EL CINE EN CIEN PELÍCULAS (LXVI)
(Gus dedicado de manera muy especial a nuestro amigo Indi, nuestro héroe, nuestro maraton man particular, el hombre capaz de recorrer París en menos que canta un coq. Aunque correr sea de cobardes, Enhorabuena, campeón )
Mientras sea hermosa estoy
diez veces más viva que otros.
CLEO DE 5 A 7 (Cléo de 5 à 7) Francia, 1961 Dir: Agnès Varda
con Corinne Marchand, Antoine Bourseiller, Dominique Davray (90 min)
Han tenido que pasar sesenta
y cinco capítulos y casi dos años de este “El cine en cien películas” para que
por fin podamos ver y comentar en esta serie el primer film dirigido por una
mujer. La merecedora de este privilegio es la franco-belga Agnès Varda; lo es,
además, por derecho propio, y no por una simple cuestión de estúpidas cuotas.
De hecho, ya lo adelanto, la realizadora de la Nouvelle Vague será la única
presencia femenina en este listado de los guses luneros, lo cual no hará sino
subrayar el escaso peso específico que tradicionalmente ha tenido la mujer en
el cine (detrás de la cámara naturalmente). Como ocurre en otros ámbitos de la
vida, se ha avanzado mucho al respecto de un tiempo a esta parte, pero como
también sucede en esos mismos ámbitos, queda todavía mucho camino por recorrer.
Y eso que existen pruebas
más que concluyentes de que la primera persona en contar una historia a través
de una cámara fue una mujer. Su nombre, Alice Guy, fue convenientemente
ninguneado por los historiadores, y hoy es una gran desconocida para la
mayoría. Sin embargo, Guy fue la primera persona que dirigió una ficción, en
1896, El hada de las coles, con apenas un minuto de duración pero con un
desarrollo narrativo que el cine nunca había explorado antes. La película es
también el primer ejemplo de cine fantástico de la historia, por lo que su
directora también ha de considerarse como una precursora en el campo de los
efectos especiales. Y todo ello antes que Meliès y su famoso Viaje a la luna
(1902). Guy, nacida en Francia en 1873, es también la primera productora
independiente de la historia; a lo largo de su existencia, la compañía que
dirigía supervisó más de 600 películas. Y hoy no la conoce nadie.
Es el primer gran nombre
propio de una lista en la que hasta hace bien poco no había muchos más. Otro a destacar sin duda es el de la alemana Leni Riefenstahl, célebre por sus producciones
propagandísticas al servicio del régimen nazi. Lo cierto es que más allá de
cuestiones ideológicas, la aportación de la autora de El triunfo de la
voluntad (1934) u Olimpiada (1938) al desarrollo del cine en general
y del cine documental en particular es valiosísima. En Hollywood, la primera
directora relevante es la británica Ida Lupino que desarrolló su carrera detrás
de la cámara a partir de la década de los cincuenta. Además de actriz y
realizadora, Lupino fue guionista y productora a través de la compañía
independiente que fundó junto a su marido, Collier Young quien más tarde la
abandonaría para casarse con Joan Fontaine.
La productora de Young y Lupino presentó alguno de los clásicos de esta última como
Ultraje (1950), que abordaba el tema de una violación desde el punto de
vista de la víctima, o El autoestopista (1953), auténtica joya del cine
negro y una verdadera lección sobre cómo crear suspense.
La mujer va poco a poco
abriéndose hueco en la sociedad, pero de manera un tanto incomprensible, el
cine tarda en darse cuenta del fenómeno. Hay pocas directoras, y las que hay
están en general mal reconocidas. En 1975, la italiana Lina Wertmuller hace
historia al convertirse en la primera mujer en optar al Oscar a mejor dirección
por Pascualino: siete bellezas. Hasta la fecha, únicamente cinco mujeres
han optado a la estatuilla en esta categoría, y de ellas solo una la ha ganado
al final: las nominadas han sido, además de Wertmuller, Jane Campion (El
piano, 1993), Sophia Coppola (Lost in translation, 2004) y Greta
Gerwig (Lady bird,2018). En 2010, Katryn Bigelow ganó el único Oscar
conquistado por una mujer hasta el momento en la categoría de mejor dirección gracias a En tierra hostil,
que se convirtió además en la triunfadora de la noche por delante de Avatar de
James Cameron, para más inri ex de Bigelow. Es curioso porque a la directora se
le ha acusado siempre por hacer un “cine de hombres”, con permanente tendencia
a la acción y a la violencia; de hecho la película con la que se gana el
reconocimiento pertenece a un género tan tradicionalmente “masculino” como el
bélico. En la historia de los premios de
la Academia hay que apuntar finalmente el caso de El príncipe de las mareas
(1991) de Barbra Streisand que, pese a colocar su cinta entre las más
nominadas de aquella edición y colarla en el quinteto que opta a mejor
película, no logra entrar ella misma por la lucha en mejor dirección.
