EL CINE EN CIEN PELÍCULAS (XXI)


Cuando el niño era niño
andaba con los brazos colgando,
quería que el arroyo fuera río,
que el río fuera torrente, 
y este charco el mar.

Cuando el niño era niño,
no sabía que era niño,
todo le parecía animado
y todas las almas eran una.

Cuando el niño era niño,
no tenía opinión sobre nada,
no tenía ningún hábito.
A menudo se sentaba en cuclillas,
de pronto echaba a correr,
tenía un remolino en el pelo
y nunca posaba para tomarle una foto.




EL CIELO SOBRE BERLÍN (Himmel über Berlin). Alemania del Este, 1987. Dir Wim Wenders, con Bruno Ganz, Peter Falk, Solveig Dommartin, Otto Sander, (128 min)

Desde finales del siglo XIX hasta bien entrado el primer tercio del siglo XX, Alemania fue sin ninguna duda una de las grandes potencias cinematográficas del planeta. A los grandes hitos artísticos que produce la boyante industria germana hay que añadir los avances tecnológicos que contribuirán de manera notable al desarrollo del cinematógrafo. Detrás de todos estos logros, se encuentran los conocidos estudios de la UFA, fundados en 1917 en Postdam, cerca de Berlín, de cuyo interior surgen las obras maestras del movimiento expresionista. Allí se curten también profesionales de la talla de FW Murnau, Karl Freund, Robert Siodmak o Fritz Lang. Tras la llegada al poder de Hitler, todos ellos huirán del país y se instalarán en Estados Unidos donde cada uno pondrá su particular granito de arena en la construcción del periodo dorado de Hollywood.

El ascenso del nazismo y la posterior derrota en la guerra dejan a Alemania sumida en la zozobra más absoluta. Después vendrá la división del país en dos mitades, y más tarde el levantamiento del muro en la capital, Berlín. Son factores que se acumulan y que traen como consecuencia una fase de cierto estancamiento que se extenderá a lo largo de varios años y que se hará más manifiesto en unos niveles que en otros. Así en concreto, durante décadas, en las dos Alemanias toda actividad cultural estará supeditada a la coyuntura política.El cine alemán en los cincuenta prácticamente no existe, y en los sesenta la situación no es que mejore demasiado. Pese a que el llamado milagro económico alemán ha acelerado en los años anteriores la recuperación del país, la industria nacional está completamente desnortada; los cines se vacían, no hay casi profesionales destacados en las diferentes ramas y las películas que se producen no solo tienen nulo interés artístico sino que además carecen de cualquier tipo de gancho comercial.

El panorama, no obstante, va a cambiar casi de la noche a la mañana gracias a la llegada de una nueva generación de jóvenes artistas comprometidos con su tiempo; sus miembros tendrán como reto superar el trauma que ha supuesto para Alemania su pasado más reciente, replanteado de forma serena en sus obras. Ni mucho menos vienen a promover un ajuste de cuentas con la generación de sus mayores, pese a que el inconformismo típico de la juventud no deja de estar presente nunca en sus creaciones. Los aires de cambio que se respiran en el teatro o la literatura de finales de los cincuenta no tardan en llegar a otros campos de las artes. Algo está cambiando también en el cine de la época. En 1959, el antiguo actor Bernhard Wicki se pasa al otro lado de la cámara para dirigir El puente, una obra maestra que será finalista al Oscar de Hollywood en la categoría de Mejor Película Extranjera. La película cuenta la historia de un grupo de adolescentes de una pequeña ciudad alemana que en los últimos meses de la II guerra mundial, cuando el asedio aliado es un hecho y ya no quedan prácticamente soldados adultos que reclutar, recibe la orden de proteger un puente. Rotundo alegato antimilitarista y antibélico, el film supone un gigantesco impacto en su tiempo cuyos efectos aún podrán sentirse mucho después (algunas de sus escenas inspirarían a Steven Spielberg para rodar en 1998 Salvar al soldado Ryan).

