EL CINE EN CIEN PELÍCULAS (LXXII)


-Barret, qué quiere usted de esta casa
-¿Querer?
- Sí, querer
-Soy el sirviente


EL SIRVIENTE (The servant). Reino Unido, 1963. DirJoseph Losey con Dirk Bogarde, Sarah Miles, James Fox. 115 min

En 1947, el senador republicano por Wisconsin, Joseph Raymond McCarthy asume el control del Comité de Actividades Antiamericanas (HUAC), e inicia al frente de él una agresiva campaña destinada a preservar los auténticos valores nacionales, borrando de las instituciones públicas estadounidenses cualquier posible vestigio de ideología subversiva.  Hollywood se sitúa en el punto de mira de la “caza de brujas” mccarthista que se lleva por delante las carreras de un buen puñado de profesionales que trabajan en esa época en la Meca del Cine. La mayoría de ellos son acusados de pertenecer o haber pertenecido al Partido Comunista, pero también el hecho ser simpatizante de la causa prosoviética vale como excusa para pasar a rendir cuentas ante el senador y sus huestes. Muchos de estos profesionales no volverán a trabajar en la industria tras aparecer en las listas negras; otros, con más suerte, sí lo harán, aunque pagando un alto precio por ello y quedando estigmatizados para siempre a consecuencia de su implicación en el proceso.

Es el caso del director Joseph Losey, quien tras ver su nombre incluido en una de esas mencionadas listas negras, fue llamado a declarar ante el HUAC en 1952, justo en el ecuador del mandato de McCarthy. Obligado a exiliarse de su país, Losey retomó su carrera en Reino Unido donde acabaría asentándose y desarrollando el grueso de su obra.  Tras unos primeros años especialmente duros en los que debía sacar adelante sus trabajos bajo seudónimo, el cineasta fue aceptado por la industria británica, hasta el punto de que, muchos críticos locales no dudaron en hacerle un hueco entre los jóvenes airados del free cinema considerándole una especie de mentor del grupo. Y hasta es posibleque incluso aún hoy algún despistado siga pensando erróneamente que Losey era en realidad inglés.

Y no. Curiosamente, al igual que su tocayo McCarthy, Losey también era de Wisconsin, en concreto de la localidad de La Crosse que le vio nacer el 14 de enero de 1909. Allí también comenzó a estudiar Medicina, carrera que abandonaría para matricularse en letras (igualmente hizo sus pinitos en el mundo del periodismo radiofónico). Al frecuentar la Graduate School of Sciences and Arts, Losey descubriría su pasión por el teatro que convierte a partir de entonces en una prioridad. En los años treinta viaja a la URSS para aprender las técnicas del nuevo teatro soviético, y queda impresionado por las teorías de Piscator y Meyerhold acerca de la puesta en escena. A su vuelta a Estados Unidos conoce al alemán Bertold Bretch que en 1941 ha elegido Estados Unidos para instalarse y continuar su exilio con el objetivo de iniciar una carrera en Hollywood. Unidos por una misma manera de ver la vida, Losey y Bretch se hacen amigos y comienzan a planear proyectos conjuntos, pero en 1947 el HUAC cerca al llamado padre del teatro épico y le llama a declarar por sus presuntas relaciones con los enemigos de la patria. Losey ayuda al dramaturgo a preparar su defensa, pero éste se ve obligado a huir precipitadamente a Suiza justo un día después de su presentación ante el Comité. En esos momentos, Losey y Bretch se encontraban preparando junto a Charles Laughton, el estreno en Nueva York de la obra La vida de Galileo, que el autor de Madre Coraje había escrito recreando los últimos años del famoso científico italiano.

