EL CINE EN CIEN PELÍCULAS (XXXIII)
— ¡Ah! Maria Tura... es la esposa de ese gran actor
polaco, Joseph Tura, ¿le ha visto alguna vez actuar?
— ¡Oh sí!, una vez en Varsovia antes de la guerra. Hacía con Shakespeare lo que nosotros hacemos con Polonia.
— ¡Oh sí!, una vez en Varsovia antes de la guerra. Hacía con Shakespeare lo que nosotros hacemos con Polonia.
SER O NO SER (To be or
not be). USA, 1943. Dir Enrst Lubistch con Jack Benny, Carole Lombard, Robert
Stack. 99 min.
Billy Wilder y William Wyler fueron dos de los encargados de portar el féretro de Ernst Lubistch durante su funeral, celebrado en Los Ángeles en los primeros días de diciembre de 1947, hace ahora justo setenta y un años. Una vez terminada la ceremonia, el futuro director de El apartamento se acercó visiblemente emocionado a su compañero y le comentó con voz temblorosa algo así como “Qué pena, se acabó Lubitsch”. La respuesta de Wyler no se hizo esperar “Y lo que es peor, se acabaron las películas de Lubitsch”. La anécdota es harto conocida entre los cinéfilos, y dice mucho del legado que dejó para la historia el director de nuestra película de hoy. Es conocido también el dato de que el propio Wilder tenía colgado en una de las paredes de su despacho un enorme cartel en el que se podía leer la frase “¿Cómo lo hubiese hecho Lubitsch?” que utilizaba como reclamo a su inspiración.
La pregunta que nos
seguimos haciendo hoy en día no es ¿cómo lo hubiera hecho el director? sino más
bien ¿cómo (diablos) lo hizo? Sí, porque han pasado siete décadas desde la
desaparición del maestro, y en todo ese tiempo nadie ha sido capaz de definir
con exactitud en qué consistía el famoso toque Lubitsch. Volviendo a Wilder,
este llegó a decir en una ocasión “Durante veinte años todos nosotros
intentamos encontrar el secreto del toque Lubitsch. De vez en cuando, con un
poco de suerte, lográbamos algún que otro metro de película que brillaba
momentáneamente como si fuera de Lubitsch, pero no era realmente suyo”. Tío
Billy empezó en el cine escribiendo para Lubitsch y ha pasado a la posteridad como
su sucesor en el reinado de la comedia ácida e inteligente, así que algo
sabría. En cualquier caso, el toque Lubistsch es ese sello especial e invisible
que el director imprimía a sus películas para que rozasen casi la perfección. O
para que no la rozasen. Para que fuesen simplemente perfectas algunas de ellas.
Personalmente, creo
que la clave del cine de Lubistch y de su grandeza como cineasta reside en
contar de antemano con la inteligencia del público. El secreto de su famoso
toque está en el poder de la sugerencia, sugerir antes que mostrar, no solo a
través de las imágenes sino también de la palabra y los diálogos. El objetivo
final de ese recurso era sortear la censura y atreverse así a hablar de manera
sutil de lo más sagrado y lo más terrible. Es por eso que el cineasta llevó el
concepto de comedia en general, y de comedia sofisticada en particular, hasta
las cotas más altas.
Es la comedia el
terreno en el que mejor se mueve el director berlinés y el género en el que
mejor se puede apreciar el impacto de su famoso toque. Son comedias en
apariencia ligeras, aunque no exentas ni de elegancia ni sofisticación; tampoco
falta ni crítica social ni sutil erotismo. Todo ello se consigue a base de
inteligencia y sobre todo de un sentido del humor muy particular y del que hoy
estamos absolutamente huérfanos. Basta
echar un vistazo a las comedias románticas que se hacen ahora y las que se
hacían en los tiempos de Lubtisch, Capra o Mitchel Leitsen. Y el humor, un concepto en peligro de
extinción. La corrección política está a punto de barrerlo definitivamente, si
es que no lo ha barrido ya. Y
francamente, creo que ni los artistas ni los espectadores hemos salido ganando
con el cambio. Aún con todo, muchos seguirán diciendo que el humor de Lubtisch,
Capra o Leitsen, es algo transnochado, cuando la verdad es más subversivo que
nunca.
