EL CINE EN CIEN PELÍCULAS (LXXI)


No quiero un nombre. Prefiero un gruñido o un gemido antes que un nombre.



El último tango en París (The last tango in Paris). Italia -Francia, 1972. Dir Bernardo Bertolucci con Marlon Brando, Maria Schneider, Jean Pierre Leaud. 125 min

Hoy le vamos a dedicar nuestro espacio de “El cine en cien películas” a uno de esos nombres imprescindibles en el cine de autor europeo y mundial del siglo pasado. Nacido en Parma el 16 de marzo de 1941, Bernardo Bertolucci heredó la pasión por el arte de manos de su padre, el polifacético intelectual Attilio Bertolucci, historiador, crítico, pero sobre todo uno de los grandes poetas de la Italia de comienzos del XX. En su obra, Attilio, que desde su juventud militó en el Partido Comunista Italiano, intentó desarrollar una estética peculiar a partir de concepciones marxistas. Posteriormente, su hijo intentará aplicar esta misma estética a sus films.  Es el de Bertolucci un cine marcadamente ideologizado en el que paradójicamente intenta una y otra vez redimirse de su origen burgués. Es curioso que en alguna ocasión declarara que hacer películas era en su caso una metafórica manera de “matar al padre”; de hecho muchas de ellas desarrollan tormentosos conflictos paterno- filiales. Freud, es junto a Marx, una influencia constante en la obra del director. En el plano netamente cinematográfico, podemos citar a Kurosawa o a Godard.

Pero si hay una figura clave en los inicios de la carrera de Bertolucci, además de su progenitor, esa es la de Pier Paolo Pasolini que le dio la primera oportunidad tras la cámara. El arista boloñés se movía en los mismos círculos de Bertolucci padre al que le unía una estrecha amistad pese a la diferencia de edad entre ambos. Pasolini comenzó su trayectoria profesional como escritor y poeta, y recibió la ayuda de Attilio para publicar uno de sus primeros libros. En contrapartida, cuando el futuro autor de Decameron o Mamma Roma tuvo la oportunidad de dirigir su primera película, Accatone (1961), eligió como asistente al joven Bernardo quien ya en su infancia había mostrado interés hacia el cine. Uno de los primeros juguetes de éste había sido una pequeña cámara casera con la que se divertía filmando escenas domésticas junto a su hermano pequeño, Giuseppe, quien también terminaría dedicándose al séptimo arte como productor.

Siguiendo también los pasos de sus dos grandes mentores, Bernardo Bertolucci intenta en un principio abrirse camino en el mundo de las letras. A los quince años, la edad en la que Pasolini le dedica su poema A un muchacho, comienza a escribir, y poco después edita su primer libro con el que consigue el prestigioso premio Viareggio. Se había matriculado en la Universidad romana de La Sapienza para estudiar literatura, pero la tentación del cine estaba demasiado cerca. Tras el mencionado trabajo como ayudante de dirección en Accatone, Pasolini escribe el guión de la que será la primera película de su pupilo. La commare seca (1962) se plantea como un misterio a resolver a partir de la aparición del cadáver de una prostituta en un descampado, y se articula a través de diversos flashbacks que el director hace coincidir con los distintos testimonios de los posibles sospechosos en el crimen.

Bertolucci rueda en su Parma natal, Antes de la revolución (1964) en la que retrata el clima general de insatisfacción de la juventud de la época. Ésta queda personificada en el protagonista, Fabrizio que acaba renegando de su condición burguesa para intentar abrazar los ideales del marxismo, dilema, que como hemos visto, supondrá uno de los temas recurrentes en la posterior filmografía de su autor. Con una notable influencia de la nouvelle vague, este segundo trabajo del cineasta exalta los ideales que poco más tarde triunfarán en el parisino Mayo del 68.

A partir de entonces, Bertolucci se convierte para los críticos en la gran promesa del cine italiano junto con Marco Bellochio. En 1965, Bellochio sorprenderá a todos con la turbadora Las manos en los bolsillos, el arranque de una brillante y coherente trayectoria que incluye títulos como la magnífica Buenos días, noche (2003) con el secuestro del dirigente italiano Aldo Moro de fondo.  Este recién finalizado 2019, el director nos ha regalado otra pequeña joya, El traidor, la mejor película de mafia de la temporada junto con El irlandés de Martin Scorsese (se podría hacer un estupendo programa doble con las dos, aunque, eso sí, habría que echar la tarde porque la duración conjunta de ambas rozaría las seis horas).