Por entonces, Losey está ya también bajo la lupa del HUAC. Las razones saltan a la vista, y pesa tanto la prolongada estancia del artista en la URSS durante la década anterior como la nómina de “amistades peligrosas” que frecuenta. En esa nómina figuran reconocidos simpatizantes de izquierda como el guionista Dalton Trumbo, el actor Robert Ryan o el productor Adrian Scott. Estos dos últimos aparecen en los créditos de la obra maestra Encrucijada de odios (Edward Dmtytryk, 1947) cuyo estreno causa un profundo malestar en las filas del mccarthismo. Es precisamente Scott quien anima a Losey a debutar tras la cámara a finales de los cuarenta. Su opera prima, El muchacho de los cabellos verdes (1949), es una entrañable parábola antirracista que aboga por el respeto al diferente. La cinta está protagonizada por el entonces niño prodigio Harry Dean Staton, a quien de adulto hemos podido ver en títulos como París Texas (Wim Wenders, 1984), Corazón salvaje (David Lynch, 1991) o Lucky (John Carrol Lynch, 2017) que rodó pocos meses antes de morir en septiembre de 2017 a los 91 años de edad.

Antes de caer en desgracia, Losey rueda en Hollywood films como El forajido (1950), ambientada en el mundo del periodismo, o M (1951), remake del clásico alemán de Fritz Lang por quien el cineasta sentía una enorme admiración. No obstante, de entre todos esos títulos destacaremos El merodeador (1951), interesante aproximación al cine negro con guión de Dalton Trumbo y que cuenta la obsesiva relación entre un policía y una mujer casada que ha sufrido un asalto en su vivienda.

En su declaración ante el Comité de Actividades Antiamericanas, Losey se reconoce próximo a posiciones izquierdistas; el tribunal no tiene en cuenta que en los cuarenta el realizador ha rodado dos documentales por encargo del Departamento de Estado, así como varias piezas de contenido divulgativo y pedagógico para una institución como la Human Relations Comission USA.  La declaración de Losey frustra de manera definitiva su carrera en Hollywood. Curiosamente, su nombre era de los que en aquel momento se barajaba para dirigir a Gary Cooper en Solo ante el peligro, toda una metáfora acerca de la época de la caza de brujas.

Como exiliado, Losey se convierte en un director maldito que se ve obligado a sacar adelante sus proyectos y encargos amparándose en varios alias: Joseph Walton o Victor Hanbury son algunos de ellos. El primer título reseñable de esta etapa británica de Losey es El tigre dormido (1962) que supone también la primera colaboración con quien a partir de ese momento pasara a ser su actor fetiche, el londinense Dirk Bogarde. En el film ya se observan algunos recursos que se volverán recurrentes dentro de la obra de su autor. Bogarde interpreta a un joven delincuente que tras intentar atracar a un hombre en plena noche, acaba alojándose en la casa de su víctima, un afamado psiquiatra que pretende reinsertarle en la sociedad. El experimento termina como el rosario de la aurora con el criminal enamorándose de la mujer de su médico y poniendo patas arriba el orden familiar. Losey introduce aquí ya en juego el tema de las relaciones de poder tal y como hará una década más tarde en la película que comentamos hoy.

En los años siguientes, el director se va adaptando al cine europeo, y a la vez consolidando un estilo que delata su formación teatral, caracterizado tanto por el exquisito sentido de la planificación como por la sobriedad en la puesta en escena. Otro ingrediente que no puede faltar en las películas de Losey es el empleo del jazz, omnipresente en todas ellas, sonidos sofisticados y elegantes que a veces también sirven para subrayar el tono decadente en la descripción de situaciones y personajes. Surgen entonces títulos como La clave del enigma (1959) o El criminal (1960) que permiten al autor seguir cultivando el cine policíaco y la intriga.

Eva (1962) vendría a suponer el cierre de una especie de trilogía noir que conforman los dos títulos anteriormente citados. La película, adaptación de la novela de James Hadley Chase, viene a ser una vuelta de tuerca a los clásicos del género canonizados por Hollywood (citemos ejemplos como El cartero siempre llama dos veces o Perdición) reinterpretando la figura de la femme fatale que aquí tiene el rostro de una sensual Jeanne Moreau. La película, coproducción entre Francia e Italia, fue rodada en Venecia y cuenta con una climática partitura de Michel Legrand, el gran compositor de la nouvelle vague que después haría fortuna en el cine americano. Losey quedó satisfecho con el resultado a pesar de que los productores masacraron el montaje final.