Tampoco los festivales
internacionales han sido especialmente generosos con el cine dirigido por
mujeres. Así por ejemplo, la única Palma de Oro de Cannes conseguida en toda la
historia del certamen por una directora fue la que conquistó en 1993 Jane
Campion por El piano. No obstante, la realizadora neozelandesa tuvo que
compartir el premio ex aequo con Adiós a mi concubina del chino
Chen Kaige. Hace dos años, el jurado de Cannes distinguió a Sophia Coppola como
mejor directora por su labor en La seducción (2017), remake del clásico
de Don Siegel El seductor (1971).
En la actualidad, sería
absurdo negar que la situación ha cambiado, aunque no se sí fenómenos como el
“me too” o la ridícula imposición de cuotas beneficia o a la larga perjudica la
incorporación de la mujer a la industria del cine. De todas formas, cada día es
más numeroso el grupo de directoras cuyo nombre podemos retener en nuestra
memoria. Gracias a la globalización, provenientes además de todas las partes
del mundo, incluso de cinematografías tan impensables como la de Irán, país en el
que nacer mujer es poco menos que un crimen, y en cualquier caso, una
desgracia. Ejemplos como el de Hana Makmalbaf, una joven que con tan solo
dieciocho años impactó al mundo entero con su película Buda explotó por
vergüenza (2007), deberían servirnos a todo. El cine necesita de esta sensibilidad tan
especial, requiere de historias contadas por mujeres para seguir siendo cine.
Agnès Varda nace en Bruselas
el 30 de mayo de 1928. Su padre es descendiente de refugiados griegos y su
madre francesa, motivo por el cual la familia se traslada muy pronto a París y
la infancia de nuestra invitada de hoy transcurre toda ella en la capital francesa.
Allí Agnès estudia Historia del Arte y consigue un puesto como fotógrafa
oficial del Teatro Nacional Popular. Desde muy joven, Varda comienza a
interesarse también por el cine y se mueve en la órbita del llamado Nouveau
Roman, un grupo de intelectuales cercanos ideológicamente a la izquierda del
que forman parte Marguerite Duras, Chris Maker o Henri Colpi entre otros.
Su primer proyecto cinematográfico es La
Pointe Courte (1956), a caballo entre la ficción y el documental, está
considerado el antecedente estilístico de la Nouvelle Vague. La película, que
la directora dedica a un amigo enfermo, narra el devenir cotidiano de Sete,
localidad pesquera famosa por el barrio de pescadores que da nombre al film, al
tiempo que profundiza en la relación amorosa de su pareja protagonista. La
crítica ensalza la obra, y señala la influencia del neorrealismo, aunque Varda
reconocerá más adelante que en esa época apenas conocía la obra de los Visconti
y compañía.
En 1958 Agnès contrae
matrimonio con Antoine Bourseiller, conocido director teatral y de ópera, que
trabajó también de manera ocasional como actor a las órdenes de Godard, Resnais
o la propia Varda que le dirigió en la película que hoy comentamos. Pero sin duda el gran amor de su vida es el
también cineasta Jacques Demy con quien se casó en 1962, y a quien dedicaría
alguno de sus posteriores trabajos como ya veremos.