Nuestro
protagonista de hoy nació en Berlín en enero de 1892, hijo de un sastre cuya
familia tenía orígenes judíos y que quiso orientar a su hijo a continuar el
negocio familiar desde su más tierna infancia. No lo debió hacer bien, aunque
posteriormente su retoño sí que consiguiera hacerle un traje a más de uno. El
joven Ernst comienza a sentir pasión por el teatro y la profesión de actor
durante sus años universitarios, y aún no había cumplido los 20 cuando ya
trabaja en la compañia de Max Reinhardt haciendo giras por toda Europa. En 1912
entra en el mundo del cine como atrecista. Un año después ya está escribiendo
guiones y dirigiendo cortometrajes; siguiendo el ejemplo de Chaplin crea un
personaje que él mismo interpreta y que le provoca un enorme éxito. Sus
primeros largometrajes datan de finales de la década de los diez, y están
basados la mayoría de ellos en pequeñas operetas y en clásicos de la literatura universal. Films
como Carmen (1918) según el texto de
Merimée o una versión de Romeo y Julieta
(1920) son algunos de sus primeros éxitos.
El impacto de El gato montés (1921) en el que lleva a
la pantalla su propio guión provoca que Hollywood se fije en él. Viaja a Estados Unidos en 1992, aunque no
obtendrá la nacionalidad del país hasta 1933. Conoce a la pareja formada por
Douglas Faribanks y a Mary Pickford, y dirige a esta última en Rosita, la
cantante callejera, una suerte de ópera bufa ambientada en España que supone el
debut del director en el cine norteamericano. Dicen las malas lenguas que
Lubtisch y Pickford no se llevaron lo que se dice muy bien durante el rodaje.
En su primera obra
maestra en Hollywood, una adaptación de la obra de Oscar Wilde El abanico de Lady Windermere (1925),
Lubitsch se revela ya como un maestro de la sutileza. El desfile del amor (1929), un musical con el francés Maurice
Chevalier como protagonista, se convierte en el primer film sonoro del director
y el que le reporta su primera nominación al Oscar. El film supone también el
comienzo de sus trabajos para la Paramount que continúa un año después con Montecarlo, un nuevo musical. Con
Chevalier repite en El teniente seductor
(1931) y en Una hora contigo que
codirige junto a George Cukor.
A continuación,
Lubitsch participa en la película de episodios Si yo tuviera un millón (1932) en que también intervienen Norman
Taurog o Norman Z McLeod entre otros. El
alemán firma uno de los gags más divertidos del film con un jovencito Charles
Laughton convertido en un oficinista al que se le da la oportunidad de imaginar
que es rico durante unas horas. El siguiente proyecto del cineasta es
Remordimiento (1932), una obra maestra absoluta y uno de los más rotundos
alegatos antibelicistas jamás rodados. Nunca le agradeceré lo bastante el
hablarme en su día de esta película al pedantón crítico cinematográfico de
cierto diario sureño. Junto con Angel
(1937), con Marlene Dietrich y Melvin Douglas y a La zarina (1945), codirigida
con Otto Preminger, Remordimiento es
el único drama que rodará Lubitsch durante su periplo estadounidense. Hace un
par de años, el francés François Ozon realizó un remake – Frantz, 2016- a mi juicio un film bastante estimable y respetuoso
con el original.
La fama de Lubitsch
como maestro de la comedia se cimenta durante la década de los treinta con
títulos como Una mujer en la alcoba
(1932) o La viuda alegre (1934). En Una mujer para dos, magistral
adaptación de una pieza de Noel Coward, lleva su famoso toque a la máxima
expresión al relatar con toda la naturalidad del mundo un menage a trois,. En
calidad de supervisor de los estudios Paramount no duda en dar su primera
oportunidad a las jóvenes promesas que llegan de Europa para empezar su carrera
en Hollywood. Una de esas jóvenes promesas será Billy Wilder que se convertirá
como vimos en su discípulo más aventajado y escribirá para el los guiones de
dos de sus películas más conocidas. En La
octava mujer de Barbazul (1938), Lubitsch y Wilder convierten a Gary Cooper
en un crápula arrogante y mujeriego que cae en las redes del amor cuando conoce
a Claudette Colbert, descendiente de una familia de aristócratas venida a
menos. En Ninotchka (1939) es la camarada Greta Garbo quien cae en las redes
del capitalismo más voraz al descubrir los encantos de París y los de Melvin
Douglas que tampoco están nada mal. La
película se hizo muy famosa y logró cuatro nominaciones a los Oscars, entre
ellas las de Mejor Película. Garbo también fue candidata a la estatuilla;
alejada de sus habituales papeles dramáticos y de su eterno rictus serio, la
sueca protagonizaba uno de los momentos más míticos del film al estallar en una
sonora carcajada. Los productores no perdieron la ocasión y publicitaron la
película con el slogan “Garbo ríe”. En 1957, Rouben Mamoulian dirigió a Fred
Astarie y Cyd Charise en una nueva versión musical de Ninotchka que llevó por
título La bella de Moscú.
