GUS MORNINS 14/7/20
“El
teatro es una mujer fiel. El cine es exactamente una amante costosa”
Ingmar Bergman
Como despedida ya para
empezar las vacaciones, vamos a homenajear a este cineasta que hoy hubiera
cumplido exactamente ciento dos años. Nació en Uppsala, segundo hijo de un
pastor luterano y, como tal, fue educado en una rígida tradición religiosa
protestante, algo que se puede entrever en muchas de sus películas. Pecado,
confesión, castigo, perdón y misericordia fueron los factores concretos que
presidieron sus relaciones con sus padres y con Dios. Gran parte de sus
experiencias infantiles las reflejó en la que fue su última obra maestra, Fanny y Alexander, en donde el personaje
de Alexander es un trasunto del propio Bergman.
Casualmente, en uno de
sus cumpleaños, le regalaron una linterna mágica, uno de los antecedentes del
cine que aún se comercializaba sobre todo como un juguete para niños. Eso abrió
la imaginación del pequeño Ingmar que salió del cascarón en el que se hallaba
inmerso debido a la rígida formación religiosa, llena de castigos y de
severidades, y comenzó a soñar con otros mundos y otras posibilidades. Fue un
estudiante brillante, graduándose en Bachillerato en un Instituto privado de
Estocolmo y, más tarde, se licenció en Arte. El hecho de ir a la universidad
consiguió que se distanciara de su familia y encontró trabajo como ayudante de
dirección del Teatro de la Ópera Real de Estocolmo.
Bergman se sintió
fascinado por la posibilidad de escribir para el cine y su primer guión lo
realizó en 1944, Tortura, que fue
dirigido por Alf Sjoberg. El joven mostraba tanto entusiasmo que el propio
Sjoberg le dejó dirigir las secuencias de exteriores para que fuera soltándose
con la cámara. Ambos trabajaron juntos muy bien porque Sjoberg dotó de una
especial tensión a los personajes mientras que la obsesión y la violencia ya
venían dentro del propio guión de Bergman. De forma sorpresiva, la película
obtuvo un gran éxito y un año después, Bergman ya estaba dirigiendo su propia
película, Crisis. Durante los
siguientes diez años, con el apoyo expreso de Victor Sjostrom, Bergman dirigió
una docena de película entre las que cabe destacar Llueve sobre nuestro amor, Prisión,
Noche de circo y Un verano con Mónica en donde conoció a Harriet Andersson con la
que estableció una conexión inmediata.
Sin embargo, aunque no
lo parezca, Bergman todavía no se vendía demasiado en el exterior de Suecia. El
éxito internacional llegó con el primer premio del Festival de Cine de Punta
del Este (Uruguay) con Juegos de verano.
Este premio originó que todas las filmotecas del cono sur americano programaran
ciclos con toda su obra anterior. Su presentación en Europa vino de la mano del
Festival de Cannes con su película Sonrisas
de una noche de verano y, a continuación, con esos dos éxitos
impresionantes que consigue con El
séptimo sello y Fresas salvajes.
La primera ganó el Premio Especial del Jurado del Festival de Cannes y,
curiosamente, Bergman no la apreciaba mucho, le parecía una película con muchos
errores y rodada con precipitación. La segunda fue la ganadora del Oso de Oro
del Festival de Berlín.
A continuación rueda En el umbral de la vida, la primera obra
de cámara que realiza, con pocos personajes y en un único escenario, y El rostro, una curiosa mezcla de cine de
misterio y humor que resulta la película más admirada del maestro por parte de
Woody Allen.
Seguidamente, El manantial de la doncella,
impresionante película con la que consigue el Oscar a la mejor película
extranjera y premio especial del Festival de Cannes. El éxito de este título le
asegura una posición económica muy holgada que hace que se compre una casa en
la isla de Farö en la que pasará, desde principios de los años sesenta, largas
temporadas.
Filma la comedia El ojo del diablo, una comedia muy
olvidada de su filmografía en la que se aproxima al mito de Don Juan, y a
continuación rueda tres obras clave. La primera es Como un espejo, que vuelve a ganar el Oscar a la mejor película
extranjera. Una película en la que se mezcla la pasión, el incesto, la soledad
y la decepción en medio de un ambiente histérico-religioso. El silencio fue su mayor éxito
comercial, animado, con toda probabilidad, por las osadas secuencias sexuales
que contenía. La tercera es Los
comulgantes, una obra introspectiva sobre la ausencia de Dios y la angustia
existencial que resulta, en el fondo, un retrato sobre nuestra propia
inutilidad en la vida.
En 1966, tras una
hospitalización en la que escribe el guión, Bergman rueda Persona, probablemente una de sus obras más redondas y su
preferida. No fue un éxito, tan sólo cubrió gastos, y no ganó ningún premio
importante pero, de alguna manera, condensa magistralmente todas sus
inquietudes e ideas, siendo un compendio de todo el cine de Bergman. Durante
ese rodaje, la pasión les alcanzó a Liv Ullman y a él y estuvieron juntos en la
isla de Farö durante varios años.
Después rueda La hora del lobo, esa hora en la que la
noche se confunde con el crepúsculo y el sueño también lo hace con la realidad.
Es una película que ha sido odiada y admirada a partes iguales debido, sobre
todo, a su simbolismo que no todos llegan a entender. A continuación, rueda su
última película en blanco y negro, La
vergüenza (aunque volverá a esa fotografía en los ochenta) y se adentra en
el color con Pasión, un doloroso estudio
de las relaciones de pareja. Intenta introducirse en el mercado americano con La carcoma, con Elliott Gould de
protagonista, pero obtiene un rotundo fracaso de crítica y es una obra que,
personalmente, aborrece. Sin embargo, lo compensa con creces con Gritos y susurros, soberbiamente
fotografiada por su colaborador habitual, Sven Nykvist, terriblemente
atormentada y descriptiva sobre las soledades y miedos de unas cuantas mujeres
dentro de una casa en la que se desatan las iras y los destinos. Una de sus
mejores obras.
Después de dirigir para
televisión Secretos de un matrimonio
y La flauta mágica, una estupenda
síntesis de la ópera de Mozart, Bergman realiza Cara a cara al desnudo, un estudio sobre una perturbación mental,
asfixiante y onírico. En esta época, Bergman es acusado de evadir impuestos y
tiene que pagar una enorme multa en su país, levantando un escándalo de muy
buenas proporciones. Decide emigrar a Alemania durante algún tiempo y allí
rueda El huevo de la serpiente, un
análisis en clave supuestamente negra sobre el nazismo que resulta un fracaso
que le sorprende a él mismo. Y, a continuación, rueda Sonata de otoño, una de sus cimas artísticas. La relación entre una
madre dominante y de éxito y su hija resulta un apasionante estudio de actrices
y la única vez en la que trabajaron juntos los dos Bergman, Ingmar e Ingrid.
En 1980 rueda una
estupenda película en torno al asesinato de una prostituta que es De la vida de las marionetas y en 1982
vuelve a ganar el Oscar a la mejor película extranjera por Fanny y Alexander.
Desde entonces, Bergman
abandona el cine y se dedica exclusivamente a rodar películas para televisión
(a la que pertenece la que fue su última película, Sarabande, recibida con una diversidad de opiniones) y al teatro,
su gran amor.
Y como mosaico, ahí lo tenéis, al lado de Liv Ullman, probablemente la mujer a la que más quiso.
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