A continuación, Losey encadena las que sin duda son las mejores películas de su filmografía.  De El sirviente (1963) hablaremos más tarde largo y tendido, aunque de momento habría que adelantar que se trata del primero de los tres trabajos conjuntos entre el director de Wisconsin y el escritor, guionista y futuro Premio Nobel de Literatura Harold Pinter. Por su parte, Rey y Patria (1964) es un drama bélico que transcurre en la época de la Primera Guerra Mundial y que tiene como protagonista a un soldado juzgado por sus superiores por deserción. El film tiene una marcada esencia teatral pues prácticamente se desarrolla en un único escenario, aunque en contrapartida Losey se vale de elementos muy cinematográficos para crear un clima asfixiante. Desde luego, su precedente más inmediato es la icónica Senderos de gloria (Stanley Kubrick, 1959), y no hay por qué dudar de que a su vez buena parte de su material ha servido a su vez de inspiración a Sam Mendes para la todavía en cartel 1917 (2019). Dirk Bogarde y Tom Courtenay encarnan a los dos personajes centrales, y ambos realizan un trabajo magnífico

Si hay un tópico entre los tópicos sobre la figura de Losey es el que define de irregular su filmografía. La prueba más palpable de dicha irregularidad la tenemos aquí, después de llegar a la cima de obra con los dos títulos mencionados, el cineasta se descuelga con la inclasificable comedieta de espías Modesty Blaise, superagente femenino (1966), en la que lleva a la pantalla las aventuras de la heroína de un popular cómic de John Holdaway, interpretada por la italiana Monica Vitti. Llega después la segunda colaboración con Pinter, Accidente (1967), que narra la relación entre un maduro profesor universitario – cómo no Bogarde – y una de sus alumnas, traumatizada por la muerte de su novio.  La cinta obtiene el Premio del Jurado en Cannes. La sociedad Losey – Pinter se cierra tras el estreno de El mensajero (1971), un drama de época con el que su director vuelve a triunfar en La Croisette, conquistando esta vez la prestigiosa Palma de Oro, por delante de otro ilustre represaliado de la caza de brujas, Dalton Trumbo, que obtiene el Gran Premio del Jurado con Johnny cogió su fusil (en la misma edición se presenta también Muerte en Venecia con Bogarde de protagonista).

Ya en los setenta Losey trabaja con alguna de las mejores actrices de su generación. Dirige a Jane Fonda en Chantaje a una esposa (1973), descafeinada adaptación de la célebre obra de Ibsen Casa de muñecas, y a Glenda Jackson en la comedia Una inglesa romántica (1976) con un guión en el que participa el hoy reconocido Tom Stoppard. En la misma época, acomete uno de sus proyectos más personales al rodar El asesinato de Trosky(1971) sobre la última etapa de la vida del héroe de la revolución rusa a quien se encarga de dar vida Richard Burton. El actor ya se había puesto a las órdenes de Losey protagonizando junto a su pareja de toda la vida Elizabeth Taylor la adaptación de Tennesse Williams La mujer maldita (1968).

En 1975, a Losey se le presenta la oportunidad de llevar a la pantalla La vida de Galileo, basada en el montaje que había estado preparando junto a Bertold Brecht tres décadas antes. Sin duda, la decisión más arriesgada para el film fue la elección para el papel principal de Topol, a quien todo el mundo relacionaba con la popular El violinista en el tejado (Norman Jewison, 1971), pero la apuesta resultó finalmente ganadora, y Losey convenció con una película repleta de simbolismo que fue relativamente bien acogida por la crítica.

Tal vez, la última gran película en la filmografía del director sea El otro señor Klein (1976), coproducción franco – italiana ambientada en el París de la Segunda Guerra Mundial. Alain Delon, que había interpretado a Ramón Mercader en El asesinato de Trostsky, da vida en esta ocasión a un coleccionista de arte que un día que existe otra persona que se llama igual que él, un judío que, en su intento por huir de las persecuciones raciales, no dudará en atribuirle su identidad. Losey insiste en una de las temáticas recurrentes de su obra como es el tema del doble en una película por la que ganó el César a la mejor dirección en la segunda edición de los premios del cine francés.

También en Francia, en 1980, Losey dirige el montaje de la ópera Boris Godunov de Musorgski en el teatro parisino de Garnier. Un año antes, ha llevado a la pantalla su versión de Don Giovanni de Mozart con el barítono italiano Ruggero Raimundo interpretando al libertino personaje.  Su producción en el país galo se completa con La trucha (1982), un drama con Isabelle Huppert.