A Lubtisch también
le debemos una de las comedias románticas más deliciosas de todos los tiempos. En El bazar de las sorpresas (1940),
el cineasta dirige por primera y única vez a James Stewart que interpreta al
tímido empleado de una tienda de Budapest que se enamora por correspondencia de
una desconocida ignorando que en realidad es una compañera de trabajo con la
que discute constantemente. Tom Hanks y Meg Ryan protagonizaron un remake de la
cinta a fianles de los noventa. Evidentemente, Tienes un e- mail (Norah Ephron, 1998) no tenía ni la centésima
parte del encanto de su predecesora. Deliciosa igualmente resulta El diablo dijo (1941) que se inserta
dentro del género de la comedia con toques sobrenaturales, tan de moda en la
época. Aquí es Don Ameche quien tiene que rendir cuentas al diablo para ver si
su destino está en el cielo o en el infierno. Nueva nominación para Lubitsch
como mejor director, y nueva demostración de la infalibilidad de su estilo
refinado y elegante. Ese mismo 1941 Lubistch da también una nueva y divertida visión del adulterio en Lo que piensan las mujeres.
En 1946 Lubistch
firma el que a la postre será su testamento cinematográfico. El pecado de Cluny Brown es otra
maravillosa comedia romántica que relata la tierna historia de amor entre la
criada de una mansión inglesa y un refugiado checo huido del nazismo. El siguiente proyecto del realizador es una
comedia titulada La dama de armiño, pero la muerte le sorprende en pleno
rodaje, y es Otto Preminger quien debe completarla. Lubitsch recibe el Oscar
honorífico por toda su carrera en 1947, y esa noche en plena ceremonia siente
un dolor en el pecho que le obliga a ser hospitalizado. Fallecerá unos meses
más tarde, el 30 de noviembre, a la edad de 55 años. Ese día se acabó Lubitsch.
Y aún peor, se acabaron las películas de Lubitsch.
El arranque de Ser o no ser nos lleva hasta Varsovia y
hasta agosto de 1939, justo unos días antes del estallido de la Segunda Guerra
Mundial. Decenas de viandantes caminan tranquilamente por una concurrida calle
de la capital polaca, cuando ocurre algo inaudito. Nadie da crédito a lo que
está viendo. O mejor dicho, a quién está viendo. Nada menos que el mismísimo
Adolf Hitler pasea tan campante como uno más atrayendo las miradas de todo el
mundo. Pero ¿qué es eso? ¿Acaso el Fürher en persona ha decidido acudir él
mismo a inspeccionar el terreno antes de ponerse a escuchar a Wagner e invadir
Polonia de forma unilateral? ¿Se trata de una provocación?, ¿una broma pesada
de algún grupo radical?
No, no se trata de
nada de eso. En realidad, Hitler no es Hitler, sino Bronski, uno de los actores
de la compañía teatral de Josef y María Tura que está ultimando los ensayos de
una obra que están a punto de estrenar llamada “Gestapo”. La pieza es una
mordaz y divertida sátira contra el nazismo, y Bronski interpreta en ella al
canciller alemán. El actor ha desafiado al resto de sus compañeros y se ha
jugado con ellos a que es capaz de salir a la calle disfrazado de su personaje
sin que nadie le reconozca. Se equivoca; mientras está mirando un escaparate
una niña se acerca hasta él, libreta y bolígrafo en mano para pedirle un
autógrafo.
Al tiempo que
prepara el estreno de “Gestapo”, la compañía representa cada noche su propia
versión de Hamlet, el inmortal clásico de William Shakespeare. Noche tras noche
también, Maria Tura, gloria de la escena polaca y primera actriz, recibe en su
camerino decenas de ramos de flores que le envía un desconocido, aunque ella
tiene una ligera sospecha de quién puede ser su anónimo admirador. El joven
teniente de aviación Stanislav Sobinski no se ha perdido ninguna de las
funciones que se han hecho hasta el momento, y suele asistir a ellas sentado en
la segunda fila del teatro. A través de su asistenta, Maria envía un mensaje a
Sobinski para que pueda reunirse a solas con él en su camerino. Habrá de ser
lógicamente cuando su marido, que interpreta en la obra al protagonista, esté
en escena. La señal para que el teniente acuda a encontrarse con la actriz será
el comienzo del célebre monólogo que comienza con la frase “To be or not to be”
en el que el príncipe de Dinamarca expresa sus dudas sobre si debe o no actuar
contra el asesino de su padre.