Precisamente, Marco Bellochio es uno de los cinco directores que participan en la coproducción francoitaliana Amor y rabia (1969), película de episodios en la que también colaboran Godard, Pasolini y Lizzani. Bertolucci aporta al conjunto el cortometraje Agonia. El realizador decide después llevar a la pantalla el relato breve de Jorge Luis Borges Tema del traidor y el héroe, adaptando la trama a la realidad contemporánea de su país. La estrategia de la araña obtiene la Espiga de Oro en la Seminci de Valladolid, primer gran reconocimiento internacional a la obra de su autor. De esta época data también su trabajo junto a Dario Argento y Sergio Leone, perfilando la historia que a su vez dará pie al guión de Hasta que llegó su hora.

No obstante, si hay una película que consagra a Bertolucci y lo sitúa en el mapa universal, esa no es otra que El conformista (1970) basada en la novela homónima de Alberto Moravia. Fascinante desde el punto de vista visual, gracias a la cuidada puesta en escena y al trabajo de fotografía de Vittorio Storaro en su primera colaboración con Bertolucci, la película es un drama psicológico que indaga sobre la evolución de la ideología fascista en la Italia contemporánea, un tema al que el cineasta volverá posteriormente. Su protagonista es Marcello Cerci, un profesor de filosofía de turbio pasado al que encarna de manera magistral el francés Jean Louis Tringtinant. Marcello ha acabado abrazando el fascismo al que llegó desde posturas radicalmente opuestas; pese a que en la actualidad su máxima pretensión es pasar desapercibido como una persona normal recibe el encargo de asesinar a un anarquista exiliado del que fue alumno.  La cinta fue candidata al Oscar de Hollywood en la categoría de mejor guión adaptado.

El auge del fascismo en la Italia de la primera mitad del siglo XX y la lucha de clases son también los grandes temas de Noveccento (1976), monumental fresco histórico que Bertolucci rueda cuatro años después del éxito y la controversia de El último tango en París (1972).  Cinco décadas en la vida del país que transcurren en paralelo a la historia de amistad que se establece entre sus dos protagonistas, Alfredo Berlingheri, descendiente de una rica familia de terratenientes, y OlmoDalcó, hijo de uno de los trabajadores de la finca que regentan. Ambos nacen el mismo día, el 27 de enero de 1901, fecha también del fallecimiento de Giuseppe Verdi. En la época en la que Bertolucci rueda el film, la industria italiana del cine se halla inmersa en una grave crisis, a consecuencia de la cual las películas deben contar con capital extranjeros (principalmente estadounidense) y actores también provenientes de otros países. Así Noveccento, que se divide en dos partes de dos horas y media cada una, es una coproducción europea que contó con un enorme presupuesto. Gerard Depardieu y Robert De Niro encarnan a los personajes principales, y en el reparto encontramos asimismo a Sterling Hayden, Burt Lancaster o al canadiense Donald Sutherland en un papel inolvidable. El film se beneficia del trabajo de dos imprescindibles del cine italiano como son Vittorio Storaro y Ennio Morricone.  Pese a que en la época no estuvo bien considerada debido a su extenso metraje y a los diversos montajes con los que se presentó en festivales, actualmente es un clásico de culto de visión obligada para los amantes del cine.

El realizador vuelve a situarse en el centro de la polémica con su siguiente trabajo, La luna (1979), otro intenso drama psicológico que aborda la relación incestuosa entre una diva de la ópera y su hijo, un adolescente que trata de descubrir la identidad de su verdadero padre biológico y en el camino cae atrapado en el infierno de la droga. La película fue menospreciada en su día por parte de todo el mundo (Tarkovsky la catalogó de “basura” y el crítico Roger Ebert de telenovela), aunque la interpretación de Jill Claybourg en el papel principal fue en general bastante aplaudida.  En el reparto figuran también Fred Gwyne, Alida Valli, suponiendo además el film el debut delante de la cámara del oscarizado Roberto Begnini. Con bastante menos ruido, el director estrena ya en los ochenta La tragedia de un hombre ridículo (1981), un título menor en su filmografía que le vale a su protagonista Ugo Tognazzi el premio de interpretación masculina en Cannes.

