino.
Allá que fuimos. Hacía un frío de pelotas vascas. Nos fueron llamando, nos
entregaron la ropa (que calculaban la talla a ojo) y, eso sí, gritaban mucho.
Carlos, probablemente asesorado por su hermano, me dijo que no me preocupase,
que te acostumbrabas al grito enseguida. Hicieron que nos vistieran y yo,
avispado, ya había ido con el pelo corto. El resto de la compañía tuvo que
pasar por el peluquero (siempre me acuerdo de eso cuando veo el inicio de La chaqueta metálica, de Kubrick, con
las matas de pelo resbalando por los hombros al paso de la inefable máquina de
cortar el pelo). Nos presentaron nuestras camas (advirtiéndonos de que, cuando
las hiciéramos, el dichoso escudito del Ejército del Aire de la colcha tenía
que quedar en el centro de la almohada. Yo era muy malo calculando eso y me
costó un día de arresto) y nos tuvieron de pie todo el rato en posición de
descanso hasta que se organizaran.
Teníamos que dormir
allí de lunes a viernes a no ser que te clavaran un servicio en fin de semana
(me lo pusieron dos veces). El plan era sencillo. Por la mañana, diana a las
siete, formación a las siete y cuarto para entrar a desayunar (unos malditos
bizcochos que no me gustaban nada y cuyo sabor aún guardo en mis papilas
gustativas). A las ocho formación para instrucción hasta las once. De once a
doce, instrucción teórica al mando del Teniente Alonso (un teniente de academia
de la Unidad de Intervención Inmediata). De doce a dos, vuelta a la
instrucción. Rancho a las dos y cuarto y tiempo libre hasta las cuatro y media.
Una hora de instrucción teórica. A las cinco y media, podías acercarte por
Getafe e intentar ligar algo (tarea ímproba, en el pueblo estaban de los
soldaditos hasta la gorra de plato) o quedarte en algún rincón de la sala de
teóricas a estudiar (yo optaba generalmente por lo segundo, aunque también me
aventuré unas pocas veces por la jungla. Sobre todo en busca de una
chocolatería que me dijeron que era espectacular). A las ocho y media regreso.
A las nueve a cenar. A las diez, retreta. A las diez y media, silencio.
Destaqué ligeramente
por encima de los demás porque tenía todo cuidadosamente ordenado y siempre iba
limpio (os diré que, como los baños eran colectivos, no iba ni para atrás. Me
aguantaba y me aguantaba de lunes a viernes. Me provocó serios problemas,
claro). Mis calificaciones (sí, porque nos calificaban para que el destino
fuera el más merecido según nuestras preferencias) no bajaron de ocho. Fui
arrestado dos veces durante la instrucción. Una por el escudito de las narices
en la almohada, la otra por subirme las gafas por la nariz estando en
formación. No volví a estar arrestado en el resto del servicio (dieciséis meses
por la gracia de Dios). Juré bandera en la Base Aérea de Getafe y se me dio un
permiso de una semana para que, al cabo de ese tiempo, me presentara en el
Cuartel General del Aire, conocido popularmente como el Ministerio del Aire,
ese edificio tan bonito que hay en Moncloa. Allí que fui. Destinado a la
Secretaría del Escuadrón de Seguridad y Servicios del Cuartel General. Al mando
del Brigada Ortuño (que tenía los cojones como puños) y del Cabo Primero
Lázaro. Mili cómoda. Sólo 32 guardias. La mitad de soldado, la otra mitad como
cabo. El resto, en oficina, dándole a la tecla. Por mí pasaban muchas cosas delicadas
y, por eso, era tratado con cierta deferencia. ¿Que qué eran esas cosas? Pues,
por ejemplo, dietas. Los pagos de los cursillos que se hacían todos los mandos
(de tropa u oficiales) pasaban por mí así que se me pedían las cosas por favor.
También pasaban por mí los cajetines, que no eran otra cosa que los vales de
transporte gratis para los militronchos que tenían que irse de permiso y vuelta
a sus lugares de origen, así que también me lo pedían por favor.
Me licencié el 10 de
mayo de 1986 y lo hice con honores. Por causas que no vienen al caso, el
entonces Ministro de Defensa, Narcís Serra, me concedió la Cruz del Mérito
Aeronáutico. Hoy tengo la cajita con la cruz en un cajón de mi mesilla de
noche. El diploma acreditativo de la concesión figura con orgullo en el salón
de la casa de mi madre y se me otorgó una metopa con el puto escudito del
Ejército del Aire con la inscripción “Con nuestro agradecimiento”. En la página
6 de mi cartilla militar dice que mi valor está “Comprobado” y que, en caso de
movilización (cosa que caducó cuando cumplí los 39) tenía que presentarme en el
destino del Mando Aéreo de Combate con el grado de Sargento. Y os voy a decir
cómo me sentía yo después de todo aquello. Joven. Sólo eso. Sentía que ante mí
se abría el futuro, que era capaz de alcanzar cualquier cosa que me propusiese
y que todo iba a ser igual de fácil. Como véis, me sentía joven en todos los
aspectos, incluso en el más ingenuo. También me sentí bastante solo. No guardo
ninguna amistad de aquellos tiempos aunque el Cabo Primero Lázaro y yo
congeniamos bastante. No ligué con nadie durante ese tiempo y me deshacía de
envidia cuando las novias de los demás iban a visitarles al cuartel. En las
prácticas de tiro, fui el segundo (justamente detrás del Cabo Primero Lázaro)
de los mil cuatrocientos soldados que estaban destinados allí. Y también fui
utilizado en labores de vigilancia y seguimiento para un par de díscolos
muchachos que se hallaban realizando el servicio militar igual que yo. A partir
de ahí, me centré solo en los estudios y se abrió mi futuro que, al fin y al
cabo, tampoco ha sido tan genial como pensaba. Eso sí, tengo que decir que
aquellos dieciséis meses no me traumatizaron, no me gustaron, no me hicieron
más acomplejado, y ni siquiera sentí que estuviera haciendo algo malo. Lo
dicho, era muy joven.
