GUS MORNINS 8/6/21
“Mi
mirada dentro de un cine es similar a la de un rústico en una pinacoteca”
Azorín
Hoy más que un gus, es
una copia. Hoy, José Martínez Ruiz “Azorín” hubiera cumplido los ciento
cuarenta y siete años. Y no hay mucha gente que sepa que, realmente, él fue el
testimonio del cine, de cómo lo sentían, los representantes de la generación
del 98, así que me he decidido a poneros uno de sus textos, que aparece en el
libro El efímero cine. Tiene otro
ensayo, aún mejor, que es El cine y el
momento. En cualquier caso, os recomiendo encarecidamente los dos.
Cuando
vengo a sentarme ante la tela blanca –encuadrada de oscuro- traigo conmigo la
noción del lugar; una gran ciudad, vasta ciudad, capital de una nación, capital
–en espíritu, en religión- del orbe. La gran ciudad podrá, con sus monumentos,
con su historia, con sus fastos, hacer que empalidezca el personaje. Voy viendo
que el personaje no es nadie; es un hombre vulgar, uno entre millares, uno
entre millones, podemos denominarle símbolo. Nadie. Los interiores que voy
contemplando son pobres. Nadie no podía vivir, y ahora, gracias a vulgar
recurso, vivirá. Vivirán él, su mujer, su hijo, un niño. De pronto, cuando más
alborozo había, inesperadamente, la esperanza, la realidad naciente se hunden.
Va a iniciarse, en la vasta ciudad, la angustia de Nadie: comienza a ser
expresivo, elocuente, el entrecejo de Nadie. El entrecejo es lo que domina en
la cara de este hombre; sin proponérselo, me acuerdo del español J.P., actor
también en la tela blanca. Hay en el español un trasunto del actor que
representa Nadie, de la expresividad en la faz, de la luz en los ojos. Vuelvo a
la realidad presente, angustiada, acongojada. En casi todas las películas que
he visto, lo que falta es la exposición: se embrolla la fábula; no están claras
las premisas del drama o de la comedia. En esta obra que voy viendo no existe
apenas exposición; no se necesita, la fábula es sencilla, elemental. El temor
abrigado antes de que, en la gran ciudad, lo monumental ahogara, en el
personaje, las acciones, se ha disipado, lo que presencio, en la ciudad, no son
sus monumentos, sino lo vulgar, diríamos, lo cotidiano, lo anodino, calles
incoloras, un pedazo de río, con su quijero, un puente, un andadizo en forma de
túnel, un blanco pretil largo y una larga acera. Lo que más me atrae, más me
sugiere, son unas paredes blancas, por las que asoma, en el fondo, una arboleda
tupida y sombría: no podré asegurar que unas cimas puntiagudas que sobresalen
sean cipreses.
Nadie
sigue con su desventura; anda y anda por la gran ciudad, por lo cotidiano en la
gran ciudad. El entrecejo se frunce y los ojos brillan, relampaguean; toda la
angustia humana –angustia en lo vulgar- está contenida en los ojos; la cara es
más bien aovada –como en J.P.- que redonda, los labios hablan de consuno con
los ojos y con la frente. No hay en la obra más que mujeres secundarias, no
figura ninguna que tenga el condominio de la acción con el personaje. Nos
faltaría la nota tierna, delicada, si no tuviéramos, constantemente, con el
personaje, un niño, su hijo. El niño va reproduciendo en su cara los
sentimientos expresados por el padre. No ocurre nada, va promediada la obra. No
logra Nadie ver cumplido su afán, un momento,
perdido ya, hundido ya, quiere perderse por entero, en un restaurante,
con buen pasto, gasta los últimos billetes, el niño come también ávidamente. He
contemplado la tristeza, la desesperanza de Nadie, y ahora lo veo reír durante
un momento, esta risa artificiosa, forzada, acentúa más la melancolía de antes.
La obra va a terminar, todo queda en ella subordinado a la expresión facial, y
más concretamente, al entrecejo. Mentalmente me pregunto dónde he visto yo este
fruncido de pena, de congoja; acabo por recordarlo; veo en la misma gran ciudad
un entrecejo creado –inmortalmente- por el arte; el de Laocoonte. No creo que
en el estudio de su papel, el actor que representa a Nadie haya estudiado el
Laocoonte; no habrá repasado tampoco, seguramente, la lección de sobriedad que
Lessing nos da a propósito del grupo escultórico. La sobriedad del actor, sin
embargo, es la misma –en el dolor intenso- que en Laocoonte. De lo vulgar he
pasado a lo exquisito. Lo fugaz, encarnado por Nadie, por una gran actor, en la
ciudad eterna, siendo fugaz, siendo vulgar, da la sensación de eternidad, la
eternidad del dolor humano. Átomo de multitud, Nadie vuelve a sumirse en la
multitud; se aleja, al final por una calle, confundido entre centenares de transeúntes.
(No
sé si habré interpretado bien el pensamiento de Vittorio de Sica. “Forseche si,
forseche no”. Acaso sí, acaso no)
Como véis, Azorín habla
de una película sin citar el título. Naturalmente, habréis adivinado que se
trata de Ladrón de bicicletas, de
Vittorio de Sica. Dedícate a la crítica para esto.
Como vídeo os dejo con el final de la película.
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