A finales de la década, Bernardo Bertolucci obtiene el mayor éxito comercial de su carrera gracias a El último emperador. Se trata de la adaptación al cine de la autobiografía de Asin-Gioro Puyi o Pu yi, que ascendió al trono de China en 1908 cuando solo contaba dos años de edad, y permaneció en él hasta que las tropas republicanas abolieron el régimen casi un lustro después. Las autoridades chinas permitieron a Bertolucci rodar escenas en la Ciudad Prohibida entre cuyos muros quedó encerrado Puyi tras el triunfo de la República, siendo la primera vez que un cineasta gozaba de ese privilegio.

La película combina el espectáculo épico y visual con la narración intimista de la azarosa vida del protagonista, narración que incluye la estancia en un campo de prisioneros soviético tras la capitulación con los japoneses y el paso por la cárcel en la época de la Revolución Cultural. El último emperador se convirtió en la película más premiada de 1987, y arrasó en los Oscars de Hollywood logrando las nueve estatuillas a las que optaba, uno de los pocos plenos para una película ganadora en la historia de los galardones. Con su magnífico trabajo en la dirección de fotografía, Vittorio Storaro fue uno de los grandes artífices de aquel triunfo. Por supuesto, ganó el Oscar, el tercero en su palmarés particular tras los conquistados por Apocalypse now (1979) y Rojos (1981).

Bertolucci le coge el gusto a rodar en grandes espacios, y a la estela del éxito de su anterior film, se marcha primero al Norte de África para filmar El cielo protector (1990) y más tarde a Bután donde se localizará Pequeño Buda (1993). El primero de los títulos es la adaptación de la célebre novela del escritor neoyorkino Paul Bowles, con un alto contenido existencialista y unas magníficas interpretaciones de John Malkovich y Debra Winger en los roles principales. Por su parte, la segunda constituye un fallido acercamiento a la espiritualidad de los lamas y la religión budista.

El maravilloso paisaje de la Toscana es el escenario ideal donde transcurre Belleza robada (1996), una historia de juventud y descubrimiento que protagonizan Jeremy Irons y Liv Tyler en una suerte de sensual Lolita (curiosamente un año más tarde, el propio Irons será el Humbert Humbert de la deplorable versión que del texto de Nabokov hizo Adrian Lyne). El Bertolucci más íntimo vuelve en Asediada (1998), la historia de amor entre un pianista solitario y su empleada de hogar, una refugiada africana que llega a Europa huyendo de la dictadura que acaba de instaurarse en su país, una película que tal vez hubiese merecido mayor reconocimiento del que finalmente recibió.

Bertolucci comienza el siglo XXI poniendo en marcha el retrovisor y evocar su juventud y su experiencia en los sucesos del mayo francés de 1968. Soñadores (2003) es además un curioso ejercicio cinéfilo en el que el director rinde tributo a sus grandes referentes de siempre, con especial atención a los maestros de la nouvelle vague (con su admirado Godard a la cabeza), pero también a Chaplin, a Keaton o a Todd Browning. El trio protagonista, tan obsesionado por el cine como por el sexo, siempre el sexo, remite a los personajes de la mítica Banda aparte en un film que además nos sirvió para descubrir el talento y la belleza de Eva Green.

Los problemas ocasionados tras una operación de hernia discal le obligaron a vivir los últimos años de su vida postrado en una silla de ruedas, pero ni la enfermedad fue capaz de detener a Bertolucci que en 2013 presentaba en los cines Tú y yo, su última película.  Partiendo de una novela de Nicolo Ammaniti, el director expone de manera sorprendentemente lúcida su enésima reflexión sobre el inconformismo de la juventud y la lucha de clases. Resulta conmovedor asimismo que el plano que cierre la filmografía de Bertolucci suponga un homenaje explícito a Los cuatrocientos golpes de François Truffaut.
El mundo del cine y de la cultura en general lloraba en noviembre de 2018 la muerte del maestro. Bertolucci supo hacer de sus obsesiones un cine libre y desprejuiciado, de ese que tanto se echa hoy en falta; polémico y visceral, su legado es impagable. Al hilo de esas obsesiones de las que hablamos, conviene plantearse si el cine de Bertolucci está hoy más vivo que nunca.