La última obra de la filmografía de Losey, Los baños turcos, se estrena de manera póstuma en 1985. El realizador había muerto en Londres en junio del año anterior justo unas semanas después de abandonar el set de rodaje. Las circunstancias que rodearon su vida y su obra serían esenciales para revalorizar la figura de Losey y catapultarlo a la categoría de director de culto que ostenta en la actualidad. Indudablemente, esas circunstancias- además de represaliado y marginado, tuvo siempre problemas de salud y fue asmático toda la vida, explican la irregularidad de su trabajo. Nunca pudo volver a su país, aunque no guardaba rencor a nadie. En una de sus últimas entrevistas fantaseaba sobre cómo hubiese sido su vida de haber permanecido en Hollywood. “Ahora tendría tres Cadillacs, dos piscinas y millones de dólares, y estaría muerto. Aquello fue aterrador. fue asqueroso, pero puedes quedar atrapado por el dinero y la complacencia – decía -Una buena sacudida nunca le hizo daño a nadie



Después de pasar una larga temporada en África intentando introducirse en el mundo de los negocios, el joven aristócrata y play boy Tony Mounset planea mudarse a su nueva casa recién adquirida en el centro de Londres. Acostumbrado a una vida ociosa y regalada, Mounset busca un mayordomo que le ayude en las tareas domésticas diarias, por lo que publica un anuncio en el periódico y organiza diversas entrevistas de trabajo a fin de encontrar al candidato ideal.

Finalmente, este candidato ideal resulta ser Hugo Barret, natural de Bolton y algo más mayor que Mounset. Barret acude a la cita con su futuro jefe de punta en blanco y dispuesto a conseguir el puesto, pero nadie sale a recibirle. La puerta de la casa está entreabierta, y ésta, todavía sin amueblar, presenta un aspecto de lo más descuidado, con la mayoría de las paredes desconchadas y restos de basura por el suelo.  En una de las habitaciones, Barret encuentra a Mounset sentado en una hamaca y descabezando una pequeña siesta, pues esperándolo se ha quedado dormido. La entrevista resulta todo un éxito y Barret es contratado, después de presumir ante su interlocutor de sus trece años como criado personal de miembros de la nobleza y de sus excelentes dotes como cocinero

Durante la reforma, con todos los gremios trabajando a destajo en la casa, Barret se permite dar a Mounset unos consejos sobre la decoración que éste parece aceptar encantado.  Una noche, el aristócrata llega a su casa con su novia Susan para enseñársela ya amueblada, y al encontrar a Barret todavía trabajando se decide a hacer las presentaciones. Entre Susan y el criado surge una primera desavenencia en torno a un cuadro que cuelga en una de las paredes del salón y que a juicio de la joven resulta demasiado clásico.

Con el pasar de los días, ese recelo de Susan hacia Barret no hace más que crecer. La joven se siente incómoda por las continuas intromisiones del sirviente en su intimidad y en la de su novio. La gota que colma el vaso llega cuando un día el criado sorprende a la pareja retozando en el suelo del salón en actitud cariñosa.  Susan abandona la casa molesta, y aunque en un primer momento su prometido se siente obligado a quitar hierro al asunto ante su empleado, luego a solas con él le reprende su actitud.

Hugo parece volver al redil cuando tras caer enfermo su amo le cuida y se deshace en atenciones con él., Tony felicita al criado por los cambios que ha hecho en la decoración durante los días que ha estado en cama, aunque éste se ha permitido la licencia de mover de sitio algunas cosas que había colocado Susan y que a él no le gustaban. Pero Barret tiene otros planes y telefonea a Vera, su novia, que le anuncia que llega a Londres al día siguiente. Mientras está en la cabina, un grupo de adolescentes le instan desde fuera a colgar pronto, y una vez fuera, Hugo reacciona violentamente llamando “puta asquerosa” a una de ellas.