Así que de banda
sonora, os pondré la canción que adoptamos en mi escuadrilla como himno para
desfilar. Cantábamos esto mientras íbamos con el CETME al hombro y levantábamos
el otro brazo hasta el hombro también. Era una melodía ideal para alcanzar los
setenta pasos por minuto reglamentarios.
Y como mosaico, aquí me
tenéis. Desfilando al lado de James Caan y Laurence Fishburne. Soy el imberbe
de la izquierda con mi medallita colgando.
Comentarios
Un toque nostálgico que viene de vez en cuando a visitarnos al Gus será verdad aquello de que cualquier tiempo pasado fue mejor, no se si mejor es..otro tiempo, ya pasado.
Gracias por este Gus tan personal.
Besos castrenses.
Albanta
Abrazos agradecidos.
En fin, que se agradece la verdad, que de tanto hablar de otros ( genios y figuras del cine y otras artes) nos olvidamos un poco de nosotros. Bueno yo no, porque soy un egocéntrico del copón y me gusta contar mis propias películas.
Antes de entrar al trapo con el tema planteado. Un gracias muy grande al de Zaragoza por hacerme la suplencia que avise con tan poco tiempo (5 días creo). Y Forque su suplencia fue ejemplar y maravillosa.
Y dices tu de mili...Yo no voy a contar la mía. Sólo voy a decir lo que muchas veces comento sobre el tema y en lo que coincidía con mi difunto suegro (un hombre muy notable en muchísimos aspectos). Él, hijo de guardia civil, ingreso en la Academia Militar de Zaragoza dispuesto a hacer carrera en tan insigne institución. Yo, objetor acojonado, me deshice en prorrogas hasta que no pude más. El caso es que tanto él como yo guardamos el mismo recuerdo, muy desagradable (él se salió de la academia y terminó haciendo IMEC como tantos universitarios). Mi destino fue muy cómodo, (a 500m de mi casa, con pase pernocta y 12 guardias en todo un año), mi trabajo era genial profesor, bibliotecario y videotecario (alquilábamos pelis de videoclubs y hacíamos copias piratas para uso y disfrute de los oficiales, a veces de la tropa).
¿Donde estaba pues el problema? Pues como he comentado, lo mismo que le pasó a mi suegro, no era capaz de soportar que tu vida (aunque fuera sólo un día, un rato o un instante) dependiera del humor con el que se te cruzaba el cazurro de turno cuyos galones tampoco tenían porque ser gran cosa (Cabos 1ª , sargentos y sargentos 1º, eran lo peor). Las más de las veces tomaban la decisión de que cualquiera que no tenía graduación era un esclavito al que se podía ordenar cualquier memez (quitar las malas hierbas de un trozo de jardín de un remoto rincón, por ejemplo) por el sólo hecho de poder ejercer su parcelita de poder.
Alguno con el que he comentado mi experiencia me ha dicho más de una vez que eso es algo que también se da en la vida real...puede ser, pero yo no lo he visto, en la vida real y he tenido trabajos bastante ínfimos, las tareas suelen ser las que te competen y las que no lo son se te piden, no se te ordenan con una autoridad absoluta...a malas, puedes hasta negarte e irte de allí, algo que no podías hacer en el ejercito.
En fin, esa es mi batalla...por cierto como tirador, malísimo, mi ojo vago hace que mi puntería compitiera con mi agilidad (0,0 también).
Abrazos con uniforme de paseo (ahí si que ganaba en donosura y contribuía a mis éxitos de conquistador)
Mi padre sí que la hizo, en el cuartel de Burgos, y siempre dice que fue de las mejores experiencias de su vida. Entre las anécdotas que cuenta, hay una muy buena; resulta que él, que era cabo, encabezaba un desfile militar por las calles de Burgos cuando al girar una esquina, se equivocó de sentido y se fue hacia el otro lado, y detrás de él toda su compañía. Imaginaos el desastre, la gente esperando en las aceras a que pasaran y éstos hacia el otro lado. Cuando le avisaron del error, ya se habían recorrido unos cientos de metros.
Hace unos meses estaba mi padre en el pueblo cuando de repente se le acercó un señor y le preguntó si era él, aquel cabo que tubo en la mili y al que llevaba 40 años sin ver. Y resulta que sí, que habían sido compañeros. El abrazo que se dieron refleja lo que ambos sentían. Se quedaron a comer en un restaurante y creo que pasaron una jornada de las que no se olvidan.
Abrazos con ritmo