GUS MORNINS 12/12/17
“Hay
gente que tiene juventud. Hay gente que tiene belleza. Yo tengo el gesto de la
amenaza”
Edward G. Robinson
Podríamos haber
dedicado el gus de hoy a Frank Sinatra que nació el mismo día que el amenazante
Edward G., pero para variar un poco, vamos a hablar de este actor de origen
rumano que nació en Bucarest tal día como hoy hace ciento veinticuatro años.
Mucha gente no sabe qué
es lo que significa la “G.” de su nombre artístico. Más allá de el punto máximo
de satisfacción sexual femenina, significa “Goldenberg”. Sí, porque Edward G.
era judío. Y, de hecho, se crió en una comunidad yiddish rumana hasta que a los
diez años se trasladó con sus padres a Nueva York en 1903. Era un fiera en el
arte de la interpretación, tanto es así que, aunque él quería ser abogado o
rabino, consiguió una beca de estudios en la Academia Americana de Arte
Dramático y allí, un profesor le aconsejó que se cambiara el nombre (el
auténtico era Emmanuel Goldenberg) y le añadiera un Robinson para
americanizarlo un poco. Así que allí tenemos al joven Edward G. Robinson
sacando unas notas extraordinarias y graduándose con veinte añitos. Actuó en
papeles ínfimos en Broadway e, incluso, hizo un tímido debut en el cine en 1916,
pero el papel que le dio el definitivo salto a la fama fue el del gángster Rico
Bandello en Hampa dorada, de Mervyn
Le Roy, algo que marcó definitivamente toda su carrera. Papel que había de
gángster, papel que le adjudicaban a él.
A partir de ahí, se convirtió
en el gángster oficial del cine en la década de los treinta e, incluso, se
autoparodió, bastante cansado de que le dieran siempre el mismo papel, en la
estupenda Pasaporte a la fama,
dirigida por John Ford, en el que interpretaba a un tipo que era idéntico a un
mafioso y le contratan como doble.
En los años cuarenta se
esforzó por salirse del papel que siempre le asignaban. Es memorable su
interpretación del mendigo alcohólico que acude a una fiesta de antiguos
compañeros de universidad con un frac prestado de la beneficencia en Seis destinos, de Julien Duvivier, así
como el memorable investigador de siniestros de la compañía Pacífico Todo
Riesgo en Perdición, que, cuando algo
huele mal, siente a un enanito saltando en su estómago. También queda en la
memoria ese profesor de universidad que se ve inmerso en una espiral de maldad
en La mujer del cuadro, de Fritz
Lang, o, repitiendo con el maestro alemán, a ese pintor de incuestionable
talento que tiene la personalidad falsificada y el destino negro en Perversidad. Inteligente e implacable
con su pipa remendada se muestra como el cazanazis de El extraño, de Orson Welles; amedrentado por un pasado que no es
capaz de olvidar en la estupenda película de terror teen La casa roja, de
Delmer Daves; avergonzado por haber vendido piezas de avión defectuosas al
ejército americano durante la guerra en la adaptación del drama de Arthur
Miller Todos eran mis hijos y vuelve
a interpretar a un gángster porque le gusta mucho el papel repleto de crueldad
y vicio que encarna en Cayo Largo, de
John Huston al lado de Humphrey Bogart, Lauren Bacall y una insuperable Claire
Trevor; atormentado por tener que dividir su reino financiero entre sus hijos
sin escrúpulos en la maravillosa Odio
entre hermanos, de Joseph L. Mankiewicz…
Sin embargo, en los
cincuenta, la carrera de Edward G. Robinson se paró de repente. Fue incluido en
las tristemente célebres listas negras del Senador Joseph McCarthy y, aunque al
principio se pudo refugiar en el teatro, todo se le complicó con el divorcio de
su esposa, que le dejó sin un céntimo. Para poder trabajar en el cine, accedió
a dar nombres y, dicen las malas lenguas, que fue el que delató ante el Comité
de Actividades Antiamericanas al gran Dalton Trumbo.