Tras el reciente suicidio de Rosa, su mujer, Paul, un norteamericano de mediana edad que lleva años residiendo en París, queda sumido en una profunda crisis que le lleva a vagar sin rumbo por las calles de la capital francesa paseando su dolor y su desesperación.  Una mañana, durante uno de esos paseos Paul se topa con Jeanne, una joven de veinte años a la que descubre en el portal de un edificio antiguo mirando un cartel que anuncia el alquiler de un piso. Acto seguido, la muchacha se dirige a un bar para telefonear a su madre informarle de que ha encontrado por fin un piso en el centro de la ciudad.

Jeanne vuelve al edificio y pide a la portera del inmueble que le dé la llave del piso a alquilar. Pero la llave principal no aparece, y la mujer le tiene que entregar una de repuesto. La portera despide a la chica con una inquietante carcajada. “Es usted muy joven, señorita” le dice.

Al subir Jeanne descubre que Paul ha entrado antes en el apartamento, completamente vacío, y la espera oculto entre las sombras. Se entienden las risas de la portera que pensó que Jeanne y Paul habían quedado previamente para tener una cita sexual. Ella reconoce el acento americano del hombre y le pregunta si está interesado en el alquiler. Él le responde que todavía no lo sabe.  En un momento de la conversación, Paul agarra a la chica de la cintura y comienza a besarla. Finalmente la empuja hacia la ventana y allí sin quitarse la ropa la penetra.

Después Jeanne se apresura hacia la estación para recibir a Tom, su novio que llega en el tren ese día. Tom es un aspirante a director de cine algo snob que saluda a su prometida rodeado de un grupo de compañeros que filma con una cámara la escena del encuentro de la pareja. Al parecer, Tom está dispuesto a rodar una película con su musa como protagonista, y quiere que esta sea lo más espontánea posible.

Por su parte, Paul ha acudido a la pequeña pensión que regenta, y al entrar en su habitación encuentra a una de sus empleadas limpiando restos de sangre en el lavabo. Rose se quitó la vida cortándose las venas en la bañera, y la mujer le informa al viudo de que la policía está en esos momentos practicándole la autopsia al cadáver.

A la mañana siguiente, Jeanne se presenta en el piso en el que estuvo con Paul el día anterior, y descubre que éste ha organizado una mudanza, y que varios operarios están colocando una mesa y varias sillas en el salón. La pareja hace de nuevo el amor. Jeanne intenta conocer el nombre del desconocido, pero éste le pide que en la relación que tengan no haya nombres ni historia.

Al regresar a su pensión, Paul encuentra a la madre de Rosa que exige preparar un funeral para su hija, algo a lo que Paul se opone, porque Rosa no creía en la religión. Para su siguiente cita con Jeanne, ha habilitado un colchón en el centro de la habitación. Tras finalizar el acto, ella le insinúa que tendrá que inventarse un nombre con el que llamarle, pero Paul vuelve a insistir en que nada de nombres ni preguntas.  Ese apartamento ha de ser una isla, un oasis en el que ambos se sientan apartados del mundo, practicando sexo sin atender a nada más. Como animales.

Un nuevo encuentro entre Jeanne y su novio pone en evidencia sus discrepancias. A él no le gusta su nuevo peinado y ella considera que la película que él quiere rodar es algo absurda. Paul recibe en su pensión a Marcelo, el amante de su esposa y ambos mantienen una morbosa conversación acerca de las costumbres sexuales de la fallecida.

Los encuentros entre Paul y Jeanne se convierten pronto en auténticos y perversos ejercicios de dominación en los que el hombre exhibe cada vez mayor fiereza y brutalidad ante la mujer. La tensión se vuelve insoportable la mañana en que él decide violarla analmente usando mantequilla como lubricante. Otro día, Paul recibe a su compañera agitando ante ella el cadáver de una rata.