Cléo de 5 a 7 (1961) llega dos años después de que Truffaut
diera el pistoletazo de salida oficial a la Nouvelle Vague con Los
cuatrocientos golpes. Varda sorprende con una película brillante e
innovadora que se integra plenamente dentro de los planteamientos de la nueva
corriente. Como el resto de sus compañeros del grupo, la directora juega con el
cine y con sus recursos expresivos, algo que también encontramos en su tercer
largometraje. La felicidad (1965) cuenta la historia de un joven y
enamorado matrimonio cuya estabilidad se ve amenazada cuando el marido se
enamora de otra. Su deseo será no tanto llevar una doble vida sino dos vidas
paralelas en las que haya sitio para las dos mujeres que ama. En esta ocasión,
la directora francesa deslumbra con una luminosa puesta en escena que bebe de
la pintura expresionista y se vale del tono alegre y a la vez melancólico de la
omnipresente música de Mozart. La felicidad es una explosión de color en
la que no caben ni los fundidos en negro – la pantalla se torna en verde, amarillo
o morado cada vez que se da paso a una nueva secuencia. Y todo para, en el
fondo, esbozar una triste reflexión en torno a los límites del amor dentro de
una película que nunca disimula la militancia feminista de su autora. Una
magnífica película, en cualquier caso.
A pesar de que su carrera se
completa con un drama de corte fantástico – Las criaturas (1966) es un
sonoro fracaso pese a contar con Deneuve y Piccoli en el reparto- Varda se
vuelca a partir de entonces en un cine de clara vocación realista y social (y
feminista, claro). Cuando, tras el éxito de Las señoritas de Rochefort
(1967), Jacques Demy es reclutado por Hollywood para rodar una película en
suelo americano, su esposa cruza el charco junto a él. Mientras permanece en Estados Unidos, Varda no
se queda de brazos cruzados; comienza a investigar sobre el fenómeno de los Black
Panthers y en 1968 les dedica un documental, al tiempo que filma una semi
ficción desarrollando una historia en torno al movimiento hippie en Lions
Love (1969). En esa misma época, ha
colaborado en Loin du Vietnam, documental de nacionalidad francesa en
contra de la intervención americana en el país asiático que la directora firma
junto a ilustres compatriotas como Godard, Lelouch o Resnais.
En los setenta, Agnès vuelve
a Francia pero sigue cada vez más interesada en las posibilidades que le ofrece
el documental. Tal vez su obra más celebrada en este periodo dentro del género
sea Daguerrotipos (1976); el título es un juego de palabras ya que Varda
filma el devenir cotidiano de las gentes que habitan en su propia calle, la rue
Daguerre en el distrito 14 de París. La Varda más combativa asoma en el drama
feminista Una canta, la otra no (1977) con el asunto del derecho al
aborto como telón de fondo.
El mayor éxito en la carrera
de Varda se produce en 1985 con la consecución del León de Oro de Venecia gracias
al drama Sin techo ni ley. Fiel a ese estilo semidocumental y realista
que ya forma parte de su sello personal, la directora sigue con su cámara las
andanzas de Mona, una adolescente vagabunda a la que interpreta una jovencísma
Sandrine Bonnaire en uno de sus primeros papeles para el cine. La película
arranca con la escena en la que unos aldeanos encuentran en un descampado el
cadáver de la protagonista cuya desgraciada existencia se recrea a partir de
varios flashbacks.
Es entonces cuando Jacques Demy
cae gravemente enfermo, y Agnés decide estar a su lado. El creador de la
inolvidable Los paraguas de Cherburgo morirá finalmente en octubre de
1990, víctima del SIDA (fue su propia esposa quien acabaría confesando la causa
real del fallecimiento pues la noticia que se dio en un principio era que Demy
había muerto de leucemia). Varda homenajeó a su marido en la nostálgica Jacquot
du Nantes (1991), basada en unas memorias que el director dejó escritas
pero se negó a publicar. El tributo al difunto se completó con los documentales
Les demoiselles ont eu 25 ans (1993) que celebra el cuarto de siglo de Las
señoritas de Rochefort, y El universo de Jacques Demy (1995).
En ese año en el que se
cumple el centenario del cine a Varga se le encarga hacer una película que
conmemore la efeméride. A tal efecto, la directora construye una fábula, Las
cien y una noches, en la que reúne un excelso reparto plagado de estrellas
tanto europeas (Deneuve, Leaud, Piccoli, Mastroianni, Delon) como
hollywodienses (desde Harrison Ford a Robert de Niro pasando por Harry Dean
Staton). El fracaso de la película fue tal que Varda juró no volver a rodar un
film de ficción en su vida.