Con el perdón en el
bolsillo, Cecil B. de Mille le premia por su acción con el papel del malvado
sacerdote de Los diez mandamientos y,
a partir de ahí, su carrera experimenta un lento renacimiento. Maravilloso es
su papel del cerebro del atraco de Siete
ladrones, de Henry Hathaway, al lado de un estupendo Rod Steiger y de una
sensual Joan Collins (algo así como una versión clásica del Ocean´s eleven, de Soderbergh), trabaja
con Capra en una de las películas que menos me gustan del maestro, aunque tiene
sus acérrimos seguidores, como es Millonario
de ilusiones; resulta odioso en sus manipulaciones torticeras como el
director que embauca a Kirk Douglas en Roma en la excelente Dos semanas en otra ciudad, de Minnelli;
resulta convincente en su doble papel en la muy divertida El premio, de Mark Robson, al lado de Paul Newman, Elke Sommer,
Diane Baker, Kevin McCarthy y Sergio Fantoni; interviene a última hora como el
Secretario de Estado para Asuntos Indios en sustitución de Spencer Tracy en El gran combate, de John Ford; da unas
cuantas lecciones de interpretación como ese jugador de póquer profesional que
se las hace pasar canutas a Steve McQueen en El rey del juego, de Norman Jewison y, después de un periplo por
Europa donde realiza unas cuantas películas de bastante poca calidad, se
despide de todos nosotros con la conmovedora interpretación de Sol Roth, el
investigador de documentos que trata de ayudar en la resolución de un crimen a
Charlton Heston en un Nueva York superpoblado en la estupenda Cuando el destino nos alcance, de
Richard Fleischer. Robinson murió dos meses después de acabar esta película y
dos meses antes de recoger el Oscar honorífico que la Academia de Artes y
Ciencias de Hollywood le había otorgado en reconocimiento a su inigualable
carrera y, por supuesto, para paliar el imperdonable olvido al que le había
sometido al no nominarle ni una sola vez. El premio fue recogido por su segunda
esposa, la cual, en su discurso de agradecimiento, confesó que Edward G., tenía
pánico a recoger un premio como ése.
Robinson, al contrario
que muchos de sus personajes, se destacó por ser un hombre sensible, cariñoso,
amante del arte (a partir de su divorcio y para no volverse a quedar con una
mano adelante y otra atrás se dedicó a coleccionar obras de arte, especialmente
de Cezanne, su pintor favorito) y muy entregado a su trabajo. Poca gente sabe
que dominaba a la perfección siete idiomas (si contamos el yiddish como tal)
entre ellos el rumano, el inglés, el alemán y el italiano. La primera opción de
Francis Ford Coppola para interpretar a don Vito Corleone fue él, pero su
fallecimiento le obligó a buscar otras opciones. Quizá el resultado hubiera
mejorado, aunque es difícil de creer.
Un actor de leyenda.
Os dejo con él en una
de sus interpretaciones más recordadas. Barton Keyes, el investigador de seguros
de Perdición, papel por el que
hubiera merecido, al menos, el Oscar al mejor actor secundario.
Y como mosaico ahí le
tenéis, con su cara de perro bulldog.
Comentarios
Memorable por supuesto su papel en "Perdición" y su enanito saltando en el estómago, pero no menos inolvidable en "Perversidad", "La mujer del cuadro", y en la extraordinaria- estoy contigo- y poco reconocida "Odio entre hermanos". Y uno que me sé yo sin duda resaltaría su aparición en "El rey del juego".
Abrazos pintados
Tengo una pequeña anécdota de aquel mítico chat de terra, cinéfilos. Con uno de los chateros mantenía interminables charlas de las que nación una amistad que aun se mantiene viva y un cariño sincero. Al comentar con mi pareja de aquellos días el nivel de conocimiento sobre el séptimo arte que poseía algún que otro chatero, me dijo pues pregúntale a tu amigo si sabe el nombre de una película de Edward G. Robinson que es de historias pequeñas, no recuerdo su nombre y me gustaría volver a verla..así lo hice y la respuesta fué instantánea..."Al margen de la vida", no la busques, está descatalogada y desde ese día el caracolillo se ganó, además de mi cariño, mi más rendida admiración. Te quiero, Car.
Sus quiero a todos, aiss que me pone meliflua la Navidad.
Besos empalagosos.
Albanta
Ya me quedan pocas horas en los canales
La proxima vez q os lea estare en los madriles.
Abrazos sonriendo de lado
Carpet
Carpet el listillo