Hugo instala a Vera en su cuarto y la presenta como su hermana ante su jefe que la contrata como asistente. Uno y otro no tardan en solicitar un permiso para abandonar su trabajo durante una noche y viajar a Manchester para atender a su madre que ha enfermado. Aprovechando la ausencia del servicio, Mounset decide invitar a Susan a cenar fuera, pero ésta le da plantón. Malhumorado vuelve a casa donde encuentra a Vera que se excusa diciendo que al llegar a la estación para coger el tren empezó a sentirse mal y decidió regresar. La muchacha se insinúa ante Tony que termina haciéndole el amor en la mesa de la cocina.

Al despertar a la mañana siguiente, Mounset descubre que Barret acaba de regresar a casa, pero como desea estar un rato más a solas con Vera envía al criado a comprar cerveza negra al pub. Llega Susan con unas flores que deposita en una gran vasija con agua, aunque Barret le dice que estarían mejor en un jarrón. Susan se muestra extremadamente insolente ante el Barret, preguntándole finalmente qué esconde su comportamiento.

Una noche, al volver a casa Tony y Susan oyen voces y risas que provienen del piso superior. Son las de Hugo y Vera, que llamados al orden por Mounset, confiesan que en realidad no son hermanos sino amantes. El dueño de la casa, que en un principio había pensado que se encontraba ante una relación de carácter incestuoso, se siente doblemente traicionado, por Barret, pero sobre todo por Vera de quien había empezado a enamorarse. Enojado, echa a los dos farsantes de su hogar. Susan también abandona a su prometido que acaba emborrachándose solo en el bar.

Días después, en ese mismo pub, se produce el reencuentro entre Hugo y Tony en el que el primero consigue recuperar su antiguo empleo tras confesar casi entre lágrimas al segundo que fue manipulado por Vera quien le ha abandonado por un antiguo amante llevándose todo su dinero. Amo y criado vuelven a convivir de nuevo bajo el mismo techo, pero ya nada será como antes. Ahora quien lleva las riendas sin ningún tipo de disimulo es Barret. En sus manos, Mounset es un pelele que además se ha dado definitivamente a la bebida.

Solo en contadas ocasiones, el antiguo criado se muestra condescendiente con su compañero de piso. Ocasionalmente se divierten los dos jugando al escondite o a la pelota comportándose como auténticos críos. De repente, se presenta en la casa Vera que le pide dinero a Tony escudándose en que sigue enamorada de él. Barret interrumpe la escena y finge echar a su novia con cajas destempladas, aunque, a solas, sin que nadie los vea, la despide con un beso en el portal.

Pero Barret tiene reservada una última broma macabra a su jefe al que tiene ya completamente a su merced. Como prueba de lealtad, le organiza una cita con Susan en la que se supone la pareja ha de reconciliarse. Pero en mitad del reencuentro, Barret irrumpe en la casa cantando y vociferando, acompañado por un grupo de amigos que les ríen las gracias. Se instalan en una habitación contigua a donde se encuentran Tony y Susan, invitados a sumarse a la fiesta por Hugo.  Éste se acerca a Susan con aire seductor y termina besándola apasionadamente ante la mirada impotente de Mounset., humillado de forma definitiva. La última orden que dará en aquella casa es que todo el mundo la abandone, también Susan que en un último gesto de rabia abofeteará la cara de Barret antes de huir entre sollozos.  Barret cierra la puerta y sube la escalera hasta el dormitorio desde el que le llama Vera. Para seguir avanzando, debe sortear la presencia Mounset que, sentado en uno de los escalones, apura el último trago de su vaso sin atreverse siquiera a mirarle a la cara.




El sirviente ocupa un lugar destacado en el cine que aborda el tema de la lucha de clases que, tratado a veces desde una perspectiva casi surreal, se pone tan de moda en los años sesenta. Baste recordar que un poco antes del estreno del film de Losey, en Viridiana, Buñuel nos ha dado asiento en la “cena de los mendigos”, la famosa escena en la que el servicio de una hacienda toma durante una noche el control doméstico en ausencia de sus amos. La imagen cuenta con una larga tradición cinematográfica y llega hasta la cartelera actual en la que podemos disfrutar de un título como Parásitos (Bon Joon- Ho, 2019), que comparte su planteamiento inicial con el film del que hoy hablamos.