Cumpliendo su palabra, la
realizadora encara en el albor del nuevo siglo uno de sus proyectos más
personales y, a la larga, también de los mas reconocidos. Se trata del documental
Los espigadores y la espigadora (2000) cuyo origen remite a la figura de
los hombres y las mujeres que se dedican a las tareas agrícolas de recolección.
Sin embargo, los nuevos espigadores del mundo contemporáneo son los hombres y
las mujeres que encontramos cada vez más escarbando entre las basuras de los
núcleos urbanos para poder subsistir. La imagen obsesiona a Varda, la
espigadora que capta con su cámara la realidad que le rodea. La tecnología
digital le permite llegar hasta el más insignificante detalle. La pieza, que se
confirma a la postre como una reflexión acerca del propio cine como arte
recolector de imágenes, tuvo una continuación, Los espigadores y la
espigadora dos años después (2002).
Las ultimas producciones de
la Varda apuntan todas en esa misma dirección; reflexiones sobre la relación
existente entre la realidad y la ficción, entre el cine y la vida en
definitiva, dos realidades separadas por una frontera a veces casi invisible
como se encargaron de demostrar desde el principio los maestros nuevaoleros.
Nacen así obras que desprenden honestidad y emoción como Las playas de Agnès
(2008). En su penúltimo trabajo, Caras y lugares (2017), la ya “abuela
de la Nouvelle Vague” (en realidad, así se la conocía ya desde joven) se hace
acompañar por el joven artista urbano JR – cincuenta y cinco años más joven que
ella- en un inclasificable viaje a través de las emociones. Varda nos incita a
seguir indagando entre la imagen fija y la imagen en movimiento de un modo
ameno, pero sobre todo plagado de ternura. A pesar de la diferencia de edad, la química
entre los dos protagonistas de la función es asombrosa, lo cual habla muy bien
del carácter siempre inquieto de nuestra invitada de hoy.
Agnès nos dejó este pasado
29 de marzo de 2019. Antes tuvo tiempo, en 2017, de recoger el Oscar honorífico
por toda su carrera, así como, que no se me olvide, el Donostia de ese mismo
año. Su testamento cinematográfico se estrenó hace unos meses bajo el título de
Varda por Agnès, una confesión en toda regla y un repaso por toda una vida
entregada al cine. Porque Varda fue y es primero Agnès, lo mismo que el cine
siempre ha de ser un reflejo de la vida. Nos quedamos con esa imagen de dulce y
sabia ancianita, con su característico peinado “calimero” y sus largos vestidos
de color. No olvidamos, sin embargo, que fue toda una pionera que rompió moldes
y abrió muchos caminos.. Varda se convirtió en un referente de esa generación
ya desde su primera película, elogiada desde las páginas de Cahiers por quienes
después serían sus compañeros de viaje, y despertó vocaciones desde un
feminismo militante, pero sereno y nada demagógico. Por todo ello, esta señora
se merece todo nuestro respeto y nuestro cariño
Todo empieza un 21 de junio,
el primer día de verano en París. Es la fecha en la que Cleo, nuestra
protagonista, ha de pasar por el hospital para recoger los resultados de unas
pruebas médicas a las que fue sometida recientemente. La joven no tiene mucha confianza
en que dichos resultados le proporcionen buenas noticias y sí en cambio muchas
sospechas de que puede padecer cáncer.
Para hacer tiempo antes de
presentarse en el hospital, Cleo, que es bastante supersticiosa, decide acudir,
por mediación de una amiga, a la consulta de una tarotista para que le lea el
futuro. Al comienzo de la sesión, la vidente le hace barajar un mazo de cartas
que luego deberá distribuir en tres montones, uno para el pasado, otro para el
presente y otra para el futuro. La mujer da en el blanco en todo lo que
concierte al pasado y al presente de su clienta, adivinando sus dotes para la
música y su buena voz – Cleo es cantante. Al llegar al futuro, le anuncia que
conocerá pronto a un hombre joven; sin embargo, casi al instante aparece la
carta de la muerte que tal y como se encarga de informar la pitonisa no siempre
es portadora de malos augurios.