Pero todo es pura fachada. El americano ha instalado el cadáver de su mujer en una de las habitaciones de su apartamento que llena de flores para ocultar el aroma de la muerte. Un día entra en la habitación y mantiene una tensa conversación con ella; comienza insultándola y reprochando que le engañara, pero finalmente se derrumba y acaba llorando ante ella.

Jeanne pierde el contacto con Paul durante una buena temporada en la que este desaparece completamente del mapa. La joven decide entonces centrarse en Tom que le ha pedido que se case con él. Le enseña el piso en el que se veía con Paul y fantasea con la idea de vivir juntos en él. Pero al director no le gusta, y este vuelve a ser un motivo de desencuentro, al parecer definitivo, entre la pareja.

Al abandonar el edificio, ya en la calle, se produce el reencuentro entre Jeanne y Paul, elegantemente vestido y con un cambio de actitud que no pasa desapercibido a su compañera. Para que vea que es un hombre distinto, el norteamericano comienza a sincerarse ante ella y a contarle cosas de su vida. Le dice su nombre y su edad, 45 años, y le confiesa que acaba de enviudar porque su esposa decidió suicidarse, y que no puede tener hijos a consecuencia de un balazo que recibió en Cuba y le dejó la próstata “como una patata”. Paul quiere iniciar una historia de amor con Jeanne, pero ella sigue escéptica.

Los dos entran en una sala de fiestas que dispone de una gran pista de baile en la que en esos momentos se está celebrando un concurso de baile. En concreto, los participantes se encuentran ejecutando un tango que a Paul le parece todo un “rito”. Mientras suena la música, la pareja habla de sus planes de futuro. Paul y Jeanne dejarán la ciudad y se marcharán a vivir al campo a criar vacas. “¿Y me tratarás como a una de tus vacas?” le pregunta ella. “Sí, y te ordeñaré tres veces al día” le responde él.

Visiblemente ebrio, Paul sale a bailar a la pista y su compañera le sigue divertida, provocando las iras de la presentadora del concurso. Después se retiran a una mesa, pero Jeanne se da cuenta de que la relación con ese hombre no tiene ningún sentido y sale huyendo. Paul la sigue, pero antes de abandonar el local aún tiene tiempo de bajarse los pantalones y mostrar su culo desnudo a la airada presentadora.

Perseguidor y perseguida se siguen por las desiertas calles parisinas, hasta que Jeanne entra en un edificio. Toma el ascensor, mientras su acosador sube jadeante las escaleras tras el.

Paul encuentra a Jeanne en el piso familiar. Reconoce el gorro militar del padre de ésta, un veterano que sirvió en la campaña de Argelia según le había contado anteriormente. Con él en la cabeza, se acerca a su víctima intentado seducirla una vez más; cuando esta frente a ella suena un disparo.

Herido de muerte, Paul se tambalea hacia la terraza del apartamento. Tras contemplar los tejados de París por última vez y pegar a la balaustrada el chiclé que estaba mascando, se desploma en el suelo. Mientras, Jeanne, con el revólver aún en la mano, apenas acierta a balbucear una serie de frases que repite una y otra vez con la mirada perdida “No sé quién es. Me siguió en la calle, trató de violarme, está loco. No sé cómo se llama, no sé quién es. Quería violarme”. Tal vez esté empezando a ensayar lo que le dirá a la policía cuando le pregunte sobre el hombre que en esos momentos yace muerto en su balcón.





Es obvio que la polémica acompañará siempre a películas como El último tango en París. No importa que, como en el caso que nos ocupa, estemos ante uno de los más desgarradores dramas de la historia del cine o que su director nos hable en él de temas como la soledad o la incomunicación en un relato sobre la muerte y la autodestrucción. Desde una perspectiva moralista, películas como la de Bertolucci nacen condenadas de antemano, y los árboles muchas veces impiden ver el bosque. Porque al ponerse a hablar de El último tango en París, uno suele terminar usando más veces la palabra “mantequilla” que la palabra “existencialismo”. Y no tendría por qué ser necesariamente así.