Por otro lado, está el asunto del intruso que se cuela en casa ajena y da más de un quebradero de cabeza a sus ocupantes. En ese sentido, también hay una larga tradición en el llamado cine de autor que abarca desde clásicos como Callejón sin salida (Roman Polanski, 1966) o Teorema (Pier Paolo Pasolini, 1969) hasta títulos más recientes como En la casa (François Ozon, 2012). Tres turbios dramas psicológicos de altura a cargo de tres auténticos expertos en la materia.

En El sirviente Losey se vale del estupendo libreto de Harol Pinter que guioniza la novela de Robin Maugham, sobrino de Somerseth. Pese a ser un texto en prosa, la obra se presta al tratamiento teatral con la acción concentrada prácticamente en un único escenario, la casa del protagonista. De hecho, la obra ha sido objeto después de numerosos montajes escénicos en todo el mundo; uno de ellos es el que actualmente representan en los teatros españoles Eusebio Poncela y Pablo Rivero, dirigidos por Mireia Gabilondo (si nada lo impide, servidor de ustedes podrá disfrutar del mismo en cosa de un mes o así).

Maugham, reconocido miembro de la comunidad homosexual, introdujo en su novela un sutil componente erótico dentro de la relación que viven sus dos protagonistas como complemento a su progresivo intercambio de papeles en el escalafón social. El clímax de esta idea se alcanza en la escena en la que los dos personajes, ya con la casa para ellos solos, juegan al escondite, y Barret invita a su patrón a, literalmente, “salir del armario”. En el fondo subyace un ataque a la decadencia burguesa y al auge del capitalismo como sistema en el que unos explotan a otros, enriqueciéndose a costa del trabajo de estos.

En manos de Losey, El sirviente comienza siendo una propuesta sumamente estilizada, pero conforme se acerca el desenlace y crece la tensión, aumenta igualmente la sensación de claustrofobia. La primera parte abunda en planos medios, espacios luminosos y abiertos; la segunda en todo lo contrario, sofocantes primeros planos – que al principio del film brillaban casi por su ausencia-, o retorcidos ángulos de cámara que sirven para acrecentar la tensión – alguien debería hacer una tesis doctoral sobre el uso de los espejos en la obra de Losey. Las elipsis se tornan más bruscas y el equilibrio que mantenía la película hasta entonces desaparece por completo. Tal vez porque el equilibrio de fuerzas y de poder también se ha roto ya definitivamente, el cerco entre acosador y acosado se estrecha cada vez más. 

Pero sin duda por lo que más se recuerda hoy en día una película como esta es por la magnífica interpretación que del sibilino Hugo Barret realiza el actor Dirk Bogarde, actor fetiche de Losey. Con su aviesa mirada, Bogarde hipnotiza no solo a cuantos le rodean sino también al espectador que desde el otro lado de la pantalla es testigo de todas sus perversas maquinaciones. Con el tiempo, el actor se especializaría en ese tipo de personajes oscuros y haría de la ambigüedad su mejor arma en títulos como en sus dos trabajos junto a Visconti, La caída de los dioses (1969) y Muerte en Venecia (1971) o en la polémica El portero de noche (Liliana Cavani, 1974). En el otro extremo, el pusilánime Tony Mounset (Williams en la novela) a quien da vida James Fox, y a quien Losey se esfuerza por mostrar siempre impecable, de punta en blanco, con el pelo engominado hacia atrás como si fuese un maniquí, ni más ni menos en lo que se va a convertir en manos del maquiavélico Barret. Fue el propio Bogarde quien sugirió a Losey el nombre de su antagonista después de que le llamase la atención su breve aparición en La soledad del corredor de fondo (Tony Richardson, 1962), una de las cumbres del free cinema. Como vértice del triángulo, en el rol de Vera nos encontramos a una casi primeriza Sarah Miles, que más tarde triunfaría con su personaje de la angelical Rosy en La hija de Ryan (David Lean, 1970, pero aquí representa el vicio puro. Al parecer, su personaje en el film de Losey encajaba más con la verdadera personalidad de la actriz, con fama entre la profesión de ser algo deslenguada.