Pero sí. El destino de Cleo
es la muerte. La adivina lo ha visto en las cartas, así como en las líneas de
la mano que la muchacha quiso que le leyera antes de salir. Así se lo hace saber a su marido una vez está
a solas con él.
Ya en la calle, Cleo se
reúne con Angèle, la amiga que la ha puesto en contacto con la adivina que le
pregunta qué tal la experiencia. Cleo le responde que mal y rompe a llorar,
pero Angèle la anima y llama al camarero para que les traiga un café. Luego se
pone a departir amablemente con él Le cuenta la historia de un hombre al que
diagnosticaron poco tiempo de vida y decidió viajar por todo el mundo; a su
regreso al hogar, su mujer había muerto y él seguía vivo.
Cleo y Angèle salen del café
y se pasean mirando escaparates. Se paran delante de uno de una tienda de
sombreros, y Cleo se encapricha con uno de color negro, aunque su amiga no se
lo aconseja ya que es de piel y por tanto de invierno. Las dos mujeres entran
en la sombrerería y la cantante se prueba más tocados, aunque finalmente decide
comprar el primero que le había llamado la atención, el negro de piel. Angèle
protesta por la elección, y además le recuerda que están a martes, un día poco
propicio para estrenar cosas.
Después las dos amigas toman
un taxi que conduce una mujer joven para ir a casa de Angéle. Durante el
trayecto dos hombres piropean desde su coche a Cleo que ríe sin hacerles
demasiado caso; prefiere interesarse por su conductora a la que pregunta si no cree
que ejerce una profesión demasiado arriesgada para una mujer y si no tiene
miedo de salir en el turno de noche. Se
encuentran de pronto con una manifestación de estudiantes que se abalanza sobre
el vehículo y simula remolcarlo. La radio da las noticias; disturbios en
Argelia, un accidente laboral en la construcción, la operación de Edith Piaff
saldada con éxito y el tiempo.
Ya en casa de su amiga, Cleo
recibe la visita de su novio, José que dice estar muy ocupado y haberse pasado
un momento para saludarla porque sabía que se encontraba allí en ese instante.
Después llegan dos amigos músicos para entregarle a la cantante unas partituras
con canciones que formarán parte de un futuro recital suyo. Uno de ellos se
sienta al piano e interpreta un par de canciones con un tono inequívocamente
festivo, y después es el turno de Cléo, con una balada “Sans toi”, de aire mucho
más melancólico que termina por ponerle triste. Será por ello por lo que
mandará a todos que se marchen.
Cleo se arregla dispuesta a volver a la calle,
sola esta vez. Ya no dejará que la miren, será ella quien mire directamente a
los ojos de la gente. Y así lo hace; tras mirarse en el espejo de una
marquesina y comprobar que el sombrero negro que tanto le atrajo hace un
momento ya no le gusta, se detiene en un café donde observa a los parroquianos
sentados en la terraza cada uno abstraído en sus pensamientos. Su siguiente
destino será un viejo y apartado taller artístico: allí, en una de sus aulas,
se encuentre Dorothée, una joven amiga suya que posa como modelo para una
escultura ante un grupo de estudiantes. Finalizada la sesión, ambas abandonan
el lugar y se dirigen al cine donde trabaja como proyeccionista el novio de
Dorothée para entregarle unos rollos de película que le ha encargado a la
chica. Por el camino, Cleo confiesa a su
amiga que está angustiada por la incertidumbre por los resultados, pero esta la
anima. Le dice que está muy guapa, y ella le responde que está contenta con su
cuerpo, pero que no se vanagloria de él. El coche navega entre el tráfico por
las calles de París. Para Dorothée, los nombres de las calles deberían estar
dedicadas siempre a personas vivas y cambiarse una vez que estas hubiesen
muerto.
Al llegar al cine Cleo y
Dorothée suben a la cabina de proyección donde les espera impaciente Raoul.