Tres años después del estreno de El puente tiene lugar un acontecimiento que va a suponer un antes y un después en el devenir del cine alemán. En 1962, el Festival de Cortos de Oberhausen, que se convoca anualmente en la pequeña localidad de la cuenca del Ruhr, reúne a una serie de jóvenes cineastas que acuden a presentar sus nuevos trabajos. Pues bien, estos artistas firmarán el llamado “manifiesto de Oberhausen” por el cual declaran que “el viejo cine alemán ha muerto”, al tiempo que declaran que el futuro del cine está en manos de quien ha demostrado utilizar un nuevo lenguaje cinematográfico aprendido en las escuelas y a través de la experimentación del cortometraje. Los jóvenes le declaran la guerra al cine comercial y se conjuran para sacar adelante juntos ese nuevo lenguaje. Evidentemente, el influjo de la “nouvelle vague” está ahí, aunque los cineastas teutones resultarán ser algo menos radicales que sus homólogos franceses.

Entre esos nuevos cineastas se encuentra Volker Schlöndorf, nacido en 1939, que había estudiado en Francia y trabajado con directores como Alain Resnais o Louis Malle. En 1966, sorprende a todo el mundo con su opera prima El joven Törless, basada en una novela que el escritor austriaco Robert Musil publicó en 1905. La película recrea la vida en una escuela militar de cadetes durante los últimos años del Imperio Austrohúngaro, y se centra en la dura y cruel disciplina que sufren los internos. El film se interpretó en un nuevo contexto como un análisis sobre los primeros orígenes del nazismo. Como dice un buen amigo mío, un crítico muy pedante él, un antecedente preclaro de La cinta blanca de Michael Haneke (2009). No obstante, el gran éxito de Schölondorff a nivel popular llegará una década después con El tambor de hojalata (1979), modélica adaptación de la obra del Nobel Günter Grass, que le valdrá entre otros premios el Oscar de Hollywood y la Palma de Oro en Cannes (ex – aequo con ApocalypseNow de Francis Ford Coppola). Posteriormente, el realizador ha seguido dirigiendo películas en las que continúa reflexionando en torno a temas como el nazismo o las heridas del pasado. Citemos El ogro (1996), El silencio tras el disparo (2000) o ya en los últimos años Diplomacia (2014).

Algo más joven que Schöndorff, Rainer Werner Fassbinder (1945-1982) proviene del mundo del teatro, y aplica sus conocimientos de la puesta en escena a la dirección cinematográfica. Es sin duda uno de los personajes más fascinantes que ha dado el cine europeo. Transgresor, polémico, apasionado, homosexual (aunque se casó dos veces y mantuvo relaciones con personas de los dos sexos), trabajador incansable – llegó a hacer más de 30 películas en apenas 13 años, antes de que un ataque cardiaco se lo llevase de este mundo cuando aún no había cumplido los cuarenta. Devoto del melodrama y de Douglas Sirk, su estilo es deliberadamente recargado y barroco y entre los temas que aborda en su cine figuran la soledad, la incomunicación o la búsqueda de la identidad, destacando además su querencia por personajes marginales o que sufren abusos por parte del poder. Trabajó con frecuencia con el operador Michael Ballhaus que después haría carrera en Hollywood y trabajaría con Scorsese o Coppola, y entre sus títulos más notables se pueden señalar Las amargas lágrimas de Petra Von Kant, El matrimonio de María Braun, La ley del más fuerte o una pequeña maravilla que yo recomiendo a todo el mundo y que lleva por nombre Todos nos llamamos Ali y que narra la singular historia de amor entre una anciana viuda y un inmigrante marroquí treinta años más joven.

Quizá sea Werner Herzog el cineasta más radical de entre todos estos integrantes del nuevo cine alemán del que estamos hablando. Las películas de Herzog suelen estar protagonizadas por individuos emprendedores e idealistas que acostumbran a llevar sus respectivas pasiones hasta lo extremo; el director nos contará en sus diversos trabajos las diferentes odiseas de Lope de Aguirre, Kaspar Hauser, el mago Hannusen o Bryan Fitgerald, el melómano megalómano que pretende montar en plena selva amazónica un teatro de ópera como vemos en Fitzcarraldo (1982). Casi todos estos personajes llevan el anguloso y característico rostro de Klaus Kinsky, padre de Natassja y actor fetiche del realizador que también en los últimos años se ha destacado como un notable documentalista.