Por otro lado, la presencia del sexo y el alto contenido erótico de algunas de sus imágenes resulta inevitable en una película que responde al clima de desasosiego que se instala en el cine más vanguardista de los setenta, en consonancia con la ruptura de valores que trae consigo el cambio de década. En este sentido, El último tango en París estaría muy cerca de los presupuestos de títulos como Portero de noche (Liliana Cavani, 1974), El imperio de los sentidos (Nagisa Oshima, 1976) o incluso La naranja mecánica (Stanley Kubrick, 1971). Fue precisamente Kubrick quien dijo que “las películas, como los sueños, demandan la suspensión de todo juicio moral”. Pues eso.

Tras asistir a la proyección de El último tango en París en el Festival de Nueva York, la crítica Pauline Kael escribió que acababa de ver “la película erótica más poderosa filmada hasta hoy” y comparó el film de Bertolucci con La consagración de la Primavera de Stravinsky, al compartir una y otra obra la misma “fuerza primitiva” e idéntico “erotismo punzante”. La censura tomó nota, y se cebó con la cinta que fue prohibida en varios países, entre ellos, por descontado, el nuestro, en el que se originó un curioso fenómeno de peregrinaje de fieles al Sur de Francia que ni lo de Lourdes tras las apariciones marianas. La película fue también vetada en Italia donde Bertolucci hubo de vérselas ante un tribunal que dictaminó la destrucción de los negativos y la pérdida de los derechos del director sobre su obra. En el país de origen del cineasta, el estreno del film no tuvo lugar hasta 1987.

Bertolucci cuenta 31 años cuando acomete el rodaje El último tango en París. Se pasa el día leyendo ensayos sobre psicoanálisis, y para él pocas cosas hay por entonces más importantes en la vida que el sexo. Así que decide llevar al cine la novela El azul del cielo de Georges Bataille, lectura que explora hasta sus últimas consecuencias los límites violentos, escatológicos y morales de la sexualidad. El resultado es de una animalidad casi insoportable y desde luego nunca antes vista en las pantallas de cine.

Y casi toda esa animalidad la pone… Marlon Brando en su inolvidable personaje de Paul que Bertolucci había reservado en un principio para ser interpretado por Jean Louis Tringtinnat (qué distinta hubiese sido la película de haber sido protagonizada por el francés). Sé que es decir mucho y que esto quedará escrito para siempre, pero creo que el de Paul es el mejor papel en la carrera de Brando que se aleja de los característicos tics del actor del método para componer un rol que exige la máxima visceralidad. Al parecer, aprovechando el escaso inglés de Bertolucci, el actor se dedicó a reescribir bastantes diálogos y a improvisar todo lo que pudo y más. Un año después de ganar el Oscar por dar vida a Vito Corleone, el intérprete volvía a estar nominado a la estatuilla, aunque esta vez la suerte cayó del lado de Jack Lemmon, espléndido también en la poco reconocida Salvad al tigre. Sí, El último tango en París es Brando, y la película decae muchísimo cuando él desaparece de  escena.  Más que nada porque la historia de Maria Scheneider cuando está sin Brando no nos interesa, y mucho menos la del bobalicón personaje que le toca en suerte a Jean Pierre Leaud, en un algo torpe y muy poco sutil homenaje a François Truffaut y a los maestros de la nouvelle vague.

Lo cierto es que Brando se pega a la piel de un ser que intenta canalizar el peso de sus frustraciones mediante la violencia y el sexo. En su doble condición de exiliado y viudo reciente, es un personaje triste que reclama su dosis de comprensión, que alguien le explique de qué va todo lo que le está ocurriendo, y que oculta su fragilidad bajo la coraza de macho alfa. Se rompe por dentro en escenas sublimes como aquella en la que vela el cuerpo de su esposa fallecida llenándola de improperios, una imagen que al espectador español no puede dejar de recordarle,  siquiera por mera asociación de ideas, a la Carmen Sotillo de Cinco horas con Mario. Cuando muere su pensamiento es para los hijos que no tuvo. Ese aire de tristeza y melancolía flota por la película a través de su peculiar estética y su puesta en escena, con las pinturas deformes de Francis Bacon que abren el film acompañando a los títulos de crédito o la fotografía crepuscularmente anaranjada de Storaro, y, por supuesto, los ropajes jazzísticos con los que envuelve la banda sonora el gran Gato Barbieri.