Desde un ventanuco los tres se convierten en espectadores del film que se
exhibe en esos momentos en el local. Se trata de un divertido cortometraje que
comienza con la secuencia en la que se ve a un hombre despidiendo cariñosamente
a su amada desde un mirador. Desde lo alto, el protagonista ve descender las
escaleras a la chica, que esta vez no va vestida de blanco como había aparecido
en esa primera escena, sino de negro. Al llegar a la calzada, la joven tropieza
y es arrollada por un coche muriendo en el acto. El hombre llora desconsolado,
pero a continuación vuelve la mirada hacia otra escalera a su derecha. Ve a su
novia vestida esta vez de blanco bajar las escaleras y tropezar al llegar a la
calzada para quedar inconsciente en el suelo. Esta vez es una ambulancia la que
llega a socorrerla y finalmente la salva.
Las dos amigas se despiden
de Raoul y toman un taxi que dejará a Dorothée en su domicilio. Cleo sigue
viaje y baja del vehículo al llegar a un parque que parece tranquilo. Allí se
para ante una pequeña cascada, buscando sin duda un pequeño momento de paz en
el que estar consigo misma. Se le acerca entonces un joven que entabla
conversación con ella que le rechaza en un primer momento pensando que se trata
de un ligón. De repente Cleo se siente cómoda hablando con el muchacho que
tiene por nombre Antoine. Ella a su vez le confiesa que en realidad se llama
Florence, y así será como le llame su nuevo amigo, pues Cléo le recuerda no
solo a Cleopatra y a su trágico destino, sino a Cléo de Merode, una bailarina y
cortesana francesa del siglo XIX.
Antoine dice ser un soldado
de permiso que debe volver al día siguiente al frente argelino. Él también
tiene miedo a morir joven, y se ofrece a acompañar a Florence a recoger las
pruebas médicas. En el hospital, la pareja descubre que el doctor que ha citado
a la enferma ha salido y no volverá hasta la mañana siguiente. Cleo y Antonine
salen al jardín que se encuentra en el exterior del centro; se sientan en un
banco y siguen tratando de conocer el uno del otro. A lo lejos ven el automóvil
del doctor que atendió a la muchacha. Las pruebas no son concluyentes; Cleo
deberá someterse ahora a un nuevo tratamiento de radiación que comenzará al día
siguiente.
La noticia ha tranquilizado
a Cleo que de repente se siente feliz. Y se siente segura por haber desterrado
sus viejos fantasmas y supersticiones. Sonríe tímidamente a Antoine mientras
camina junto a él.
Desde su propio título, Cleo
de 5 a 7 propone una reflexión sobre el tiempo; en tiempo (casi) real, el
espectador acompaña a la protagonista por las calles de París durante dos horas
de una tarde que puede cambiar el curso de una vida. El recurso se ha visto en
producciones de Hollywood como La soga (Alfred Hitchcock, 1948) o Solo
ante el peligro (Fred Zimermman, 1952), solo que aquí no asistimos a una
teorización sobre el crimen perfecto ni al reclutamiento de voluntarios para colaborar
a defenderse de una venganza; fuera de la angustia permanente a la que está
sometida su personaje central, en la película de Varda no pasa nada
especialmente trascendente. En Cleo de 5 a 7 lo que pasa es simplemente
la vida.
Y así la película es la
historia de una transformación. O de varias. La protagonista comienza siendo crisálida
para convertirse en una mariposa, y en el transito de Cléo a Florence pasa de
sentirse observada a ser ella quien observe a los demás y tome las riendas.
Sólo así podrá alcanzar la plena libertad y ser feliz. El mensaje ha de
entenderse en clave feminista sin que por ello puedan excluirse otros matices.
Además del tiempo, no sólo
el objetivo, el que marca implacable las manecillas del reloj, sino también el
subjetivo mucho menos mensurable, otro de los temas que trata la película es el
de la belleza. En la primera parte, la
protagonista se siente bella se diría para sentirse viva, porque la fealdad
invoca a la muerte. “Mientras sea hermosa estoy diez veces más viva que otros”
dirá mientras se mira en el primero de los muchos espejos que le devuelven su
imagen a lo largo de la cinta. Cuando concluya la cinta, Cleo, ya Florence, no
necesitará de espejos para sentirse ella misma.
