GUS MORNINS 20/10/20
“Rodar
es absolutamente horrible. Es una formalidad tediosa. Odio rodar. Mi único
placer en este negocio tan aburrido es los maravillosos momentos que he pasado
dirigiendo con actores”.
Jean Pierre Melville
Vamos a rendir homenaje
a este pedazo de director que hoy hubiera cumplido la respetable edad de ciento
tres años. Jean Pierre Melville es un referente del policiaco francés y uno de
los apóstoles intocables que inspiraron a la nouvelle vague. Se le considera el creador del polar, un tipo de películas que consistían en trasladar el universo
del cine negro a las peculiaridades francesas, con personajes que siempre se
movían más por amistad que por dinero. Tiene tan sólo catorce películas
dirigidas, pero un buen puñado de ellas son impresionantes.
El verdadero nombre de
Jean Pierre Melville era Jean Pierre Grumbach. Adoptó el sobrenombre de
“Melville” como nombre clave en su lucha en la resistencia francesa durante la
guerra. El caso es que su pasión por el cine se le despertó bien temprano. A la
edad de cinco años le regalaron un proyector y, a los seis años, una cámara
tomavistas con la que ya comenzó a practicar un estilo que le serviría de mucho
en toda su carrera. Además, era un ávido espectador de las películas americanas
y, cuando ya estaba acariciando la idea de dedicarse al cine profesionalmente,
estalló la Segunda Guerra Mundial. Con la derrota de Francia, se pasó a la
resistencia y, con veinticinco años, escapó de su país y se unió al movimiento
Francia Libre con sede en Londres. Ahí es donde adoptó el nombre clave de
“Melville” porque ejerció contactos muy estrechos entre las células de la
resistencia que operaban en París y las órdenes del Mando Aliado.
Acabada la guerra,
Melville lo tenía muy claro. No quería hacer películas para otros, así que creó
su propia productora, lo que le permitió una absoluta libertad de movimientos
desde el principio. Su primer aviso lo da con esa excelente película que es El silencio del mar, una historia sobre
resistencia silenciosa en la que un comandante alemán, encargado de un pueblo
en Francia, entra como huésped de un padre y una hija que tienen una casa en la
villa. Como la resistencia activa está fuera de su alcance, tanto el padre como
la hija se juramentan no hablar jamás con el nazi. Y así lo hacen. El resultado
es que el comandante casi se vuelve loco, intenta ser cordial, cruel,
reconciliador, agradable…y lo que consigue es nada. Ni siquiera cuando debe
abandonar el pueblo por la cercanía de los aliados consigue un mísero “adiós”. Melville,
en esta película, actuó él solo como director, productor, guionista y montador.
Esta película es la que hace que los jóvenes de Cahiers du Cinema consideren a Melville un autor total, muy cercano
a lo que ellos mismos pretendían. Después de rodar Los niños terribles, una película que sigue en tono intimista, se
lo piensa mucho y rueda su primer noir
con la estupenda Bob, el jugador, la
historia de un tipo que se mueve como pez en el agua en el mundo de los bajos
fondos y prepara un atraco contra un casino. La suerte hace que esa misma noche
gane lo impensable y haga saltar la banca. La policía anda tras él porque
recibe un soplo de que está preparando el asalto al casino. Bob es detenido con
un montón de pasta, lo cual hace que sea el sospechoso perfecto…pero no ha
hecho absolutamente nada. Aquí, se delata al Melville más deudor de Jacques
Becker en No toquéis la pasta, pero
introduce un elemento de sorpresa que hace que la crítica comience a fijarse en
él como el futuro del cine negro europeo.
A continuación, después
de muchas dificultades para encontrar financiación, rueda la maravillosa Dos hombres en Manhattan, la historia de
dos periodistas que se patean la ciudad de Nueva York en busca del delegado de
Francia en las Naciones Unidas misteriosamente desaparecido. Toda una
declaración del código deontológico que debería imperar en la profesión y una
mirada de amor a la ciudad más cinematográfica del mundo, con permiso de París.
Sin embargo, la película no es bien acogida y Melville realiza una incursión en
el cine de la resistencia con Leon Morin,
sacerdote, su primera colaboración con Jean Paul Belmondo con la historia
de un cura que colabora con los insurrectos. Salida de sus mismas entrañas, es
una película mucho más personal, pero muy efectiva, que obtiene un notable
éxito y que le permite acometer con mucha seguridad una de sus obras maestras
como es El confidente, la historia de
un soplón que también toma parte del juego, con giros de guión maestros, una
realización de ensueño (ya el primer plano con un larguísimo travelling hacia atrás denota una
técnica fuera de lo normal), interpretaciones convincentes y la sensación de
que el mundo de la gabardina y el sombrero se ha trasladado a los barrios bajos
parisinos.