Pero no cabe duda de que Wim Wenders es el director más reconocido a nivel popular de toda esta generación y el que ha logrado tener una mayor repercusión mediática en todos estos años.  Wenders nace en Düsseldorf en 1945 y también vive en París donde estudia y acude casi a diario a la Filmoteca para empaparse de cine americano clásico. Su primer film, Verano en la ciudad, data de 1970 y está rodado nada más acabar la carrera, dura tres horas y media y cuenta la peripecia de un hombre que al salir de la cárcel empieza a vagar con rumbo hacia ninguna parte. El viaje, un tema recurrente en toda la obra de su autor, como se puede ver en el primero de sus clásicos, una tierna y excepcional “road movie” rodada en blanco y negro y llamada Alicia en las ciudades (1974). Con El amigo americano(1977), adaptación de la novela homónima de Patricia Highsmith, se gana a la crítica internacional desplazada al Festival de Cannes, aunque la película se va de la Croisette sin ningún premio.

Ya en los ochenta Wenders inicia su etapa más prolífica con títulos como El estado de las cosas (1982) o El hombre de Chinatown, también del mismo año, una película rodada íntegramente en Estados Unidos en la que colaboró con Francis Ford Coppola, y que tiene como protagonista al escritor de novela negra Dashiel lHammet. En 1984 llega Paris – Texas, que con el tiempo se habrá de convertir en una auténtica obra de culto y que le vale, esta vez, sí, la Palma de Oro en Cannes. El mismo amigo pedantón del que os hablaba antes dice que la vio no hace mucho y que se le ha quedado muy vieja, pero yo que la vi hace menos pienso sinceramente que es una de esas películas que no tienen edad.  Escrita por Sam Sephard y protagonizada por Harry Dean Staton, fallecidos ambos el pasado año, el film reconstruye la odisea de un hombre perdido en el desierto de Texas tratando de encontrar a su hijo y a su esposa, y cuenta con una hipnótica banda sonora de Ry Cooder y con uno de los finales más bonitos del cine moderno. Nadie, y que me perdone Johnny Deep, ha lucido un jersey de angora en pantalla con tanta elegancia como Nasstasja Kinski.
Otro buen amigo mío, que no es ni crítico ni pedantón, se lamenta mucho de que Wenders no haya sabido estar a la altura de esta primera etapa en los últimos años de su trayectoria. Y puede que tenga algo de razón, porque de un tiempo a esta parte, el director alemán, que durante años también ocupó el cargo de presidente de la Academia de Cine Europeo, ya no ha vuelto a ser el que era. De hecho, en estos años sólo hemos podido disfrutar de su talento en pequeñas dosis y a cuentagotas en películas como Llamando a las puertas del cielo (2005) o la totalmente reivindicable Tierra de abundancia de 2004 (ningún director estadounidense se ha aproximado con tanto tino al trauma del 11 – S). Aun así, audacia y talento no le faltan, y su inquietud le ha llevado a embarcarse en una segunda parte de El cielo sobre Berlín titulada Tan lejos, tan cerca (1993) como a asociarse con Michelagelo Antonioni y codirigir con el italiano Más allá de las nubes (1995). El director inaguró la última edición del Festival de San Sebastián con Inmersión que no fue bien recibida por la crítica. Al igual que Werner Herzog se ha revelado como un gran cortometrajista con trabajos como Relámpago sobre el agua (1980) que sigue al cineasta NicolasRay en sus últimos días de vida, Buenavista social club (1999), sobre el famoso grupo de música cubana, Pina (2011) que se acerca a la figura de la bailarina y coreógrafa Pina Bausch, o La sal de la tierra (2014) que homenajea al fotógrafo brasileño Sebastiao Salgado.