La película se estructura en
trece capítulos introducido cada uno de ellos por un rótulo en el que se indica
el lapso de tiempo en el que se desarrolla dentro de ese “de 5 a 7” antaño tan
cinematográfico y de un título que suele corresponder al nombre del personaje
que aparece por primera vez en el fragmento en cuestión. Es casi la misma
estructura de “cuadros” que usará un poco más tarde Godard en Vivir su vida
(1962). Godard, por cierto, aparece junto a Ana Karinna y Eddie Constantine, en
uno de esos episodios como el protagonista del cortometraje que se inserta en la
película en su parte intermedia (la que ven los protagonistas desde el
ventanuco de la cabina de proyección). La cinta está repleta de guiños de esta
naturaleza, tales como la aparición de Michel Legrand, autor de la banda sonora
del film, encarnando al personaje del músico que colabora con la protagonista y
acude a casa de su amiga para entregarle las partituras de su nuevo espectáculo.
Cine dentro del cine, cine
que asimismo acaba mezclándose con la propia realidad. La cámara de Varda sigue
a Cleo por las calles de París pero también a los viandantes que se cruzan con
ella y que se detienen a observarla o a ser observados por ella. El resultado
tan fresco como original y libre de prejuicios. Ya desde sus inicios, y con las
limitaciones que da además un presupuesto más que restringido, el cine de Varda
manifiesta una tendencia hacia lo documental; la directora aportó el compromiso
y la mirada femenina que necesitaba un grupo que llegó para cambiarlo todo en
la historia del cine.
Comentarios
Coincide además el reconocimiento a Agnés con el fallecimiento reciente de otra gran dama de la escena (que el teatro y el cine siempre irán de la mano), en este caso española, la maravillosa Asunción Balaguer. Una mujer fantástica opacada por una gran estrella. Dicen, retorciendo el dicho, que detrás de un gran hombre hay siempre una mujer sorprendida. No sé si era el caso de Asunción con el gran paco rabal, pero lo que si fue sorprendente es la vuelta a las tablas de la Balaguer tras su viudedad. Yo tuve la oportunidad de verla a sus 87 añitos en "Follies" en el Teatro Español y estaba radiante, entonando más que notablemente el "Broadway baby" de su personaje , Hattie Walker y marcándose los pasos de claqué al ritmo del resto del reparto. La obra memorable, pero ella destacaba especialmente y así se le reconoció con el premio Max a mejor actriz de reparto.
Y volvemos a la Varda, cuyo reconocimiento no es tardío pues su nombre siempre ha estado muy considerado en la industria, a pesar de que dedicase la mayor parte de su obra a un género tan poco reconocible como el documental, o la ficción documental en muchos casos, de poco recorrido comercial y casi oculto al gran público. Hace poco descubrí en televisión "Caras y lugares" y me pareció maravillosa. Coincido con Dex en la ternura que desprende la cinta y en lo amena que resulta, así como en la química que se desprende de la relación con un artista muchísimo más joven y que desde un punto de partida estético muy distante termina completamente subyugado por el encanto de una mujer que sabía mirar como nadie.
Recuerdo que cuando Agnes murió, el maño ya me avisó de que "Cleo de 5 a 7" podía estar en esta selección de "las 100 de Dex". Me alegro de que haya cumplido con su idea y que haya servido para reivindicar a las mujeres de detrás de la cámara. Quiero pensar que cuando dentro de unos años se atreva con "las 100 del siglo XXI" la aparición femenina no sea una gran excepción.
habría que decir que también en España hay varios nombres femeninos muy reconocidos, aunque sigan siendo escasos en la industria, pero Bollain, Coixet, Miró, Josefina Molina y más recientemente la Dolera o Paula Ortiz se han hecho también un pequeño hueco para contarnos las cosas de otra forma. Nos pueden gustar más, menos o nada...pero es exactamente lo mismo que nos pasa con los hombres.
Gracias Dex por un nuevo Gus impresionante.
Abrazos " A su lado"
De la Vardá sólo he visto "Los espigadores y La espigadora", sorprendente trabajo que nos lleva de la mano del bello cuadro de Millet a la falta de sentido común en la gestión recursos, mientras unos tiran la comida de manera descorazonadora, otros pasan hambre y rebuscan en la badura. Un trabajo duro y dificil de digerir, magnífico.
No se puede empezar mejor una semamana.
Besos espigados.
Albanta
PD: gran Gus sobre Agnes Vardá, Dex, por poner algo de cine.
Abrazos con agujetas