De modo que cuando
Josef Tura aparece en escena y comienza el soliloquio el joven se levanta de su
butaca y enfila sus pasos hacia el pasillo. Así, noche tras noche, provocando
el consiguiente mosqueo del actor. Un día Sobinski, cada día más enamorado de
María -la ha llevado incluso a
sobrevolar Varsovia a bordo de su avión- le pide a la actriz que abandone a su
marido por él, pero ella no está dispuesta a obedecerle pues sigue amando a
Josef. En ese momento, la asistenta de Maria irrumpe en el camerino proclamando
a gritos una noticia terrible. Polonia ha sido invadida y se ha declarado la
guerra.
Mientras en
Varsovia, el ejército alemán invade las calles, y la censura prohíbe el estreno
de “Gestapo”, Sobinski es enviado a Inglaterra junto a su escuadrón para luchar
contra el enemigo. Una noche en el cuartel la tropa recibe la visita del
profesor Alexander Siletsky, encendido ideólogo de la resistencia polaca que
está a punto de regresar a Varsovia, y que una vez terminada la velada, pide a
los pilotos que le den sus direcciones en la capital para llevar con él
noticias y misivas a sus familiares. Sobinski le pide al profesor que lleve un
mensaje a su enamorada, con un simple y enigmático texto “To be or not be”. Sin
embargo, el joven se queda muy extrañado al ver que Siletsky no es capaz de
reconocer el nombre de Maria Tura, toda una institución en su país. Cuando
Sobinski traslada esta extrañeza a los altos mandos, estos confirman lo que
desde hace un tiempo venían sospechando: Siletsky es, en realidad, un espía
alemán.
Sobinski es
trasladado de nuevo a Varsovia para intentar pararle los pies a Siletsky, y
evitar que pueda contactar con la sede de la Gestapo en la capital. Las
instrucciones para hacer llegar el nombre del traidor a oídos de la Resistencia
consisten en entrar en una librería y depositar su fotografía entre las páginas
de un libro, Anna Karenina. Como el
lugar está muy vigilado, el aviador encarga la misión a Maria, que al regresar
a casa encuentra en la puerta a dos oficiales alemanes que la llevan ante
Siletsky. El motivo, comunicarle a la mujer el escueto y misterioso mensaje que
un joven piloto le dejó encargado unos días antes en Londres, pero queda tan
fascinado por los encantos de la mujer que acaba pidiéndole que se una a la
causa nazi. Cuando de nuevo vuelve a su casa encuentra con que su marido está
ya en ella y ha encontrado durmiendo plácidamente en su cama a Sobinski. La
actriz le cuenta todo lo que ha hecho durante la noche a su amante ante la
mirada estupefacta de su marido. Josef Tura se revela entonces como un
fervoroso patriota dispuesto a todo, pero antes necesita que alguien le aclare
quién es el joven a quien ha encontrado hace un momento durmiendo en su cama
con su pijama y sus zapatillas.
A la mañana
siguiente, aprovechando los decorados y el vestuario de “Gestapo”, los actores
convierten las dependencias del teatro en la sede central de la policía secreta
nazi. Haciéndose pasar por el coronel Erhrhardt, Josef Tura invita Siletsky al
que insta a entregarle la documentación que ha traído desde Londres (con un
sinfín de direcciones de posibles futuras víctimas). Finalmente, el espía le
descubre, pero tratando de huir es reducido por el resto de actores que le
asesina a sangre fría desde el escenario.
Es entonces cuando
Josef Tura deberá incorporar a su repertorio a un nuevo personaje, el del
propio Siletsky. Tura se disfraza del profesor asesinado, y de esa guisa se
presenta en el hotel del muerto, una auténtica fortaleza donde está María
retenida. La actriz reconoce a su esposo que en un aparte le pide que destruya
el resto de la documentación que el espía ha traído desde Londres en un baúl.
Acto seguido Siletsky/ Tura visita al verdadero coronel Ehrhardt en la sede de
la Gestapo, un personaje que resulta ser incluso más esperpéntico que la
versión que había interpretado el propio Tura un día antes ante el espía nazi.
Los alemanes pretenden tender una trampa al actor, pues han descubierto el
cadáver del auténtico Siletsky, así que meten al actor en una sala donde
encuentra el fallecido al que han sentado en una silla. No obstante, el actor logra
salir del apuro diciendo que el verdadero impostor era el muerto. La situación se interrumpe cuando un grupo de
oficiales alemanes entra en escena para llevarse a Tura. Claro que los
oficiales nazis son en realidad los propios compañeros del actor que una vez
más le salvan el pellejo.