Después de El confidente, realiza Hasta el último aliento otra maravillosa
película con Lino Ventura recién salido de la cárcel y decidido a ajustar
cuentas perseguido por un policía absolutamente cínico y retranquero
interpretado por el gran Paul Meurisse. Al año siguiente, rueda la que es, para
muchos, su obra maestra, El silencio de
un hombre, con Alain Delon casi sin líneas de diálogo, concentrándolo todo
en su expresión casi impávida y tratando de cumplir hasta el final todos los
encargos que le encomiendas como asesino profesional.
Dos años después,
realiza la que, posiblemente, sea la película definitiva sobre la resistencia. El ejército de las sombras, con Lino
Ventura, Jean Pierre Cassel y Simone Signoret poniéndoselas moradas a los
nazis. No es, ni mucho menos, una película complaciente, tiene momentos
durísimos, muy al límite y es claramente realista. Pertenecer a una célula
activa de la resistencia no debió de ser tan heroico, ni tan preclaro como nos
lo han contado otros.
En 1970 rueda Círculo rojo, con Alain Delon, Gian
María Volonté, Yves Montand y un inusual André Bourvil como policía encargado
de perseguir a unos ladrones que han perpetrado un atraco perfecto a una
joyería. Prodigio de solidez y de equilibrio, Melville pasa de un punto de
vista a otro con facilidad y nos damos cuenta de que, tal vez, lo único que
separe a los hombres sea llevar una placa o no.
Cierra su carrera con
otra película a tener muy en cuenta, Crónica
negra, con Richard Crenna de malvado, Alain Delon de policía y Catherine
Deneuve en medio de los dos. La amistad entre un ladrón y un representante de
ley se difumina cuando hay una mujer en medio y más cuando hay atracos de
enjundia. Una película que también funciona como un mecanismo de relojería y
que descubre a policías que no están hechos de una pieza y a los que, tal vez,
les conviene apretar el gatillo.
Desgraciadamente, Jean
Pierre Melville fallece un año después de su última película, con apenas
cincuenta y cinco años, de un fulminante ataque al corazón. Su obra ha sido
referencia para muchos otros cineastas como Quentin Tarantino, Martin Scorsese
o Michael Mann (una película como Heat
bebe muchísimo de su filmografía).
Intervino
esporádicamente como actor, tanto en sus películas (es uno de los protagonistas
de Dos hombres en Manhattan) como en
obras ajenas, como en Al final de la
escapada, de Jean Luc Godard, al que ayudó en la fase de montaje.
Los chicos de Cahiers du Cinema lo consideran el
“padrino” de su movimiento.
El prestigioso crítico
Roger Ebert llegó a decir que “cada vez
que se ve una película de Jean Pierre Melville, se redescubre a uno de los más
grandes creadores del cine”.
Está considerado el
primer director francés que gozó de total autonomía para realizar todas sus
películas. La nouvelle vague quedó
muy impresionada por su independencia y sinceridad a la hora de realizar su
obra.
Él mismo decía que era
incapaz de ver sus películas una vez terminadas. Las veía y sabía, con total
certeza, de qué es lo que funcionaba mal y cómo lo tenía que haber hecho.
Desgraciadamente, decía, era demasiado tarde como para ponerle remedio.
Veía cinco películas
diarias. En su casa, situada encima de su estudio cinematográfico, se reservaba
siempre dos películas para ver después de cenar en su sala de proyección. Su
casa ardió por completo justo después del estreno de El silencio de un hombre.
Consideraba que el
género negro era un tipo de cine tan flexible que permitía poner otras
obsesiones que son universales como la libertad individual, la amistad o las
relaciones humanas. Todo ello junto forma, decía textualmente, un compendio de
las motivaciones superiores de las novelas americanas.
Como vídeo os dejo unas
cuantas secuencias de sus películas. Observad la increíble fotografía que solía
poner en ellas.
Y como mosaico, os dejo
un fotograma de su película Dos hombres
en Manhattan con él mismo en primer plano. La composición de la fotografía
ya habla por sí sola.
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