A decir de algunos críticos, las películas de Losey apelan más a la inteligencia del espectador que a sus emociones. En el dudoso supuesto de que esta afirmación fuese verdad, El sirviente sería la excepción que confirmaría la regla, la cúspide de una filmografía que lamentablemente, suponemos, nunca llegó a ser bien entendida del todo.






Comentarios

carpet_wally@gmail.com ha dicho que…
Otro gran gus de las 100 de Dex y van...¿72? a cual mejor. Lo peor es que quedan menos para completar las 100 y es una gozada lunesera leer tan buena cosa. Creo, seriamente, que merecería más audiencia que la de los trillones de guseros que aquí acuden.

Es cierto que Losey es un cineasta que no es tan reconocido como otros que han aparecido, pero lo que también es cierto que en todas las listas "El sirviente" está casi siempre incluida como una de las mejores películas de la historia del cine. Y eso no quiere decir que Dex se deje llevar por el tópico sino que su lista estaría coja si no incluyese títulos imprescindibles como este.

Yo no sé si esta película se podría clasificar casi como expresionista, puesto que Losey utiliza algunas técnicas para deformar la realidad y así expresar más claramente la naturaleza del ser humano. No es tan exagerado como el movimiento alemán de principios del siglo XX pero de alguna manera sus encuadres o ese uso de los espejos de los que habla Dex es una técnica que ami me parece que enlaza con aquella etapa.

Y desde luego ese juego de lucha de poder (aunque aquí no hay mucha lucha, en realidad) donde el dominador acaba dominado o donde nadie está en la posición que social o económicamente le corresponde es una constante en Losey y ninguna película la refleja como esta.

Rebuscando en su filmografia he visto que dirigió una película llamada "Caza humana" que recuerdo haber visto hace muchos años (en los 80) alquilada de un videoclub. Yo no sabía o no me fijé que era de Losey, pero me cuadra porque contaba la historia de dos fugitivos que eran perseguidos toda la película por un helicóptero, aquí estamos ante una amenaza latente y casi constante de una máquina, como el camión de "El diablo sobre ruedas" de Spielberg, y aunque vemos al piloto del helicóptero (mientras que del camionero del tito Steven no teníamos nunca imagen) lo que no conocemos es la motivación del perseguidor. pero no importa porque lo más destacado es la relación de dominio que existe entre los dos fugados y sus personalidades opresoras y oprimidas.

Y lo de Bogarde en este film es brutal. Eso si, a partir de aquí yo le cogí un poco de manía y ya nunca me pudo abandonar la idea de que tenía un fondo maligno en cualquier papel que hiciera. Quizá por eso no le venía tan mal el papel de malo que hacia en "Modesty Blaise", la alternativa femenina a James Bond, aunque allí donde se llevaba todas las glorias era un jovencisimo Terence Stamp en un personaje tremendamente simpático.

Otra joya más. Gracias de nuevo, maño.

Abrazos en el espejo

César Bardés ha dicho que…
Tengo que decir que, por lo general, Losey es un director que me gusta mucho. Y, de entre todo lo que me gusta de él, "El sirviente" es lo que más me gusta. Me parece una película de auténtico terrorismo social en la que se pone en juego una de las constantes del cine de Losey como es el intercambio de personalidad (llevado al máximo en "El otro señor Klein", una joya que se ha visto muy poco). Sin embargo, no soy fan de "El mensajero", siendo una película cuyo argumento es interesante y cuyo planteamiento resulta muy atractivo, se me ha quedado peligrosamente antigua. Quizá me equivoque. No es lo que me pasa con "El sirviente" en la que siempre estás pendiente de Bogarde, que consigue ser inquietante hasta cuando está realizando las tareas propias de sirviente y no pasa absolutamente nada. La asunción de personalidades culmina con ese plano final en el que Fox se queda en la escalera, a los pies de la puerta en donde Bogarde está montando su propia orgía. Losey, muy inteligentemente, coloca la cámara al otro lado de la escalera para ver cómo Fox se hunde entre los barrotes de la balaustrada, su propia cárcel. Sí, es una película muy incómoda de ver,pero tremendamente buena.
Un gus para quitarse el sombrero, Dex.
Abrazos tras la balaustrada.

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