A pesar de que tengo muchísimo aprecio a films como Alicia en las ciudades o París Texas, siempre he sentido un cariño muy especial por El cielo sobre Berlín, una película que pude disfrutar por primera vez en un pase televisivo allá por los últimos ochenta durante los años de mi ya lejana juventud. Recuerdo perfectamente cómo fue; era un sábado de madrugada, volvía yo a casa después de haber salido un rato con los amigos, y lo primero que hice al llegar al hogar fue dejarme caer en el sofá y encender la tele dispuesto a coger el sueño con lo que fuera que echasen. Pero aquella noche no sucedió nada de eso. La segunda cadena de la tele pública- creo que entonces todavía no se llamaba ni la 2- comenzaba a emitir una película de la que había oído hablar alguna vez. Conocía a su director que ya me había conmovido en las citadas Alicia en las ciudades y París Texas, y también conocía a sus actores, Bruno Ganz, uno de los grandes del cine europeo que después sería el mismísimo Hitler en El hundimiento (E Oliver Hirchshbiegel, 2004) y  a Peter Falk, conocido antes que por sus apariciones en el cine de Cassavettes, por su  papel televisivo en la serie Colombo (en el film de Wenders el actor se interpreta a sí mismo sacando partido de su popularidad televisiva ). El caso es que me acomodé en mi sillón dispuesto a ver la película, y el resultado fue que en las siguientes dos horas quedé literalmente hipnotizado por aquellas voces celestiales que parecían estar hablándome a mí en un idioma extraño. Posteriormente he vuelto a ver muchas veces El cielo sobre Berlín, pero no creo que jamás haya sentido lo que sentí esa primera vez.

Siempre he rechazado el término “poesía visual” para referirse a un trabajo cinematográfico, por parecerme demasiado cursi, pero pienso que si alguna película se merece este calificativo esa no es otra que la de Wenders. Ver esta película como abrir un poemario y perderse entre las palabras. La película se abre precisamente con ese poema que recorre el metraje de principio a fin, en referencia a la infancia perdida, uno de los temas centrales del film.

Cassiel y Daniel, los dos ángeles protagonistas sobrevuelan Berlín y se mezclan entre el ruido y el gentío de la gran urbe. Se posan en las torres de los campanarios, y sólo los niños con su mirada limpia y noble pueden verles desde abajo. Berlín es esa ciudad surcada por una enorme cicatriz de cemento y hormigón que aún ha de tardar un par de años en desaparecer, ciudad en blanco y negro con algún gris, y a la que sólo el amor podrá finalmente cubrir con una paleta de color. Gentes que van y vienen con sus pensamientos, intentando salir adelante como buenamente pueden, buscando cada uno su particular pequeño refugio en la jungla. Hay un anciano al que ya no le queda más que el dolor de sus recuerdos, una trapecista que vuela en las alturas y que nunca soñó con  tener unas alas, unos críos que la miran embobados desde sus asientos. Hay un suicida que no escuchará la voz infinita de la misericordia, y un actor al que todo el mundo conoce; vino a Berlín para rodar una película sobre la época nazi, y quizá en su interior se encuentre un corazón puro.

Nadie sabe por qué los ángeles están entre nosotros. Tal vez los dioses hayan querido que bajen a la tierra y vean lo que se están perdiendo al habérseles concedido una naturaleza divina. No pueden hablar con nadie, no pueden sentir a qué sabe la sangre, a qué sabe la vida,… no pueden amar. Allá ellos.

Y entonces, surgirá el milagro. A uno de esos ángeles se le concede el privilegio de acceder a conocer todo eso. Y, a diferencia del Clarence de Qué bello es vivir, él no querrá otra cosa que perder sus alas, ansiará perderlas para adentrarse en los misterios de la vida y en los misterios del amor. Allá él.
Pero, quién sabe, lo mismo la vida sí puede ser maravillosa y merece la pena ser vivida.

Alguien acuñó una vez el dicho “De Madrid al cielo”. Viendo esta maravillosa película se podría añadir otro que dijera “De Berlín a la eternidad”.