Sin embargo, la
troupe sigue estando en grave peligro. Aprovechando la llegada a Varsovia del
Hitler real, le organizan una velada teatral (¡¡¡ 70 años antes de lo de
Tarantino ¡¡¡) para intentar escapar del
asedio. Disfrazado de Führer como al principio, Bronski ocupa el coche oficial
y acompañado por Tura acuden a recoger a María que está en el hotel de los
nazis departiendo con el coronel Erhardt. Éste al ver que María y Adolf son
amantes enloquece y acaba pegándose un tiro. Los Tura llegan al avión oficial
con la intención de huir a Londres. Bronksi, disfrazado de Hitler, ordena a los
tripulantes de la nave que se tiren sin paracaídas en pleno vuelo. Y claro,
ellos obedecen. Son órdenes del Fürher.
Los miembros de la
compañía llegan por fin a suelo británico donde son recibidos como héroes.
Ahora, por fin, Tura podrá hacer realidad su gran sueño; interpretar Hamlet en la tierra natal de su autor.
La noche del estreno, el actor aparece en el escenario con gesto solemne presto
a comenzar el recitado de su monólogo. “To be or not to be…” Un joven, que no
es Sobinski, se levanta de la segunda fila y sigiloso comienza a enfilar sus
pasos hacia el pasillo. Telón.
No, desde luego no
estanos ante un guión cualquiera, todo aquí encaja a la perfección y funciona
con la precisión de un reloj suizo. La idea original es del propio Lubitsch y
del dramaturgo húngaro Melchior Lengyel – el único que aparece en los créditos-
que se la cuentan a Edwin Justus Mayer para que a partir de ella desarrolle una
historia. Mayer es también junto a Billy Wilder el autor del guión de esa otra
auténtica obra maestra de la comedia sofisticada que es Medianoche (Mitchel Leisen, 1939). Ser o no ser combina igualmente elementos de la comedia romántica y
recursos del vodevil o de la comedia de enredo.
Malentendidos, equivocaciones, disfraces, suplantación de
personalidades, juegos de doble sentido… puro toque Lubistch, vaya.
Y todo ello en un
contexto muy idóneo, el de los actores. La vida es una farsa parece querernos
decir Lubitsch en una obra plagada de referencias metateatrales. En un momento
dado, mientras los cómicos están en el refugio esperando que acabe uno de los
bombardeos uno de ellos llega a decir algo así como que la guerra es el único
espectáculo ante el cual no caben censuras. Y es cierto. Paradójicamente, todos
estos maestros europeos de la comedia clásica se encargaron de convertir Europa
en un paraíso del lujo y del glamour mientras en realidad el viejo continente
se estaba desangrando lentamente.
Lubistsch no llega
al grado de cinismo que después desarrollaría por ejemplo su discípulo Wilder.
El director proyecta una mirada entrañable sobre todas sus criaturas. Y así
tenemos a ese delicioso figurante al que da vida el gran Felix Bressart cuyo
sueño es poder recitar algún día en escena y ante un gran auditorio el monólogo
del – judío- Shyrlock en El mercader de
Venecia. En el extremo opuesto nos
encontramos con Josef Tura, un actor mediocre permanentemente obsesionado por
su imagen pública y por la aceptación de los demás (el cómico Jack Benny supo
sacarle partido al que sin duda fue el papel de su vida). A su lado, la diva
Maria Tura, a quien da vida la actriz Carole Lombard, convertida en heroína ocasional.
Lombard, que tuvo entre sus maridos a
William Powel y a Clark Gable, murió en un desgraciado accidente aéreo poco
después del estreno del film. Y como tercer vértice del triángulo, un
jovencísimo Robert Stack interpretando al oficial que enamora a la diva.
Una comedia en suma
irrepetible, subversiva y, a sus 75 años de vida, plenamente moderna y joven. En
una de las primeras secuencias del film, la que muestra a los cómicos durante
los ensayos de “Gestapo”, el personaje interpretado por Carole Lombard sugiere
salir con un vestido de noche en una escena que se desarrolla en un campo de
concentración. Hoy en día, ninguna actriz hubiese podido soltar ese diálogo en una película sin
que las redes sociales, las asociaciones feministas o las de la memoria
histórica de turno se le hubiesen echado encima. Que nos estamos volviendo unos serios y unos tristes. Siempre nos quedará gente como Lubistch que nos recordará que a pesar de todo debemos mantener la sonrisa. La vida puede ser una farsa,pero el espectáculo debe continuar.
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