Muchos críticos de la época se preguntaron si el lugar natural para la proyección de El último tango en París estaba en las salas comerciales, poniendo en cuestión el valor artístico de la obra. Hoy, este está fuera de toda dura, pero al mismo tiempo, con lo que hemos avanzado la película no se hubiese podido rodar de ninguna de las maneras. A Bertolucci le costó más de un dolor de cabeza, y de muchas cosas de las que hizo se sintió después culpable, aunque nunca se arrepintió de nada. No lo haría tan mal si muchos de los guardianes de la moral de ayer y hoy y de siempre se vieron, se ven  y se verán ofendidos. Todo esto y quizá mucho más da de sí una película tan inmensa como ésta. Y eso que no hemos dicho ni una palabra de lo de la mantequilla.







Comentarios

César Bardés ha dicho que…
Recuerdo que en un viaje a París, mis padres decidieron ir a ver al cine "El último tango en París" mientras mi hermano y yo nos quedábamos en el hotel (recuerdo que era el Mont-Thabor, muy cerca de la plaza de la Ópera. Además, para más inri, había allí un camarero que era de Balaguer, localidad muy próxima al pueblo de nacimiento de mi padre). Años después, quise alquilarla en el video-club (yo tendría los dieciséis) y ésa, en concreto, ha sido la única vez que mi padre me prohibió ver una película: "No te voy a dejar que alquiles "El último tango en París". No insistas. Dentro de dos o tres años, la ves". Le hice caso. La cogí en el video-club allá por el ochenta y cuatro, cuando ya tenía dieciocho. Me dí cuenta, al instante, de que aquello era una película que iba mucho más allá del escándalo que había suscitado. Me impresionó el personaje de Brando, el dolor que subyacía en él, la sensación de soledad y su continua búsqueda de la evasión a través del sexo, que, además, le proporcionaba un sentimiento de dominación del que había carecido con su mujer. Hubo una escena, en concreto, que me dejó helado. Era un plano larguísimo, de cerca de cinco minutos, sobre el rostro de Brando. En él contaba sus andanzas de cuando era niño y hacía una reflexión sobre lo inútil de la vida. Brando acababa de llorando. Me dí cuenta de que, debido a la longitud del plano, el actor no podía acudir a las lágrimas de glicerina ni a ningún otro truco. Lloraba de verdad. Me fascinó. Luego, comenté la película con un par de amigos, y estuvimos desbrozando la película. Uno, recuerdo, me decía que el primer encuentro entre la Schneider y Brando era un poco increíble. Yo contesté que esas cosas "pasaban", aunque, por supuesto, nunca nos "pasaban" a nosotros. Se levantó una discusión. Siempre defendí "El último tango en París" me parece una película absolutamente devastadora, mucho más allá de polémica (que no me creo) y de sexo. Mucho más allá de todo.
Gracias por recordarla.
Abrazos con tango.
carpet_wally@gmail.com ha dicho que…
Otro gus enorme en esta lista imprescindible.

Bertolucci es un director fundamental en la historia del cine, su "Novecento" ya merecería estar en cualquier lista, pero estoy de cuerdo en que se elija "El último tango en París" porque me parece una obra cumbre. Dejando de lado polémicas (que no niego que tengan algo de sentido) o la condición de película "erótica" que se le asignó en su momento, es una película que te deja destrozado (al menos a mi), de una angustia existencial brutal, desesperanzadora, con un Brando sublime que traspasa todo la soledad y tristeza al espectador a pesar de su actitud aplastante y hasta sádica con el personaje de la Schneider.

Lo cierto es que yo, que huyo de las películas que transmiten mal rollo vital, me quedo fascinado con este film, me desasosiega, me irrita, me apena...y sin embargo siento que es bello, que hay mucha verdad...No importa que el primer encuentro sea improbable o perfectamente posible, no entro a valorar si la chica se puede ver atraída por un personaje como el de Brando o si lo lógico sería repudiarlo desde el principio. No es esa relación la que me tengo que creer, me creo el fondo de los personajes, sus angustias y desvelos, estén follando (como en la peli) o dedicándose a dar de comer a las palomas...

Una película muy grande, si. Bien por Dex, otra vez.

Abrazos con un abrigo marrón

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