Comentarios

César Bardés ha dicho que…
El "nuevo cine alemán" o "Los chicos de Oberhausen" bien merecen una mirada de ángel como la que tú acabas de repasar. En cualquier caso, aunque bien es verdad que esos chicos reniegan del cine alemán que se había hecho en los cincuenta, sí que hay películas que merecen la pena en ese período debido a directores como Helmut Kautner, Alexander Kluge o Gerd Oswald. Bernhard Wicki se podría encuadrar en esa generación sin ningún problema, de hecho. Por cierto, en "París, Texas", Bernhard Wicki aparece como actor. Es el doctor que recoge a Travis del desierto y lo tiene allí hasta que aparece Dean Stockwell para recogerlo.
En cuanto a "El cielo sobre Berlín", tengo que decir que es una de las películas de mi vida. Fui a verla solo, al cine Alphaville de Madrid, atraído porque estaban comentando auténticas maravillas de ella y salí encantado, con alas, con mi coraza y mi deseo de escuchar aunque mis posibilidades de ofrecer consuelo sólo con el silencio eran bastante limitadas. Luego la he revisado varias veces y tengo que decir que siempre acompaño a Damiel en sus pensamientos y en su forma de ver la vida desde allá arriba. Siempre me ha atraído ese paralelismo entre la vida y la no-vida (que no es muerte) con el cruce del muro de Berlín que establece Wenders. El ángel lo cruza y, aunque se convierte en mortal y, por tanto, imperfecto, comienza a vivir. Un mensaje que no deja de ser hermoso y que buena parte de ello es debida a Peter Handke, que colabora en el guión con Wenders. Handke ha sido siempre uno de los escritores que figuraban en la nómina de los Nobel hasta que se le ocurrió dar su apoyo a la causa serbia en la guerra de los Balcanes. A partir de ahí, salió de todas las quinielas. Aún así, una auténtica maravilla leerle en novelas como "La mujer zurda", "Desgracia indeseada" o "La ausencia", de la que él mismo dirigió su adaptación al cine con el profesor Eustaquio Barjau, de la Universidad Complutense (con el que tuve el placer de hablar en dos ocasiones) como uno de los protagonistas. Por cierto, en la película "El cielo sobre Berlín" sale un viejo entrañable, que se sienta en un sillón abandonado en medio de un descampado. Ese viejo es Curt Bois, que seguro que así dicho no suena de nada. Pero a los que nos encanta "Casablanca" podremos recordarle como ese tipo que vaga por las calles y los clubs nocturnos arrebatando carteras. Wenders, como siempre, rindiendo homenajes a sus referencias fundamentales (la película está dedicada a François, Yasujiro y Andrzej). También hay un remake realizado por los yanquis que se lo podían haber ahorrado tranquilamente con el título de "Ciudad de ángeles" (claro, porque tiene que ocurrir en...Los Ángeles), con Nicolas Cage de prota.
En cualquier caso, un maravilloso homenaje a una película que, por alguna razón desconocida, anidó en mi corazón y ahí está, sin inmutarse por el paso del tiempo.
Hablando del paso del tiempo, "París, Texas" me parece, sí, una espléndida película y cuando digo que se ha quedado peligrosamente antigua no me refiero a esa terrible tormenta de sentimientos que se desata en Travis (todos somos Travis), sino a la forma y el estilo que tiene la película, que fue todo un impacto en los ochenta y que Wenders no ha podido repetir.
Recodemos que una de las obsesiones de Wenders es filmar la realidad sin intervenir en ella (tal y como les pasa a los ángeles) y que no se puede filmar la realidad si tú estás en ella, porque si estás, ya la estás alterando. Complicado ¿verdad?
Abrazos pedantones.

CARPET_WALLY ha dicho que…
Pues a mi me parece maravilloso tanto el gus como el comentario pedantón como por supuesto la película. De "París-Texas" no puedo decir lo mismo, no digo que nos ea buena, si creo que ha envejecido regular y que a mi nunca me entró demasiado bien.

Sigo en pleno huracán laboral, por eso no pude decir nada ayer, pero os leo cuando puedo y sigo rendido a vuestros pies (cortaos la uñas por cierto).

La peli de Cage y Meg Ryan no sólo se la podían haber ahorrado sino que es directamente infumable y puede lograr que nadie quiera ver el original, eso si que es un pecado.

Abrazos alados
Anónimo ha dicho que…
Ayer no pude comentar y no quiero dejar de decir que descubrí esta peli mucho más tarde que tú, maño. Me encantó, me pareció muy especial y mágica. Y comparto todas esas sensaciones tan bonitas que describes tú.

Besos

low

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